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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (18 page)

BOOK: La mano del diablo
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Sintió que se ruborizaba. No tenía muchas ganas de justificarse, la verdad. Era un desastre sin paliativos.

–¿Sargento? ¿Ya no está en la policía de Nueva York?

–No, en la de Southampton. Sabe, ¿no? Long Island. Soy el enlace con el FBI para el caso Grove.

Al levantar la vista y encontrar la mano de Hayward, la cogió y la estrechó con desgana. Estaba caliente y un poco húmeda. Fue una secreta satisfacción darse cuenta de que la capitana no era tan imperturbable como parecía.

–Encantada de volver a colaborar con usted.

Fue un comentario escueto, sin ningún rastro de curiosidad malsana. D'Agosta se sintió aliviado. No habría cháchara ni preguntas inoportunas. Todo profesional al cien por cien.

–Por mi parte, me alegro de que el caso esté en buenas manos –dijo Pendergast.

–Gracias.

–Siempre me ha parecido usted una persona con quien podía contarse en una investigación enérgica.

–Gracias, gracias. Pues, para serle franca, usted siempre me ha parecido una persona que no concede mucha importancia a la cadena de mando, y que no deja que las formalidades policiales se interpongan en su camino.

Pendergast no traicionó sorpresa alguna.

–Es verdad.

–Pues entonces, dejemos clara la cadena de mando desde el principio. ¿Le parece bien?

–Excelente idea.

–El caso es mío. Los autos de prisión, las citaciones y todo lo relacionado con este asunto tendrán que pasar primero por mi despacho, a menos que se trate de una emergencia. Cualquier comunicación con la prensa se coordinará bajo mi responsabilidad. No sé si usted funciona de esta manera, pero yo sí.

Pendergast asintió.

–Entendido.

–Dicen que a veces el FBI tiene problemas con los cuerpos de seguridad locales. Pues en este caso no. Para empezar, no somos un «cuerpo de seguridad local», sino el departamento de policía de Nueva York en su división de Homicidios. Trabajaremos con el FBI de igual a igual, o no trabajaremos.

–Descuide, capitana.

–Naturalmente, corresponderemos al gesto.

–No espero menos.

–Yo siempre sigo las normas, aunque sean tontas. ¿Sabe por qué? Porque es la manera de conseguir una condena. En cuanto hay algo raro de por medio, los jurados de Nueva York optan por la absolución.

–Muy cierto –dijo Pendergast.

–Mañana a las ocho de la mañana en punto, y cada martes hasta el final de la investigación, usted, yo y el teniente... perdón, el sargento D'Agosta, nos reuniremos en el piso diecisiete de la jefatura de Pólice Plaza. Con todas las cartas boca arriba.

–A las ocho –repitió Pendergast.

–El café y las pastas corren de nuestra cuenta.

Las facciones de Pendergast reflejaron cierto asco.

–Gracias, pero vendré desayunado.

Hayward miró su reloj.

–¿Cuánto tiempo más necesitan?

–Creo que cinco minutos serán suficientes –dijo Pendergast–. ¿Tiene algún dato que pueda darnos?

–La testigo, o lo más parecido que tenemos, es una anciana del apartamento de abajo. El asesinato se produjo poco después de las once. Al parecer oyó que el difunto tenía convulsiones y gritaba, pero pensó que se trataba de una fiesta. –Una sonrisa irónica tensó la boca de la capitana–. Después volvió a quedar todo en silencio, hasta que a las once y veintidós empezó a filtrarse una sustancia por el techo: tejido adiposo derretido perteneciente al cuerpo de la víctima.

«Tejido adiposo derretido.» D'Agosta empezó a anotarlo, pero se quedó a medias. Sabía que no lo olvidaría.

–Más o menos a la misma hora se dispararon las alarmas y se encendieron los aspersores. Eso fue, respectivamente, a las once y veinticuatro y las once y veinticinco. Entonces subieron los de mantenimiento y encontraron la puerta cerrada con llave, no contestaba nadie y dentro del apartamento olía mal. A las once y veintinueve abrieron la puerta con una llave maestra y hallaron al difunto tal como lo ven ahora. Cuando llegamos, quince minutos después, la temperatura del apartamento era de casi treinta
y
ocho grados.

D'Agosta y Pendergast se miraron.

–¿Qué puede decirme sobre los vecinos más próximos?

–El hombre de encima no oyó nada hasta que se dispararon las alarmas, pero se quejó del mal olor. En esta planta solo hay dos apartamentos; el otro está recién vendido, pero sigue vacío. El nuevo propietario es un inglés, el señor Aspern. –Hayward sacó una libreta del bolsillo de su camisa, anotó algo y se la entregó a Pendergast–. Tenga, sus nombres. En estos momentos, Aspern está en Inglaterra, Roland Beard en el apartamento de encima y Letitia Dallbridge en el de abajo. ¿Quiere entrevistar a alguno de ellos ahora?

–No es necesario.

La mirada de Pendergast se posó primero en ella y después en la quemadura de la pared. Los labios de Hayward se curvaron; D'Agosta no supo si por diversión o por alguna otra razón.

–Veo que se ha fijado.

–Sí. ¿Alguna idea?

–¿No fue usted, Pendergast, quien me advirtió hace tiempo que no formara hipótesis prematuras?

Pendergast correspondió a la sonrisa.

–Lo aprendió bien.

–Lo aprendí de un maestro.

La capitana lo dijo mirando a D'Agosta.

Se produjo un breve silencio.

–Bueno, les dejo.

Hayward hizo una señal a sus hombres, que la siguieron al pasillo. Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–Parece que nuestra pequeña Laura Hayward ha crecido. ¿No le parece?

D'Agosta se limitó a asentir.

Veintidós

Bryce Harriman se encontraba en el cruce de la Quinta Avenida y la calle Sesenta y siete, contemplando uno de los anónimos rascacielos de ladrillo blanco que infestaban Upper East Side. Era una tarde de martes gris. Detrás de los globos oculares de Harriman, en un lugar indefinido, palpitaba una vieja resaca. Ritts, el director de su periódico, le había echado la bronca por no haber cubierto la noticia a lo largo de la noche. ¡No, si aún tendría que estar de guardia, como un médico! La verdad, tampoco le pagaban como para salir a husmear a las tres de la mañana. Sin contar que no estaba en condiciones de informar sobre ningún asesinato. Ya había tenido bastante mérito volver a casa en metro.

Esperaba encontrar a cuatro gatos, pero una multitud, con todas las de la ley, le recibió congregada por el informativo matinal de la tele y por Internet. Eran más de las dos del mediodía, pero ante el edificio se habían reunido como mínimo cien personas: papamoscas, siniestros, brujas blancas, tíos raros de East Village y hasta algún Haré Krishna, algo que Harriman llevaba cinco o seis años sin ver por Nueva York. ¿No trabajaban o qué? A su derecha, un grupo de satánicos con una especie de túnicas medievales dibujaban estrellas de cinco puntas en la acera y entonaban cánticos. A su izquierda, algunas monjas rezaban el rosario. Una pandilla de quinceañeros había organizado una vigilia con velas en pleno día y cantaban acompañados por el rasgueo de una guitarra. Era increíble, digno de una película de Fellini.

Miró alrededor con entusiasmo. Su artículo de la semana anterior sobre el asesinato de Grove tuvo cierto éxito, y eso que la falta de pruebas le había obligado a rellenarlo con especulaciones escabrosas. Ahora seguía el rastro del segundo asesinato, y a juzgar por los rumores que saltaban como chispas de un lado a otro de la multitud era peor que el primero. Quizá tenía razón su director. Quizá habría sido mejor acudir de madrugada, a pesar de todo el whisky de malta que tuvo la imprudencia de ingerir la noche antes con sus amigotes en el Algonquin.

Tuvo otra idea. Era su oportunidad de meterle un gol a su viejo enemigo Bill Smithback, que estaba ocupado en labores de cama con motivo de su luna de miel. ¡En Angkor Wat! ¡A quién se le ocurría! El capullo de Smithback le había robado su puesto en el
Times,
pero no por su talento de periodista ni por patearse las calles más que él, sino por pura y mísera chiripa, por haber estado en el momento y el lugar justos en más de una ocasión: primero en los asesinatos del metro, hacía unos dos años, y luego el último otoño, con los crímenes del Cirujano. El segundo trago había sido especialmente amargo. El dueño legítimo de la noticia era Harriman, que ya tenía la victoria asegurada sobre Smithback, pero el burro del capitán Custer empezó a darle pistas falsas y...

Era una injusticia. Harriman había entrado en el
Times
gracias a sus amistades, y también a un apellido distinguido. El ambiente enrarecido y elevado del
Times
estaba hecho a la medida de alguien como él, que llevaba trajes de Brooks Brothers perfectamente planchados y corbatas de reps, no de un palurdo como Smithback, que había estado en su salsa en el cutrerío del
Post...

Agua pasada no mueve molino. Ahora había una noticia candente, y Smithback se encontraba a dos mil kilómetros. Si los asesinatos tenían continuidad –como era el ferviente deseo de Harriman–, la noticia seguiría creciendo y podría generar oportunidades televisivas, artículos para revistas, un contrato de los buenos con alguna editorial... ¿Por qué no el Pulitzer? Con suerte, el
Times
se desviviría por recuperarle.

Recibió el empujón de un viejo con traje de mago, y se lo devolvió. Nunca había visto una multitud así de exaltada, casi histérica. En el fondo era una mezcla peligrosa y volátil, un verdadero polvorín.

De pronto un ruido atrajo su mirada. Se trataba de un imitador de Elvis vestido de lamé dorado (más o menos guapo, para variar), que berreaba «Burning Love» con la ayuda de un karaoke portátil.

I feel my temperature rising...
[2]

La multitud se estaba volviendo más ruidosa e inquieta. De vez en cuando, el periodista oía el aullido lejano de una sirena de policía.

Lord Almighty, I'm burning a hole where I lay.

La grabadora estaba a punto. Dispuesto a recoger un poco de color local y añadirlo a lo que ya sabía sobre el asesinato, Harriman miró a su alrededor. Tenía justo al lado a un hombre con botas de cuero, un sombrero Stetson, una varita de cristal en una mano y un hámster vivo en la otra. No, demasiado estrambótico. Alguien más representativo. Por ejemplo, el chico con cresta y ropa negra que tenía a pocos pasos. El típico chaval de clase media con acné que intentaba ser diferente.

–¡Perdón! –Se abrió camino hacia él–. ¡Perdón!
New York Post.
¿Puedo hacerte unas preguntas?

Al verle, los ojos del chaval se iluminaron. Estaban todos tan ávidos de sus quince nanosegundos de fama...

–¿Por qué has venido?

–¿No te has enterado, tío? ¡Ha venido el demonio! –Estaba eufórico–. Ha sido un pavo de aquí arriba, como el de Long Island. ¡El demonio se ha quedado con su alma y lo ha dejado más frito que una patata! Lo ha arrastrado hasta el infierno pegando gritos y patadas.

–¿Cómo te has enterado?

–Está por todo Internet.

–Pero ¿por qué has venido tú, personalmente?

El chico le miró como si fuera una pregunta idiota.

–¿A ti qué te parece? A presentar mis respetos al Hombre de Rojo.

Un grupo de hippies envejecidos empezó a cantar «Sympathy for the Devil» con falsetes desafinados. Una ráfaga de olor a maría llegó hasta Harriman, que tenía dificultades para oír y pensar entre tanto barullo.

–¿De dónde eres?

–He venido de Fort Lee con mis colegas.

Algunos de esos colegas se habían juntado alrededor. Todos iban vestidos igual.

–¿Quién es este tío? –preguntó uno de ellos.

–Un periodista del
Post.

–¿En serio?

–¡Hazme una foto, tío!

«A presentarle mis respetos al Hombre de Rojo.» Ya tenía su titular. Ahora a enmarcarlo.

–¿Nombre? Deletréalo.

–Shawn O'Connor.

–¿Edad?

–Catorce.

Increíble.

–Bueno, Shawn, una pregunta más. ¿Por qué el demonio? ¿Por qué es tan importante?

–¡Es el rey, tío! –se entusiasmó el chaval.

Sus amigos lo repitieron, mientras chocaban las palmas de las manos.

–¡El rey!

Harriman se alejó. ¡Qué cantidad de capullos había en el mundo! Se reproducían como conejos, sobre todo en New Jersey. Ahora necesitaba un contraste, alguien que se lo tomase todo en seno. Un sacerdote. Necesitaba un sacerdote. ¡Anda, qué suerte! Cerca de él había dos hombres silenciosos con alzacuello.

–¡Perdonen! –exclamó, surcando la multitud (que no dejaba de crecer).

Al ver sus rostros, se sobresaltó: expresiones de auténtico miedo, pero también de lástima y dolor.

–Harriman, del
Post.
¿Puedo preguntarles qué hacen aquí?

El mayor de los dos se adelantó. Era un hombre muy digno, fuera de lugar en un ambiente tan histérico como ese.

–Ser testigos.

–¿De qué?

–De los últimos días del mundo.

El tono de la afirmación hizo que a Harriman se le pusiera la piel de gallina en el canal de la espalda.

–¿En serio? ¿Cree que se acaba el mundo?

El hombre recitó solemnemente:

–«¡Cayó, cayó la gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos.»

El otro, más joven, asintió y dijo:

–«Será consumida por el fuego. Porque poderoso es el Señor Dios que la ha condenado. Llorarán, harán duelo por ella los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se dieron al lujo, cuando vean la humareda de sus llamas.»

–«¡Ay, ay, la Gran Ciudad! –añadió el primer sacerdote–. ¡Babilonia, ciudad poderosa, que en una hora ha llegado tu juicio!»

–Gracias, gracias. ¿De qué iglesia son?

–De Nuestra Señora de Long Island City.

–Gracias.

Harriman anotó sus nombres y se apresuró a alejarse, mientras guardaba su libreta en el bolsillo. La calma y certidumbre de los curas le había causado más repelús que toda la exaltación que le rodeaba.

Algo se movió en las últimas filas. Se acercaba una pequeña comitiva de coches patrulla con las sirenas encendidas. De repente todo eran flashes y focos de televisión. Harriman se abrió camino a codazos por entre un grupo de técnicos de sonido. Era Bryce Harriman, del
Post,
y no pensaba quedarse al fondo de la clase. En eso, sin embargo, coincidía con el resto de la multitud, que se abalanzaba hambrienta de noticias.

Al final de la hilera de vehículos, una mujer había bajado de un coche camuflado. Llevaba traje, pero también una insignia a caballo de lo que parecían dos melones de padre y señor mío. Una joven francamente guapa, a la que se añadió rápidamente un grupo de hombres. Joven, sí, pero se notaba que mandaba. Harriman tuvo la impresión de que a ella no le apetecía en absoluto dirigirse a la gente, pero que no tenía más remedio que aplacar los ánimos antes de que las cosas se salieran de madre.

BOOK: La mano del diablo
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