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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (54 page)

BOOK: La mano del diablo
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–¡Fuera!

D'Agosta le echó tierra con el pie, espantándola.

–La luz.

Volvió a girar la linterna.

–Bichos asquerosos...

–Aquí hay otra. –Pendergast metió un churrete de metal solidificado en la probeta–. Muy interesante. El metal penetró a más de quince centímetros de profundidad. Estas gotitas no cayeron sobre el cadáver, sino que se clavaron en él a gran velocidad. A mi juicio, debió de ser el resultado de una pequeña explosión.

Después de sacar dos gotas más, tapó la probeta y se quitó la lupa. Todo desapareció en las profundidades de su traje.

–Me parece que ya hemos terminado –dijo, mirando a D'Agosta–. Devolvamos al señor Vanni a su lugar de descanso.

D'Agosta se agachó y volvió a coger el cuerpo para ayudar a meterlo en el nicho.

Pendergast juntó los trozos de cadáver que se habían caído sobre el informe del forense y los tiró al nicho. Después sacó un tubito de cemento de construcción, lo aplicó en los bordes de la placa de mármol y la colocó en su sitio con algunos golpecitos para sellarla bien.

Retrocedió para admirar su obra.

–Estupendo.

Salieron de la cripta y subieron a la iglesia, cuya puerta seguía cerrada con llave. Pendergast la abrió y cruzó la explanada como una exhalación, cubierto por D'Agosta, que al cabo de un momento oyó su voz:

–Ya puede.

El sargento salió al calor de la noche, sintiendo un infinito alivio por alejarse de la tumba; se sacudió los brazos y las piernas. El olor y la humedad se le habían pegado a la ropa. Vio que Pendergast señalaba la oscuridad de la montaña. Un kilómetro más abajo, las luces traseras de un coche seguían los meandros de la carretera.

–Nuestro amigo.

Al volver a encenderse, la linterna reveló el contorno de unas huellas desconocidas de zapato en la hierba corta y mojada de rocío.

–¿Qué hacía?

–Parece que ya no quieren matarnos. Ahora solo les interesa averiguar cuánto sabemos. ¿Por qué será, Vincent?

Setenta y uno

A Hayward no le gustaba nada esa sensación de
déjà vu,
pero fue la que sintió esa tarde, con la misma gente y en la misma sala, oyendo los mismos argumentos que veinticuatro horas antes. La diferencia era que esta vez tocaba poner el culo a salvo. Le recordó el juego de las sillas musicales: en el momento en que dejara de sonar la música, habría algún desgraciado de pie y con el culo al aire a punto para recibir una buena patada.

Y Grable no parecía escatimar esfuerzos para que ese culo fuera el de ella.

El capitán se había embarcado en una larga exposición sobre el arresto frustrado, en la que su actitud cobarde y errática se convertía, como por arte de magia, en compostura y heroísmo. El clímax de esa interminable historia era el momento en que se veía obligado a disparar un tiro al aire como advertencia a una tribu de salvajes. Gracias a ello pudieron irse sin percances y con la dignidad de la policía de Nueva York intacta, aunque hubieran fracasado en su objetivo de detener a Buck. Varios puntos de la exposición dejaban traslucir que todo el trabajo y todos los riesgos habían corrido de su parte, mientras que Hayward, en el mejor de los casos, había participado a regañadientes. Hasta se las ingenió para dar la impresión de callarse las críticas, como si su compañera hubiera sido un peso muerto durante toda la operación.

«Si fuera tan bueno en las operaciones como escaqueándose –pensó con rabia Hayward–, ahora no estaríamos aquí.» Se planteó la posibilidad de pasar al contraataque, pero decidió que no quería jugar a ese juego. Si alegaba en su defensa que Grable se fue corriendo con el rabo entre las piernas, como un chucho, y que no solo disparó invadido por el pánico, sino que le quitaron la pistola... quizá pusiera los puntos sobre las íes, pero no saldría beneficiada. Por lo tanto, desconectó de Grable y su sarta de medias verdades y pensó en otra cosa.

La buena noticia era que Pendergast y D'Agosta parecían sacar provecho de su viaje. Mejor. Así Pendergast la dejaba un poco en paz y se dedicaba a amargarle la vida a algún alto cargo de la policía italiana. Sin embargo, extrañaba a D'Agosta más de lo previsto.

Ahora le tocaba hablar a Wentworth. La capitana hizo un esfuerzo de concentración. Wentworth se explayó sobre la psicología de las masas, trufando su exposición con citas sobre la megalomanía que leía en unas tarjetitas especialmente preparadas para la ocasión. Todo ello formaba una descomunal pantalla de humo de palabras y teorías sin sentido. El siguiente en tomar la palabra fue un pez gordo del barrio que dijo que el alcalde estaba muy disgustado, los ánimos crispados y toda la gente importante de la ciudad indignada por tanta inoperancia.

En definitiva, nadie sabía cómo sacar a Buck de Central Park.

Durante todas esas intervenciones Rocker mantuvo una expresión de fatiga en su rostro que le impedía delatar sus pensamientos. Llegó el momento en que sus ojos cansados la miraron a ella.

–¿Capitana Hayward?

–No tengo nada que añadir.

Quizá le hubiera salido un tono un poco brusco. Las cejas de Rocker se arquearon ligeramente.

–¿Es decir, que está de acuerdo con los demás?

–No he dicho eso. He dicho que no tengo nada que añadir.

–¿Ha averiguado algo nuevo sobre el pasado de Buck? ¿Alguna orden vigente de arresto, por ejemplo?

–Sí –dijo Hayward, que se había pasado parte de la mañana al teléfono–, pero no es gran cosa. Le buscan en Broken Arrow, Oklahoma, por quebrantar la libertad condicional.

–¡La libertad condicional! –Grable se rió–. ¡Qué chiste! En Nueva York ya ha acumulado las siguientes infracciones: agresión a la fuerza pública, resistencia a ser detenido, intento de secuestro... Vaya, que tenemos bastante para encerrarle varios años.

Hayward no dijo nada. En realidad, lo único que se sostenía un poco era lo de la libertad condicional. En cuanto a las demás acusaciones había decenas de testigos que podrían declarar, sin mentir, que Buck no se resistió a que le detuvieran, que la multitud se dividió como el mar Rojo para dejarles pasar y que Grable se fue corriendo, dejando la pistola en el suelo.

Rocker asintió con la cabeza.

–¿Y ahora qué?

Silencio.

Rocker seguía mirándola a ella.

–¿Capitana?

–Por proponer, propondría lo mismo que en la primera reunión.

–¿Incluso después de su... mmm... desagradable experiencia de esta mañana?

–Esta mañana no ha pasado nada que me haya hecho cambiar de opinión.

Las últimas palabras fueron recibidas con un largo silencio. Grable movía la cabeza como diciendo «algunos nunca aprenden».

–Ya. ¿Me equivoco o propuso ir sola?

–Exacto. Iría a ver a Buck y le pediría su colaboración para que los suyos se fueran a sus casas a ducharse y cambiarse. A cambio le prometeríamos autorizar una manifestación. Es cuestión de tratarle con respeto y avisarle a tiempo y sin engaños.

Grable resopló con desdén. Rocker lo miró.

–¿Tiene algo que decir, capitán Grable?

–Yo he estado en el parque, señor, y le digo que Buck está loco; es un ex asesino peligroso, con unos seguidores más fanáticos que los de Jonestown. Si la capitana va sola, sin varios hombres para protegerla, se la quedarán como rehén. O algo peor.

–Con todo respeto, señor, no estoy de acuerdo con el capitán Grable. Casi ha pasado una semana, y de momento Buck y sus seguidores se han comportado razonablemente bien, sin provocar disturbios. Creo que vale la pena intentarlo.

Wentworth se había sumado al movimiento de cabezas.

–¿Doctor Wentworth? –dijo Rocker.

–Considero que el plan de la capitana Hayward tiene muy pocas posibilidades de éxito. La capitana Hayward no es psicóloga. Sus pronósticos sobre el comportamiento humano son las opiniones de una profana en la materia, y no se basan en el estudio científico de la psicología humana.

Hayward miró al jefe de policía.

–Mire, no es que me guste darme aires, pero resulta que tengo un máster en psicología forense por la Universidad de Nueva York. Teniendo en cuenta que el doctor Wentworth, si no me equivoco, es profesor ayudante en la facultad de Staten Island, de la Universidad de Columbia, no es de extrañar que nunca hayamos coincidido académicamente.

Se produjo un silencio incómodo, durante el que la capitana creyó ver que Rocker disimulaba una sonrisa.

–Me reafirmo en lo que acabo de decir –dijo Wentworth con acidez.

Rocker siguió hablando con Hayward sin hacerle caso.

–¿Ya está?

–Ya está.

–Yo le aconsejo que tenga a punto un equipo de élite y otro de paramédicos para rescatar a la capitana Hayward cuando ocurra lo inevitable –dijo Grable.

Rocker se miró las manos y arrugó la frente. Después volvió a levantar la cabeza.

–Mañana es domingo. Había decidido aprovechar la calma relativa de ese día para entrar en el parque con grandes efectivos y detener a Buck, pero no me gusta nada dar un paso así antes de haber agotado todas las alternativas. Me inclino por brindarle una oportunidad a la capitana Hayward. Si puede sacar a Buck sin gases lacrimógenos ni cañones de agua, cuenta con mi apoyo. –Se volvió hacia ella–. Hágalo a mediodía. Si no funciona, seguiremos con lo planeado.

–Gracias, señor.

Una breve pausa.

–Hayward, ¿está segura de que su plan funcionará?

–No.

Rocker sonrió.

–Lo que me apetecía oír: un poco de humildad, para variar. –Observó a los demás y volvió a mirarla– Adelante, capitana.

Setenta y dos

D'Agosta contempló el perfil impreciso de la isla que se destacaba a proa y a babor del ferry, azul y abrupta, temblando un poco bajo el sol de la mañana: Capraia, la más exterior de las islas toscanas, una cima perdida en la inmensidad del mar. Parecía irreal, como si perteneciese a otro mundo. Rotunda y obstinada, la proa de acero del ferry de la empresa Toremar cortaba las aguas turquesas hacia su destino.

Pendergast se encontraba al lado de D'Agosta. La brisa del mar despeinaba su pelo rubio, mientras la fuerte luz del sol hacía que sus delicadas facciones parecieran de alabastro.

–Una isla interesantísima, Vincent –dijo–. Hasta mediados de los años sesenta sirvió como cárcel para los criminales más peligrosos e inteligentes de Italia, capos de la mafia y fugitivos contumaces. Ahora es un parque nacional en casi toda su extensión.

–Qué sitio más raro para vivir.

–En realidad es la más atractiva de las islas toscanas. Hay un pequeño puerto, un pueblecito en un acantilado y una sola carretera, de menos de un kilómetro, entre los dos. Como no tiene playas, la isla no ha sido afeada por la construcción de edificios.

–¿Cómo dice que se llama esa mujer?

–Viola Maskelene. Lady Viola Maskelene. No he podido averiguar mucho sobre ella con tan poca antelación, porque no tiene vida pública. Parece ser que pasa los veranos en la isla y que se marcha a finales de octubre. El resto del año, si no me han informado mal, se dedica a viajar.

–Y ¿está seguro de que la encontraremos?

–No, pero prefiero arriesgarme a sorprender a nuestra presa.

–¿Presa?

–En un sentido puramente investigador. Se trata de una inglesa con mundo, y que ha viajado mucho. Como única bisnieta del gran amor de Toscanelli, es quien tiene más posibilidades de conocer los secretos de la familia.

–Puede que sea un hueso duro de roer.

–Probablemente. De ahí que lleguemos sin avisar.

–¿Qué edad tiene?

–Supongo, si mis cálculos no yerran, que se trata de una mujer madura.

D'Agosta le miró.

–¿Y la familia? ¿Cuál es su historia?

–Uno de esos novelones tórridos del siglo XIX, dignos de una ópera. La bisabuela de Viola Maskelene, una célebre belleza victoriana, contrajo matrimonio con el duque de Cumberland, que era un hombre treinta años mayor que ella, frío y de corrección irreprochable. Toscanelli la sedujo pocos meses después del matrimonio. Fue una aventura legendaria. Su unión produjo una hija ilegítima, en cuyo parto falleció la pobre duquesa. Lady Maskelene es nieta de esa niña.

–¿Y al duque? ¿Qué le pareció?

–Parece que a pesar de su frialdad era un hombre de buenos sentimientos. A la muerte de su esposa emprendió un proceso de adopción legal de la pequeña, que no heredó los grandes títulos ni las grandes fincas, pero sí un título menor y algunas tierras en Cornualles.

El ferry vibraba bajo sus pies. La isla parecía ganar peso y volumen al acercarse. Cuando dejaron de hablar, Pendergast se sacó la probeta del bolsillo y la levantó, haciendo que el sol se reflejase en las gotitas fundidas que había sacado del cadáver de Vanni durante la noche anterior.

–Aún no hemos hablado de esto.

–No, pero yo sí que he pensado.

–También yo. Quizá haya llegado el momento de que cada uno de nosotros enseñe una carta, Vincent.

–Usted primero.

Pendergast sonrió un poco y levantó un dedo.

–De eso nada. Como agente al mando, me reservo el derecho de elegir el orden.

–Conque haciendo valer sus privilegios, ¿eh?

–Ni más ni menos.

–Pues yo diría que estas gotas proceden de algún aparato cuyo mal funcionamiento llenó el cuerpo de Vanni de metal fundido y le quemó de una manera espantosa.

Pendergast asintió.

–¿Qué clase de aparato?

–El mismo que mató a los demás, aunque en el caso de Vanni parece que no funcionó y tuvieron que pegarle un tiro.

–Bravo.

–¿Y su teoría?

–He llegado a las mismas conclusiones. Vanni fue una de las primeras víctimas de un aparato mortal muy especializado. Todo apunta a que el asesino, a fin de cuentas, es de carne y hueso.

Tras bordear acantilados volcánicos batidos por el oleaje, el ferry accedió a un pequeño puerto. Las casas del muelle (una hilera de edificios en pésimo estado, con fachadas de estuco rojo y amarillo) estaban prácticamente adosadas a la montaña. El ferry hizo las maniobras necesarias para entrar en el puerto y, tras descargar un solo coche y algunos pasajeros, partió hacia su siguiente destino (la isla de Elba), dando a D'Agosta el tiempo justo para pisar tierra firme.

–Tenemos cuatro horas hasta que vuelva el ferry. –Pendergast sacó un papelito y lo leyó–: «Lady Viola Maskelene, Via Saracino, 19». Esperemos que la
signorina
esté en su casa.

BOOK: La mano del diablo
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