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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (17 page)

BOOK: La máscara de Ra
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Hatasu deslizó la mano por el brazo de la silla, rozan do con las uñas la rodilla de Senenmut.

—Meneloto fue puesto bajo arresto domiciliario —prosiguió la reina—, y llevaron el caso a tu corte.

—¿Se ha cursado una orden de busca y captura de Meneloto? —preguntó Amerotke.

—Los exploradores y los espías están avisados, pero, hasta donde sé, bien podría estar con los nómadas o los trogloditas en las Tierras Rojas.

Sethos se levantó un momento para coger un taburete y acercárselo a Amerotke, invitándole a sentarse con un ademán. El juez tomó asiento; se sentía incómodo pero, al mismo tiempo, complacido. «Esto es lo mío —pensó—. Revisar las pruebas, resolver un problema. ¿Cuánto de todo esto es verdad? ¿Si empiezo a tirar de una hebra, hasta dónde se desenrollará el ovillo, hasta dónde me conducirá?»—Meneloto es escurridizo como una anguila —opinó Senenmut, en tono jocoso—. Mi señor Amerotke, ¿quieres un copa de vino?

—Ya he bebido bastante en el banquete.

—En la sala del consejo, Amerotke, dijiste que la visita del faraón a la pirámide Sakkara era importante. Sin duda, no es algo que se te ocurrió porque sí, ¿verdad? —preguntó Sethos.

—No es algo que se me ocurriera sin un buen motivo —respondió el magistrado—. Antes de comenzar el juicio de Meneloto, leí las declaraciones. No sucedió nada destacable después de las grandes victorias del faraón en el delta. Es algo que tiene relación con lo que dijo Meneloto en su declaración escrita a la corte. Hizo referencia al júbilo demostrado por el faraón por sus magníficos triunfos pero, después de visitar Sakkara, se comportó de una manera mucho más callada, incluso retraído. También se habló de lo mismo en la reunión del círculo real.

—Es verdad —confirmó Sethos—. Aunque, cuando el faraón regresó a la
Gloria de Ra
, yo y los demás emprendimos el viaje a Tebas para preparar su llegada.

—Mi señora, alteza —dijo Amerotke, sonriente—. ¿Por qué el divino faraón desembarcó en Sakkara? Sin duda, no sería sólo para ver las pirámides, ¿verdad?

—En una carta que me escribió inmediatamente después de su victoria —contestó Hatasu—, mencionó que había recibido un mensaje, una misiva especial de Neroupe, el custodio y sacerdote de los templos mortuorios alrededor de las grandes pirámides en Sakkara; Neroupe era uno de los más leales partidarios de mi padre.

—He oído hablar de él —comentó Amerotke—; era un erudito. Estaba escribiendo una historia de Egipto. Le conocí en una ocasión durante una visita al Salón de la Luz en el templo de Maat.

—Neroupe cayó enfermo —añadió Hatasu—. Era un hombre muy anciano. Cuando el divino faraón llegó a los templos de Sakkara, Neroupe ya había muerto.

—¿Qué ocurrió después?

—La embarcación real fue llevada hasta la orilla —respondió Sethos—. El general Omendap confirmará estos detalles. El divino faraón desembarcó para dirigirse tierra adentro.

—¿Fuiste con él?

—No, me quedé en la nave con el visir, Bayletos y los demás. El divino faraón siempre me pedía que vigilara a sus funcionarios.

—¿Qué más?

—El divino faraón viajó sólo. No. —Hatasu levantó un dedo—. Lo acompañaron Ipuwer, Amenhotep y un destacamento de la guardia real, no eran más de media docena. Permanecieron tres días en Sakkara.

—¿Meneloto los acompañó?

—Sí, Meneloto fue con ellos —admitió Sethos, con una expresión agria—. Era su deber cuidar la persona del faraón. Por lo que tengo entendido no ocurrió gran cosa: el divino faraón se alojó en casa de Neroupe, visitó los templos, los santuarios y las tumbas de sus antepasados; después regresó a la embarcación real.

—¿Le comentó a alguien lo que había ocurrido? —preguntó el magistrado.

El fiscal del reino negó con un ademán.

—Al día siguiente salí para Tebas en una barcaza. Traje cartas para su alteza y otros miembros de la familia. A mí y a los demás se nos encomendó que nos encargáramos de preparar el recibimiento al faraón.

Amerotke se cruzó de brazos. Recordó la ciudad de Sakkara con las grandes tumbas y mausoleos construidos centenares de años atrás como monumentos, los símbolos del poder y la gloria de Egipto. Ahora, desde que la corte real se había trasladado a Tebas, se había convertido en un lugar desolado y ruinoso, encajado entre los campos verdes a las orillas del Nilo y las ardientes arenas de las Tierras Rojas. Se sintió orgulloso, porque tenía razón: Tutmosis, Amenhotep e Ipuwer habían visitado los santuarios. Todos habían muerto mientras que Meneloto se enfrentaba a cargos muy graves y ahora había desaparecido. ¿O lo habían asesinado? ¿Quién estaba detrás de todo esto? ¿Rahimere y su facción? ¿Hatasu y Senenmut? ¿Era el amante de Hatasu? ¿Acaso su relación había comenzado mientras el divino faraón se encontraba lejos, dedicado a luchar contra los enemigos de Egipto?

—¿Mi señora?

Hatasu conversaba en voz baja con Senenmut. La reina se volvió.

—Dime, mi señor Amerotke. Creía que estabas durmiendo.

—¿El divino faraón te escribió? ¿O en los pocos minutos que estuvo con vida en el templo de Amón-Ra, mencionó que algo le preocupaba?

—Recibí una carta escrita inmediatamente después de abandonar Sakkara —manifestó Hatasu—. Hablaba de sus grandes victorias, e incluía frases para mí y para su hijo. Lo mucho que deseaba llegar cuanto antes a Tebas. —La mujer mantuvo el rostro inexpresivo para ocultar la mentira—. Pero nada más.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Senenmut con voz áspera—. Amerotke, queremos que investigues todas esas muertes. De Ipuwer sabes tanto como nosotros, el comandante metió la mano en la bolsa y acabó mordido por la víbora, no sabemos cómo ocurrió. En cuanto a Amenhotep —el supervisor de las obras públicas levantó las manos en un gesto de impotencia—, ese es un asunto que te toca desentrañar. Tienes nuestra autoridad para actuar.

«Senenmut —pensó Amerotke— dice "nosotros" y "nuestra" como si ahora fuese el gran visir de Hatasu, su primer ministro de Estado». Miró a la reina quien le devolvió la mirada con frialdad. «Eres un zorra muy pícara —se dijo el magistrado— y en mi arrogancia te he juzgado mal, pues eres mucho más peligrosa y sutil de lo que creía. Hay cosas que no me dices, y en realidad no quieres que investigue. Esto no es más que una excusa, una mentira, un gesto de cara al público. El verdadero juego tendrá lugar aquí, en el palacio. En cuanto consigas hacerte con el poder, te olvidarás del tema, y si fracasas, ¿a quién le importará?» —Tienes nuestro permiso para retirarte.

Amerotke se levantó, se despidió con una inclinación de cabeza y abandonó la habitación de Hatasu. Llegó a la sala de las columnas que se veía desierta. Habían apartado los cojines y las sillas, pero en la mesa estaban los platos y las copas. Vio que en el exterior ya era de noche. Escuchó el entrechocar de las armas de los centinelas, y por un momento pensó en Norfret, que ya debía estar de regreso en su casa, y se preguntó si lo mejor no sería ir a reunirse con ella. Recordó la cabeza cortada de Amenhotep, y, por supuesto, al pobre Shufoy, que seguramente le esperaba en algún lugar cercano a las puertas del palacio.

—Mi señor Amerotke.

El juez, sobresaltado, miró alrededor y advirtió la presencia de Omendap, de pie en las sombras, al abrigo de una columna.

—Nunca se me hubiera ocurrido que fuerais un gato, mi señor general, que vigila sigilosamente desde las sombras —comentó Amerotke, con un tono burlón, mientras saludaba al militar con un gesto—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Me esperabais a mí o es que deseáis hablar en privado con la señora Hatasu?

Omendap pasó la pequeña hacha de plata de una mano a otra con actitud nerviosa. Sujetó a Amerotke por el brazo y lo empujó suavemente hacia la puerta.

—¿Habéis decidido a cuál de las facciones daréis vuestro apoyo, mi señor Amerotke?

—No, no lo he hecho. Estoy aquí para investigar unas muertes, incluida la de uno de vuestros oficiales superiores.

—Aquí estamos seguros —anunció el general, en cuanto llegaron a la puerta. Golpeó la hoja con los nudillos—. La madera es gruesa y nos encontramos bien lejos de cualquier espía en el balcón o en el jardín.

—¿Qué queréis decirme?

—Quería hablaros de vuestros comentarios sobre el viaje del divino faraón a Sakkara, donde fue para unos tres días. Supongo que ya os lo habrán dicho, ¿no es sí? Bien —añadió atropelladamente—, le pregunté a Ipuwer a su regreso qué había ocurrido. Ipuwer me respondió que no había sucedido nada extraordinario excepto que el faraón había salido por la noche. Ipuwer se quedó mientras que Amenhotep y Meneloto le acompañaban.

—¿Los comportamientos de Meneloto o de Ipuwer mostraron algún cambio después del regreso del faraón?

Omendap meneó la cabeza.

—Os hablaré de hombre a hombre, Amerotke. El divino faraón era epiléptico; tenía visiones y sueños. Soy un soldado, combato a sus enemigos y él puede hacer lo que quiera. Si desea salir por la noche para hacer un sacrificio o para rezar a las estrellas, es asunto suyo.

—Entonces, ¿por qué tuvo que morir Ipuwer?

—No lo sé, y por eso estoy aquí. Era uno de mis oficiales: valiente como león, leal, y con un corazón enorme. —En los ojos de Omendap brillaron las lágrimas—. Tendría que haber muerto con la espada en la mano, y no mordido como una vieja en una sala de consejo.

—¿Eso es todo lo que tenéis que decirme? —preguntó Amerotke, alerta ante la posibilidad de que la conversación derivara hacia algo que se pudiera considerar una traición.

—No, he venido para deciros dos cosas. —Omendap se mordió el labio inferior—. O, mejor dicho, tres. —Se acercó tanto al juez que Amerotke olió su aliento a cerveza—. Pero antes de hacerlo, mi señor Amerotke, permitid que os diga con toda franqueza que mi lealtad y la de mis oficiales continúa dividida. Sin embargo, si descubro quién asesinó a Ipuwer, eso nos decidirá. Si hay que llegar al derramamiento de sangre —Omendap apoyó el hacha de plata contra el pecho de Amerotke—, ni el cargo ni las amables charlas durante las cenas salvarán a nadie.

—Primero ibais a decirme dos cosas —señaló Amerotke, con un tono frío—, después habéis cambiado a tres. Mi señor general, tengo prisa.

—No pretendía amenazaros.

—No creo que lo pretendierais. ¿Cuáles son las tres cosas?

—En primer lugar, Ipuwer no cambió después de la visita a Sakkara, aunque si lo hizo Amenhotep, quien prácticamente dejó de asistir a las reuniones del consejo real. Las pocas veces que apareció lo hizo en un estado lamentable; llegué a pensar que estaba borracho. En segundo lugar, Ipuwer no informó de nada excepcional excepto de eso.

Omendap abrió la pequeña bolsa de cuero sujeta a la faja, sacó una estatuilla roja y se la entregó a Amerotke. El juez se acercó a una de las lámparas de alabastro para verla mejor, pues no era más grande que un dedo pulgar. Reproducía la figura de un hombre, un prisionero con las manos atadas a la espalda con un cordel rojo. También tenía amarrados los tobillos.

—El cordel rojo de Montu, el dios de la guerra —comentó.

—Sí, así es —afirmó Omendap—; reproduce la manera como los sacerdotes atan a los cautivos antes de ejecutarlos.

—Brujería. La obra de algún vendedor de amuletos o de un santón.

—Es un aviso —explicó el general—. Una advertencia del pelirrojo Set, el dios de la destrucción. No es sólo un trozo de arcilla. Casi sin ninguna duda está hecho con barro de una tumba, mezclado con sangre menstrual y cagadas de mosca: es una ofrenda a un demonio.

—¿Ipuwer recibió esto?

—¡No, algo parecido! —Omendap le arrebató la estatuilla—. ¡Ése es el tercer asunto! Esta noche, cuando he entrado en el palacio, alguien me ha puesto en la mano esta porquería!

—¿Sabéis por qué os la enviaron?

—No. —Omendap guardó la figura en la bolsa—. ¡Haré que la destruyan en un fuego sagrado! Aunque no servirá de nada. —Tragó saliva—. ¡Es una maldición tan vieja como Egipto, una llamada del ángel de la muerte!

C
APÍTULO
IX

A
merotke dejó a Omendap. Al salir de la sala, bajó las escalinatas hasta la gran explanada delante del palacio. Allí abundaban los mercenarios, vestidos con las armaduras de sus regimientos; los shardana de rostros largos y afilados con los yelmos con cuernos; los dakkari con tocados a rayas y rodelas colgadas a las espaldas; los radu con largas capas y cintos bordados, los pendientes y collares resplandecientes a la luz de las antorchas, las pieles negras cubiertas con tatuajes azules; los shiris, con gorras, armados con arcos de hueso cortos; los nubios, negros como la noche, con los taparrabos de piel de leopardo y los tocados de plumas. Todos haraganeaban en los pórticos o cerca de las paredes del palacio con las armas apiladas siempre a mano. Miraron a Amerotke con expresiones de malhumor mientras el juez se abría paso con una sonrisa cortés y palabras amables. Los mercenarios sólo se apartaban cuando veían el pectoral y el anillo del cargo.

La tensión era palpable: las tropas regulares estaban al mando de Omendap y marcharían cuando él les diera la orden. En cambio, los mercenarios respondían a las órdenes de Rahimere y él los hacía avanzar poco a poco, como una manera de presionar a los ocupantes del palacio. Mientras los regimientos de élite y los escuadrones de carros de guerra continuaran leales a la corona, estos auxiliares, que sólo peleaban por dinero, no moverían un dedo.

Amerotke llegó a las puertas de la muralla y volvió la vista. Si Rahimere decidía atacar, se dijo, el palacio caería en el acto. La revuelta se propagaría como el fuego, y la chusma abandonaría las misérrimas viviendas junto al río para lanzarse al saqueo. ¿Qué podría hacer él? No se impartiría justicia y la masa sin ninguna duda atacaría las residencias y mansiones en las afueras de la ciudad. No habría ningún santuario seguro. Amerotke pensó en sus amigos en Menfis e incluso en los comandantes de las guarniciones río abajo; tenía que hacer planes.

Amerotke abandonó los terrenos del palacio y caminó por la ancha avenida. Las antorcha, atadas a los postes, disipaban la oscuridad, ayudadas por la luz de la luna llena que flotaba como un disco de plata en el cielo azul oscuro. No percibió ninguna tensión en el lugar. La muchedumbre noctámbula, como de costumbre, estaba más preocupada con las compras y las ventas, aprovechándose del buen tiempo y la promesa de excelentes cosechas. Un grupo de sacerdotes vestidos de blanco pasó por su lado, con el estandarte de Amón-Ra en la vanguardia. Los escoltaban unos cuantos mercenarios, Amerotke se detuvo para permitir el paso de una procesión funeraria. Los miembros de una familia que había perdido a su gato se habían afeitado las cejas, como dictaba la costumbre, y llevaban la momia del animal en un ataúd hasta el Nilo para transportarlo hasta la necrópolis de los gatos en Bubastis. La familia había alquilado plañideras profesionales que se echaban cenizas sobre las cabeza, y caminaban delante de la procesión, levantando grandes nubes de polvo. Las plañideras no interrumpían ni un instante sus conmovedores sollozos e imploraban a los dioses que el gato viajara al oeste y que, cuando llegara la hora, se reuniera en el paraíso con sus amos.

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