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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (19 page)

BOOK: La máscara de Ra
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La anciana estaba otra vez junto a la puerta y contemplaba el exterior. Amerotke se acercó.

—¿Amenhotep no te dijo nada?

—Ni una palabra, mi señor. Comía muy poco, pero bebía mucho vino; algunas veces dormía; otras se quedada sentado en su habitación hablando consigo mismo.

Amerotke recordó la cabeza cortada que le habían entregado a Rahimere como un macabro regalo durante el banquete. La cabeza no estaba rapada, y las mejillas y el mentón mostraban la barba de varios días. Amenhotep no se había tomado siquiera la molestia de purificarse, la primera obligación de todo sacerdote.

—¿Leyó el mensaje? —insistió Amerotke.

—Lo leyó. —A la vieja se le quebró la voz—. Después se acercó a una de las lámparas y lo arrojó a las llamas. Por la tarde se puso una capa, cogió su bastón y se marchó sin decir palabra.

—¿Me dejas ver su habitación?

La criada lo llevó de vuelta a la casa y subieron las escaleras. Los aposentos privados estaban sucios, desordenados y apestaban como si el sacerdote no se hubiera preocupado de utilizar la letrina, y en vez de eso, hubiera orinado por los rincones. En el dormitorio había restos de comida por todas partes. Amerotke hizo una mueca de desagrado al ver cómo dos ratas, que estaban sobre un taburete acolchado, huían en busca de refugio. Esperó mientras la vieja encendía varias lámparas de aceite. Era obvio que Amenhotep, en sus buenos tiempos, había disfrutado de una vida de lujos: la cama, hecha de sicómoro, tenía el cabezal con incrustaciones de oro; las sillas y los taburetes estaban taraceados con marfil y ébano; y los cojines eran de las telas más finas. En las mesas y las estanterías había copas de oro y plata, alfombras de pura lana cubrían el suelo, y los tapices adornaban las paredes. Amerotke abrió un pequeño cofre lleno de turquesas y otras piedras preciosas procedentes de los yacimientos en el Sinaí; otro cofre contenía algunos deben de oro y plata, brazaletes, pulseras, pectorales y collares de gemas.

—Todo esto no significaba nada para él —se lamentó la anciana—, nada en absoluto. Acostumbraba a ir al lago de la Pureza, está en el jardín; y se bañaba tres
veces
cada día. Sin embargo, en los últimos días ni siquiera se cambiaba de túnica.

Amerotke recogió un rollo de papiro y abrió el broche. Se trataba de una hermosa copia del Libro de los Muertos, algo que todos los sacerdotes conocían y estudiaban cuidadosamente. Contenía las oraciones y preparativos que el alma necesita en su viaje a través de los aposentos del mundo subterráneo, donde es juzgada por Osiris y los otros dioses. Estaba escrito con los preciosos jeroglíficos del «Medu Nefter», el lenguaje de los dioses. Amenhotep, en su aparente desvarío, había cogido una pluma y, con tinta roja y verde, tachado los símbolos y desfiguró las bellas pinturas. Una y otra vez había escrito en el margen los jeroglíficos correspondientes a los números uno y diez.

El magistrado dejó el rollo en la cama y se acercó a la ventana. Lo hizo con muchas precauciones, con la mirada puesta en el suelo; una habitación como ésta, llena de restos de comida, resultaba una tentación para las serpientes y otros peligros. Contempló el cielo nocturno. ¿Qué había provocado esta transformación? ¿Amenhotep se había vuelto loco? Eso parecía. ¿Qué había llevado a esta situación a un sacerdote rico y arrogante? Había abandonado hasta los ritos más elementales, se había despreocupado de los dioses y de sus obligaciones en el templo. ¿Se debía a la muerte del faraón, o a alguna otra causa? ¿Había sucedido algo mientras el faraón viajaba desde Sakkara? Miró por encima del hombro. La anciana sirvienta había cogido un plato de oro con gemas en el borde y removía los restos de comida con una expresión desdeñosa.

—¿El cambio se produjo después de su regreso a Tebas? —preguntó Amerotke.

—Sí. Desconozco el motivo. —La vieja se sorbió los mocos—. Sólo quería comer cordero y cebollas.

—Pero eso les está prohibido a los sacerdotes; los mancilla, los convierte en impuros.

—Se lo dije a Amenhotep pero él se rió. Dijo que quería llenarse la barriga con cordero y cebollas, y que no comería otra cosa. —Miró al juez con el rostro empapado de lágrimas—. ¿Por qué murió, mi señor? Oh, era un presuntuoso —añadió—, pero también era muy bueno. Me traía regalos.

—¿Recibió alguna visita?

—Sólo una. No, no. —La vieja dejó caer el plato—. ¿Dónde está? —Se acercó a un rincón mal iluminado—. A primera hora de esta mañana. Duermo muy poco, me encanta ver la salida del sol, es un espectáculo glorioso ver al señor Ra en su barca iniciar su viaje a través del cielo.

—¿Encontraste alguna cosa?

—Sí. Fui a la entrada y abrí la puerta para ver si habían dejado algo: comida fresca, provisiones y vino. Mi amo siempre insistía en tener la copa llena. Encontré una bolsa pequeña de tela atada con un cordel rojo. —La voz de la anciana sonó a hueca mientras se agachaba para buscar en las sombras—. Se la traje a mi amo y él la abrió. ¡Sí, aquí está!

Se acercó para entregarle a Amerotke una figurilla de cera que reproducía a un hombre ligado de pies y manos con un cordel rojo.

—¿No sabes qué es esto?

La vieja forzó la mirada para ver mejor la figurilla.

—Es una muñeca —respondió—, el juguete de alguna niña.

Amerotke dejó el objeto sobre una mesa.

—Sí —asintió, exhalando un suspiro. Apoyó una mano sobre el hombro de la criada—. Pero quémala —añadió en voz baja—. ¡Limpia esta habitación y quema la muñeca!

Bajó las escaleras y salió al jardín. Shufoy se encontraba en la puerta, con su atillo de baratijas bien protegido.

—El corazón de un hombre se purifica si espera con paciencia —recitó el enano.

—O durmiendo plácidamente todo una noche —replicó Amerotke—. Nos vamos, Shufoy.

El sirviente abrió la puerta y salió detrás del juez. Mantuvo la cabeza gacha, pues no quería que su amo advirtiera su preocupación por lo sucedido. Mientras esperaba a su amo, Shufoy decidió darse una vuelta por el jardín para ver si encontraba algo que valiera la pena llevarse. Pero apenas emprendió el paseo, llamaron a la puerta y se apresuró a regresar, preocupado por la seguridad del envoltorio que había dejado en la entrada. La persona que había llamado iba vestida de negro; le entregó un paquete pequeño, al tiempo que le decía con un tono imperioso: «¡Para tu amo!».

El desconocido se marchó inmediatamente. Shufoy, impulsado por su insaciable curiosidad, desanudó el cordel rojo. En su rostro se dibujó una expresión de horror mientras contemplaba la figurilla con los tobillos y las muñecas atadas como un prisionero preparado para el sacrificio. Comprendió en el acto lo que era aquello: una amenaza, un mensaje del dios Seth. ¡Habían marcado a su amo para la destrucción! Sin vacilar, aplastó la figurilla contra el suelo. Como decían los proverbios: «La curiosidad no se puede explicar» y «No es obligación del sirviente destrozar la armonía en el corazón de su amo».

En la entrada de la gran caverna que había en el extremo más lejano del valle de los Reyes con vistas a la polvorienta extensión, el asesino, el devoto de Seth, permanecía sentado, con las piernas en posición de flor de loto, contemplando la noche. La caverna era muy antigua, con las paredes cubiertas de extraños símbolos. Se la conocía como uno de los santuarios de Meretseger, la vieja diosa serpiente, pero ahora estaba vacía. El viejo sacerdote, el mismo que había hablado con tanta claridad ante Amerotke, yacía en un rincón, con la garganta abierta de oreja a oreja, la cabeza aplastada, la sangre como un gran charco oscuro y pegajoso alrededor de su cuerpo esquelético. El asesino alimentó el fuego con trozos de estiércol seco. Tenía que mantener la hoguera bien viva porque más allá de la saliente rocosa se extendían las Tierras Rojas, la guarida de leones, chacales y las grandes hienas cuyos aullidos rasgaban la noche. Desvió la mirada un momento hacia la lanza, el arco con la forma de una cornamenta de búfalo y la aljaba llena de flechas que tenía a su lado. El fuego podía mantener alejadas a las hienas pero las flechas representaban una seguridad añadida, una protección contra los voraces criminales de la noche.

El asesino se acercó un poco más a la hoguera y miró las estrellas más allá de la boca de la caverna, mordisqueó un trozo de sandía y contempló el cadáver. Había hecho su sacrificio a Horus: una garza, y ahora este viejo sacerdote. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Luego invocó a los seres grotescos del mundo subterráneo: el bebedor de sangre del matadero, los devoradores junto a las balanzas, el gran destructor, el comedor de sangre, el quebrantahuesos, el devorador de sombras, el pregonero del combate. Rezó para que Sekhmet, la diosa leona, y Seth, el dios de las tinieblas, la muerte y la destrucción, escucharan su llamada y enviaran a los demonios en su ayuda.

Un poco más allá del cadáver del anciano estaban los cuerpos de dos babuinos sacrificados como ofrenda a los asesinos en las sombras. Recitó los nombres de sus enemigos, implorando a los dioses del mundo subterráneo que los inscribieran en las listas de aquellos que morirían antes de acabar el año. Tenía que hacerlo. En caso contrario, Egipto no se salvaría, ni los dioses estarían protegidos. ¿Qué importancia tenía si sus actos provocaban el caos durante un tiempo? Sin embargo, debía ser astuto además de despiadado. ¡Sobre todo con Amerotke! ¡Con él no serviría la súbita mordedura de una víbora! El asesino contempló la destrucción que había provocado y agachó la cabeza como una muestra de agradecimiento. Escuchó los gritos de las hienas. Eran la respuesta a sus plegarias: ahora sabía cómo acabar con el justo y siempre inquisitivo juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.

C
APÍTULO
X

H
atasu se dio la vuelta en la cama y echó una ojeada a su alcoba. Las débiles llamas de las lámparas de aceite casi vacías hacían saltar las sombras, y las pinturas que adornaban las paredes parecían cobrar vida. Cogió un abanico de plumas de avestruz y se abanicó suavemente, gozando de la perfumada frescura sobre el rostro y el cuello. Las sábanas manchadas de sudor estaban hechas un ovillo a los pies de la cama con incrustaciones de ébano. Las hizo caer al suelo con un movimiento de sus largas piernas cuando se levantó. Se abrió paso entre las copas de oro dispersas por el suelo y a punto estuvo de tropezar con un ánfora de color azul, donde aún quedaba un poco de vino. Había varias túnicas y faldas hechas de un tela finísima y bordadas con hilos de oro. Vio una jarra de ungüento perfumado. Hatasu sonrió mientras leía la inscripción escrita con jeroglíficos dorados en el borde: «¡Vive un millón de años, amada de Tebas! Con tu rostro vuelto hacia el norte y tus ojos llenos de amor».

La reina se quitó la peluca sujeta con una diadema, la gargantilla de lapislázuli, los pendientes de oro. Miró por encima del hombro a Senenmut, que dormía a pierna suelta en el lecho, con su cuerpo membrudo y musculoso bañado en sudor. Había demostrado ser un auténtico semental en el amor: fuerte y poderoso. Habían bebido vino en las copas de oro y Hatasu había bailado para él, ataviada con las joyas y los vestidos de la esposa del faraón. Después, Senenmut la había poseído sin miramientos, con crueldad, tumbándola en el lecho para penetrarla brutalmente como si quisiera inundarle el cuerpo con su simiente. Volvió a la cama y acarició suavemente la nariz de Senenmut con la yema del dedo. ¿La amaba? ¿Por eso la había poseído una y otra vez? ¿O lo había hecho porque ella era una princesa de sangre real, la viuda del faraón, y al conquistarla, se había apoderado de Egipto, conseguido tierras y posición, todo lo que ansiaba ese ambicioso cortesano? ¿Podía confiar en él? ¿Sería el chantajista? ¿Era él el personaje anónimo que le enviaba los pequeños rollo de papiro con las amenazas, las advertencias y las instrucciones? Si lo era… Hatasu se inclinó un poco más para pasar el dedo por la garganta de Senenmut. ¡Si este hombre la traicionaba, bailaría para él, lo atiborraría con los más finos manjares y el mejor vino, gozaría con él como una gata en celo y, cuando estuviera dormido, le cortaría la garganta! Hatasu sonrió mientras se imaginaba la escena. Recordó la matanza de los prisioneros cuando el divino faraón regresó del delta. En aquella ocasión había estado a punto de desmayarse, pero ahora estaba dispuesta a chapotear por un mar de sangre para conseguir lo que era suyo. Mandaría a decapitar a Rahimere, a Omendap y a todos los demás y ordenaría colocar sus cabezas en la Casa de las Calaveras.

Hatasu se tumbó boca arriba y contempló el techo adornado con estrellas. ¿Qué había provocado el cambio? ¿Había sido la amenaza? ¿El encontrarse sola? ¿Era la perspectiva de ser enviada a la Casa de las Mujeres, a la Casa de la Reclusión? ¿Engordar y ver pasar los años entreteniendo su ocio con la pintura y el bordado mientras escuchaba los maliciosos cotilleos de la corte? ¿Había algo más? ¿Era ella un hombre encarnado en el cuerpo de una mujer? Recordó a la joven esclava con la que había mantenido una relación íntima antes de su matrimonio con Tutmosis. ¿O era porque se creía a pie juntillas que ella encarnaba Egipto? Así era como la llamaba su padre. El viejo y curtido guerrero la cogía entre sus brazos, la apretaba contra su pecho y la llamaba su pequeña Egipto. «¡Porque tú representas —le decía—, toda su gloria, su hermosura y su grandeza!».

Hatasu continuó abanicándose. Todo aquello era agua pasada. Su padre, su marido, se habían marchado al oeste, a la Casa de la Eternidad, y estaba sola. ¿Cuáles eran las amenazas? ¿Quién era el chantajista? ¿Cómo, en nombre de todos los dioses, se había enterado del secreto que su madre le había susurrado mientras se consumía de fiebre en su lecho de muerte? ¿Por qué había esperado hasta ahora para amenazarla? Las advertencias comenzaron muy poco antes del regreso de Tutmosis a Tebas. ¿Pretendía el chantajista controlarla, y a través suyo, controlar Egipto? ¿Acaso pretendía retirarla de la vida pública? ¿Era esto obra de Rahimere, Bayletos y todos aquellos sonrientes y mojigatos sacerdotes que se reunían en las habitaciones secretas de los templos para urdir sus traiciones? ¿O acaso era obra de Omendap y sus oficiales? El divino faraón siempre había sentido una gran afición por los jóvenes soldados. ¿Qué pasaría ahora? Todo esto era como un juego donde cada bando tenía sus piezas y las movía. Ella controlaba los palacios, Rahimere controlaba los templos, y ahora faltaba saber cuál sería el movimiento de los soldados.

La reina dejó el abanico. Era como esperar que se desatara la tormenta, aquellos súbitos y violentos aguaceros cuando los negros nubarrones tapaban por completo el cielo de Tebas. Senenmut le había informado de lo que estaba ocurriendo. Los espías y los exploradores comentaban que habían visto a los jinetes libios en las Tierras Rojas mucho más al este de lo que era habitual. El virrey de Kush se lamentaba de que los nubios hubieran dejado de pagar los tributos y de que las guarniciones y fortines más allá de la Primera Catarata se encontraban aisladas. Las patrullas egipcias habían sido víctimas de emboscadas. Pero ¿se avecinaba algo peor? Senenmut insistía en hablar del norte; ni uno solo de sus espías y exploradores había vuelto de aquella región. Le había descrito con toda claridad los peligros reales que amenazaban a Egipto: los etíopes, los libios y los nubios eran un incordio; molestos como las moscas que ahora volaban alrededor de las lámparas de aceite. En cambio, ¿qué pasaría si los mitanni, el gran poder asiático que ambicionaba las tierras de Canaán, avanzaban hacia el oeste? Podían enviar un ejército a través del Sinaí, y capturar las minas que abastecían a Egipto de oro, plata y piedras preciosas. Si avanzaban deprisa cabía la posibilidad de alcanzar el delta y tomar las ciudades del norte. ¿Qué sucedería entonces? Senenmut se lo había explicado valiéndose de un mapa rudimentario que dibujó en un trozo de papiro.

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