La Muerte de Artemio Cruz (35 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—Mamá, usted no sabe…

La mirada de la vieja heló la voz del hijo. (—¿Qué? ¿Que nada podía durar? ¿Que aquella fuerza se fundaba en las puras galas, en una injusticia que debía perecer a manos de otra injusticia? ¿Que los enemigos a quienes mandamos fusilar para seguir siendo los amos; que los enemigos a quienes tu padre mandó cortar la lengua o las manos para seguir siendo el amo; que los enemigos a quienes tu padre arrebató las tierras para empezar a ser el amo pasaron un día victoriosos y prendieron lumbre a nuestra casa; pasaron un día y nos quitaron lo que no era nuestro, lo que teníamos por nuestra fuerza y no por nuestro derecho? ¿Que a pesar de todo tu hermano se negó a aceptar la disminución y la derrota y siguió siendo Atanasia Menchaca, no allá arriba, lejos del escenario, como tú, sino acá abajo, entre sus siervos, dando la cara al peligro, violando a las mulatas y a las indias y no como tú, seduciendo a las mujeres dispuestas? ¿Que de los mil coitos feroces, descuidados, rápidos de tu hermano debía quedar una prueba, una, una, de su paso por nuestra tierra? ¿Que de todos los hijos regados por Atanasia Menchaca a lo largo de nuestras posesiones, uno debía haber nacido cerca? ¿Que el mismo día que nació su hijo en una choza de negros —como debió nacer, hasta abajo, para demostrar otra vez la fuerza del padre— Atanasia fue… )

En los ojos de Ludivinia, el señor Pedrito no adivinó las palabras. La mirada de la vieja, desprendida del rostro gastado, flotó como una ola de mármol sobre el líquido caluroso de la recámara. El hombre de las ropas apretadas no necesitó escuchar la voz de Ludivinia.

(—No me reproche usted nada. También soy su hijo… Mi sangre era la misma de Atanasia… entonces, ¿por qué, esa noche… ? A mí sólo me dijeron: «El sargento Robaina, de la vieja tropa santanista, ha encontrado eso que ustedes tanto han buscado, el cadáver del Coronel Menchaca, en el cementerio de Campeche. Otro soldado, que vio dónde enterraron sin losa a tu padre, se lo dijo al sargento cuando lo mandaron de guarnición al puerto. Y el sargento, burlando a la comandancia, robó de noche los huesos del coronel Menchaca y ahora aprovecha que los trasladan a Jalisco para pasar por aquí y entregarles los restos. Los espero a ti y a tu hermano esta noche, pasadas las once, en el claro de la selva a dos kilómetros de la entrada del pueblo, allí donde estaba antes el poste para colgar a los indios rebeldes." ¿No que tan ladino? Atanasia lo creyó igual que yo; se le llenaron los ojos de lágrimas y nunca dud6 del recado. Ay, ¿para qué habré venido a Cocuya aquella temporada? Sí, porque me empezaba a escasear el dinero en México y Atanasia nunca me negó nada; hasta prefería que anduviera lejos de aquí, porque él quería ser el único Menchaca de la región, el único guardián de usted. Había esa luna roja de la época más calurosa cuando llegamos a caballo al lugar. Allí estaba el sargento Robaina, a quien recordábamos de niños, apoyado contra aquel percherón. Los dientes le brillaban como arroz, igual que los bigotes blancos. Le recordábamos desde niños. Siempre había acompañado al general Santa Anna y había tenido fama de domador de potros; siempre se había reído así, como si él mismo fuera parte de una broma colosal. y allí venía, sobre el lomo del percherón, la bolsa sucia que esperábamos. Atanasia lo abrazó y el sargento se rió como nunca; hasta chifló de risa, y es cuando salieron de la maleza los cuatro hombres, bien brillantes bajo la luna, porque andaban todos de blanco. "¡Las ánimas benditas!" —gritó con su voz risueña el sargento—, ¡las ánimas benditas pa' los que no se contentan con haber perdido y andan queriendo recobrarlo!" y luego cambió de cara y también avanzó hacia Atanasia. Nadie se fijó en mí, se lo juro; no más avanzaban mirando a mi hermano, como si yo no existiera; y ni siquiera sé cómo pude subirme al caballo y correr fuera de ese círculo maldito de los cuatro hombres que avanzaban con los machetes fuera del cinto, mientras Atanasia me gritaba con una voz entre ronca y serena: "Regresa, hermano, recuerda lo que te llevas», y yo sentía la culata pegándome contra la rodilla, pero ya no pude ver cómo los cuatro hombres fueron acercándose a Atanasia y primero le cintarearon las piernas y luego lo hicieron pedazos, allí bajo la luna, para que todo fuera en silencio. ¿Qué ayuda iba yo a pedir en la hacienda, si lo sabía bien muerto y además por los muchachos del nuevo cacique que necesitaba matar a Atanasia tarde o temprano para serlo de veras? Ya desde entonces, ¿quién se iba a oponer a él? Ya ni quise enterarme de la nueva cerca levantada, al día siguiente, por el amo que nos había derrotado sobre tierra nuestra. ¿Para qué? Los trabajadores se pasaron, sin chistar, a él; peor que Atanasia no debía ser. Y como para decirme que me quedara quieto, allí se pasó el pelotón federal toda una semana, sin moverse, en los nuevos linderos. ¿Cómo me iba a mover? Bastante tenía que agradecerles con que me la hubieran perdonado. Y por algo, al mes, el general Porfirio Díaz visitó la nueva casa grande de la región. Ni la burla perdonaron. Con el cadáver mutilado de Atanasia me entregaron unos huesos de vaca, una gran calavera con cuernos: lo que el sargento traía en su mochila. Yo sólo colgué aquella escopeta cargada a la entrada de la casa, ¿quién sabe?, como un acto de homenaje al pobre Atanasia. De veras que esa noche… nunca se me ocurrió que yo la llevaba cruzando la montura, aunque la culata me golpeaba la rodilla, durante esa cabalgata tan larga, mamá, se lo juro, tan larga… )

—Allí nunca se ha de entrar —dijo Lunero y se levantó de su danza de terror y congoja, de su despedida silenciosa en la última tarde junto al niño; serían las cinco y media y el enganchador no debía tardar.

—Trata de meterte tierra adentro —le dijo ayer—. Trata no más. Tenemos algo mejor que sabuesos y ésos son todos los desgraciados que prefieren entregar a un peón rejego a saber que alguno se salvó de correr la misma suerte de ellos.

No; hacia la costa corrían los pensamientos de Lunero, encarcelado, al fin, por un terror y una nostalgia. ¡Qué grande lo vio el niño cuando el mulato se puso de pie y observó la corriente rápida del río hacia el Golfo de México! ¡Qué altos le sabían sus treinta y tres años de carne canela y palmas rosadas! Los
ojos
de Lunero estaban en la costa y sus párpados parecían pintados de blanco, no por la edad que así aclara la mirada de la raza, sino por la nostalgia que es otra edad, más vieja, hacia atrás. Allá estaba la barra que quebraba la salida del río y teñía con una mancha parda la primera frontera del mar. Pero más lejos, empezaba el mundo de las islas y después se llegaba al Continente donde uno como él podía perderse en la selva y decir que había regresado. Atrás quedaban la sierra, los indios, la meseta. Hacia atrás no quiso mirar. Respiró hondo y miró' hacia el mar como hacia un encantamiento de libertad y plenitud. El niño soltó los amarres del pudor y corrió hacia el mulato; su abrazo sólo alcanzó las costillas de Lunero.

—No te vayas, Lunero…

—Niño Cruz, por Dios; ¿qué se va a hacer?

El mulato turbado acarició el pelo del muchacho y no pudo evitar esa felicidad, esa gratitud, ese momento que siempre temió tan doloroso. El niño levantó el rostro:

—Tengo que hablarles y decirles que no te puedes ir…

—¿Allá adentro?

—Sí, en la casa grande.

—No nos quieren allí, niño Cruz. No vayas a entrar nunca: Ven, vamos a seguir trabajando. Todavía en muchos días no me iré. Quién sabe si no me tenga que ir nunca.

El río rumoroso de la tarde recibió el cuerpo de Lunero que se zambulló para evitar las palabras y el tacto de su joven compañero de toda la vida. El muchacho regresó al trabajo de las velas y volvió a sonreír cuando Lunero, nadando contra la corriente, simuló el pataleo de un ahogado, emergió como una flecha, dio una voltereta en el agua, volvió a aparecer con un palo entre los dientes y luego, en la ribera, se sacudió y emitió ruidos cómicos y, al fin, se sentó de espaldas al muchacho, frente a las cortezas pulidas, y tomó el martillo y los clavos. Tuvo que volver a pensarlo: el enganchador no tardaría ya. El sol se perdía detrás de las copas de los árboles. Lunero se resistió a pensar lo que debía pensar; el filo de la amargura cortaba su felicidad, perdida ya.

—Trae más lija de la cabaña —le dijo al muchacho, seguro de que eran sus palabras de despedida.

Podía irse así, con la camisa y el pantalón de siempre. ¿Para qué más? Ahora que el sol se perdiera, haría guardia a la entrada de la vereda, para que el hombre del levitón no tuviera que acercarse a la choza.

—Sí —dijo Ludivinia—; Baracoa me lo da a entender todo. Cómo vivimos del trabajo del niño y el mulato. ¿Querrás reconocer eso? Que comemos gracias a ellos. ¿Y no sabes qué hacer?

La voz real de la anciana era difícil de comprender; tan acostumbrada al murmullo solitario, brotaba con el silencio y la gravedad de un manantial sulfuroso.

—…lo que hubieran hecho tu padre y tu hermano: salir a defender a ese mulato y al niño, impedir que se los lleven… si hace falta, dar la vida para que no nos pisoteen… ¿vas a salir tú, o voy yo, chingao?… ¡Tráeme al niño!. .. quiero hablarle…

Pero el niño no distinguía las voces, ni siquiera los rostros: sólo las siluetas detrás del velo de encaje, ahora que Ludivinia, con un gesto de impaciencia, le ordenaba al señor Pedrito encender las velas. El niño se alejó de la ventana y buscó, caminando en puntillas, el frente de la casa grande, con sus columnas embarradas de tizne y la terraza olvidada donde colgaba la hamaca de los festines solitarios. Y algo más: sobre el dintel, sostenida por dos ganchos oxidados, la escopeta que el señor Pedrito cargó sobre la montura aquella noche de 1889 y que desde entonces había conservado aceitada y lista, como último reducto de su cobardía, sabiendo que jamás la usaría.

El doble cañón brillaba más que el dintel blanco. El muchacho lo traspasó: lo que fue la sala de la hacienda había perdido el piso y el techo; la luz verde de las primeras horas nocturnas entraba a chorros, iluminando un suelo de hierba y cenizas, donde croaban algunas ranas y,en las esquinas, se había estancado el agua de lluvia. Después se abría el patio de maleza y al fondo una puerta mostraba la línea de luz del cuarto habitado. Crecían las voces que venían desde allá. Del extremo opuesto —lo que quedaba de la vieja cocina— se asomó la india Baracoa, con ojos incrédulos: el niño escondió el rostro en la sombra de la sala. Salió a la terraza y aprovechó los adobes rotos para alcanzar el dintel y la escopeta. El ruido de las voces aumentó. Llegaban en una mezcla de furia delgada y excusas balbucientes. Por fin, una sombra alta salió de la recámara: los faldones de la levita se chicoteaban con agitación — y los botines de cuero tronaban sobre las baldosas del corredor. El muchacho no esperó; sabía el camino que tomarían esos pies; corrió con la escopeta entre los brazos por la vereda que conducía a la choza.

Y Lunero ya estaba esperando, lejos de la casa grande y de la choza, en el lugar donde se reunían los caminos de tierra roja. Serían las siete de la noche. Ahora sí no debía tardar. Escudriñó ambas direcciones del camino ancho. El caballo ese del enganchador levantaría una polvareda loca. Pero no ese estruendo lejano, esa doble explosión que Lunero escuchó a sus espaldas y que por un momento le impidió moverse o pensar.

Porque el muchacho se agazapó entre las frondas con la escopeta en las manos, temeroso de que los pasos lo alcanzaran y vio pasar los botines apretados, el pantalón plomo y los extremos de la levita: la misma levita de ayer: ya no tuvo dudas, menos cuando ese hombre sin rostro entró a la choza y gritó: —¡Lunero! y en su voz impaciente el muchacho adivinó la irritación y la amenaza que ayer había notado en las actitudes del hombre de la levita que buscó al mulato. ¿Quién iba a buscar al mulato, si no era para llevárselo de fuerza? y la escopeta pesaba, con un poder que prolongaba la ira silenciosa del niño: ira porque ahora sabía que la vida tenía enemigos y ya no era ese fluir ininterrumpido del río y el trabajo; ira porque ahora descubría la separación. Salieron de la choza las piernas empantalonadas, la levita color plomo y él apuntó a lo alto el doble cañón y apretó el gatillo.

—¡Cruz! ¡Hijo mío! —gritó Lunero cuando se acercó al rostro destruido del señor Pedrito, a la pechera teñida de rojo, a la sonrisa simulada de la muerte súbita—. ¡Cruz!

Y el muchacho, al salir temblando de entre las frondas, no tenía por qué distinguir ese rostro bañado de sangre y pólvora, el rostro de un hombre al que siempre vio de lejos, casi desvestido, con la damajuana empinada y la camiseta agujereada sobre un pecho lampiño y pálido. No era éste aquél, como no era el caballero que descendió de la ciudad de México, elegante y recortado: el que recordaba Lunero; como no era el niño acariciado, hacía sesenta años, por las manos de Ludivinia Menchaca: era sólo una cara sin facciones, una pechera ensangrentada, una mueca estúpida. Sólo las cigarras. Lunero y el niño no se movieron, pero el mulato entendió. El amo murió por él. y Ludivinia abrió los ojos, se mojó el dedo índice en los labios y apagó la vela de la cabecera: casi a gatas, caminó hacia la ventana. Algo había sucedido. El candil había vuelto a tintinear. Sucedido para siempre. Estremecido por el doble disparo. Escuchó las voces perdidas, hasta que se apagaron y los insectos volvieron a corear. Sólo las cigarras. Baracoa se hizo bola en la cocina; dejó que la lumbre muriese y tembló pensando que los tiempos de la pólvora habían regresado. Tampoco Ludivinia se movió, hasta que en el silencio la venció esa furia delgada que ya no cabía en el encierro de la recámara y salió dando tropezones, achicada por el cielo nocturno que asomaba por todos los boquetes del casco incendiado, pequeña lombriz blanca y arrugada que extendía los brazos con la esperanza de tocar una forma humana que durante trece años supo cercana, pero que sólo ahora deseaba tocar y llamar por su nombre, en vez de criarla en el presentimiento: Cruz, Cruz sin nombre ni apellido verdaderos, bautizado por los mulatos, con las sílabas de Isabel Cruz o Cruz Isabel, la madre que fue corrida a palos por Atanasia: la primera mujer del lugar que le dio un hijo. La vieja desconoció la noche; las piernas le temblaron, pero insistió en caminar, en arrastrarse con los brazos abiertos, dispuesta a encontrar el último abrazo de la vida. Pero sólo se acercó ese estruendo de cascos y esa nube de polvo. Sólo ese caballo sudoroso que se detuvo con un relincho cuando la forma jorobada de Ludivinia cruzó el camino y el enganchador gritó desde la silla:

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