—Opera el doctor Sabines.
¿Razón? ¿Razón?
La camilla corre sobre los rieles, fuera de la ambulancia. ¿Razón? ¿Quién vive? ¿Quién vive?
Tú no podrás estar más cansado; más cansado no; y es que habrás caminado mucho, a caballo, a pie, en los viejos trenes y el país no termina nunca. ¿Recordarás el país? Lo recordarás y no es uno; son mil países con un solo nombre. Eso lo sabrás. Traerás los desiertos rojos, las estepas de tuna y maguey, el mundo del nopal, el cinturón de lava y cráteres helados, las murallas de cúpulas doradas y troneras de piedra, las ciudades de cal y canto, las ciudades de tezontle, los pueblos de adobe, las aldeas de carrizo, los senderos de lodo negro, los caminos de la sequía, los labios del mar, las costas espesas y olvidadas, los valles dulces del trigo y el maíz, los pastizales norteños, los lagos del Bajío, los bosques delgados y altos, las ramas cargadas de heno, las cumbres blancas, los llanos de chapopote, los puertos de la malaria y el burdel, el casco calcáreo del henequén, los ríos perdidos, precipitados, las horadaciones de oro y plata, los indios sin la voz común, voz cora, voz yaqui, voz huichol, voz pima, voz seri, voz chontal, voz tepehuana, voz huasteca, voz totonaca, voz nahua, voz maya, la chirimía y el tambor, la danza terciada, la guitarra y la vihuela, los plumajes, los huesos delgados de Michoacán, la carne chaparra de Tlaxcala, los ojos claros de Sinaloa, los dientes blancos de Chiapas, los huipiles, las peinetas jarochas, las trenzas mixtecas, los cinturones tzotziles, los rebozos de Santa María, la marquetería poblana, el vidrio jalisciense, el jade oaxaqueño, las ruinas de la serpiente, las ruinas de la cabeza negra, las ruinas de la gran nariz, los sagrarios y los retablos, los colores y los relieves, la fe pagana de Tonantzintla y Tlacochaguaya, los nombres viejos de Teotihuacán y Papantla, de Tula y Uxmal: los traes y te pesan, son losas muy pesadas para un solo hombre: no se mueven nunca y las traes amarradas al cuello: te pesan y se te han metido al vientre… son tus bacilos, tus parásitos, tus amibas…
tu tierra
pensarás que hay un segundo descubrimiento de la tierra en ese trajín guerrero, un primer pie sobre montañas y barrancos que son como un puño desafiante al avance desesperado y lento del camino, la presa, el riel Y el poste de telégrafo: esta naturaleza que se niega a ser compartida o dominada, que quiere seguir existiendo en soledad abrupta y sólo ha regalado a los hombres unos cuantos valles, unos cuantos ríos, para que en ellos o a su vera se entretengan; ella sigue siendo la dueña arisca de los picachos lisos e inalcanzables, del desierto plano, de las selvas y de la costa abandonada; y ellos, fascinados por ese poder altanero, permanecerán con los
ojos
fijos en él: si la naturaleza inhóspita da la espalda al hombre, el hombre da la espalda al ancho mar olvidado, pudriéndose en su feracidad caliente, hirviendo con riquezas perdidas.
heredarás la tierra
no verás otra vez esos rostros que conociste en Sonora y en Chihuahua, que un día viste dormidos, aguantándose, y al siguiente encolerizados, arrojados a esa lucha sin razones ni paliativos, a ese abrazo de los hombres a los que otros hombres separaron, a ese decir aquí estoy y existo contigo y contigo y contigo también, con todas las manos y todos los rostros vedados: amor, extraño amor común que se agotará en sí mismo: te lo dirás a ti mismo, porque lo viviste y no lo entendiste al vivirlo: sólo al morir lo aceptarás y dirás abiertamente que aun sin comprenderlo lo temiste durante cada uno de tus días de poder: temerás que ese encuentro amoroso vuelva a estallar; ahora morirás y no lo temerás ya porque no lo verás; pero dirás a los demás que lo teman: teman la falsa tranquilidad que les legas, teman la concordia ficticia, la palabrería mágica, la codicia sancionada: teman esta injusticia que ni siquiera saben que lo es:
aceptarán tu testamento: la decencia que . conquistaste para ellos, la decencia: le darán gracias al pelado Artemio Cruz porque los hizo gente respetable; le darán gracias porque no se conformó con vivir y morir en una choza de negros; le darán gracias porque salió a jugarse la vida: te justificarán porque ellos ya no tendrán tu justificación: ellos ya no podrán invocar las batallas y los jefes, como tú, y escudarse detrás de ellos para justificar la rapiña en nombre de la Revolución y el engrandecimiento propio en nombre del engrandecimiento de la Revolución: pensarás y te asombrarás: ¿qué justificación van a encontrar ellos? ¿qué barrera van a oponer?: no lo pensarán, disfrutarán de lo que les dejas mientras puedan; vivirán felices, se mostrarán adoloridos y agradecidos —en público, no pedirás más— mientras tú esperas con un metro de tierra sobre el cuerpo; esperas, hasta volver a sentir el tropel de pies sobre tu rostro muerto y entonces dirás
—Regresaron. No se dieron por vencidos.
Y sonreirás: te burlarás de ellos, te burlarás de ti mismo: es tu privilegio: las nostalgia te tentará: sería la manera de embellecer el pasado: no lo harás:
legarás las muertes inútiles, los nombres muertos, los nombres de cuantos cayeron muertos para que el nombre de ti viviera; los nombres de los hombres despojados para que el nombre de ti poseyera; los nombres de los hombres olvidados para que el nombre de ti jamás fuese olvidado:
legarás este país; legarás tu periódico, los codazos y la adulación, la conciencia adormecida por los discursos falsos de hombres mediocres; legarás las hipotecas, legarás una clase descastada, un poder sin grandeza, una estulticia consagrada, una ambición enana, un compromiso bufón, una retórica podrida, una cobardía institucional, un egoísmo ramplón;
les legarás sus líderes ladrones, sus sindicatos sometidos, sus nuevos latifundios, sus inversiones americanas, sus obreros encarcelados, sus acaparadores y su gran prensa, sus braceros, sus granaderos y agentes secretos, sus depósitos en el extranjero, sus agiotistas engominados, sus diputados serviles, sus ministros lambiscones, sus fraccionamientos elegantes, sus aniversarios y sus conmemoraciones, sus pulgas y sus tortillas agusanadas, sus indios iletrados, sus trabajadores cesantes, sus montes rapados, sus hombres gordos armados de
aqualung
y acciones, sus hombres flacos armados de uñas: tengan su México: tengan tu herencia:
heredarás los rostros, dulces, ajenos, sin mañana porque todo lo hacen hoy, lo dicen hoy, son el presente y son en el presente: dicen «mañana» porque no les importa mañana: tú serás el futuro sin serlo, tú te consumirás hoy pensando en mañana: ellos serán mañana porque sólo viven hoy:
tu pueblo
tu muerte: animal que prevés tu muerte, cantas tu muerte, la dices, la bailas, la pintas, la recuerdas antes de morir tu muerte:
tu tierra:
no morirás sin regresar:
este poblado al pie del monte; habitado por trescientas personas y apenas distinguible por unos manchones de teja entre el follaje que, en cuanto echa raíz la piedra de la montaña, se encrespa en la suave ladera que acompaña al río en su curso hasta el mar cercano: como una media luna verde, el arco de Tamiahua a Coatzacoalcos devorará el rostro blanco del mar en un intento inútil-devorado, a su vez, por la corona brumosa de la sierra, asiento y límite de la meseta india— de ligarse al archipiélago tropical de ondulaciones graciosas y carnes quebradas: mano lánguida del México seco, inmutable, triste, del claustro de piedra y polvo encerrado en el altiplano, la media luna veracruzana tendrá otra historia, atada por hilos dorados a las Antillas, al Océano y, más allá, al Mediterráneo que en verdad sólo será vencido por los contrafuertes de la Sierra Madre Oriental: donde los volcanes se anudan y las insignias silenciosas del maguey se levantan, morirá un mundo que en ondas repetidas envía sus crestas sensuales desde la partitura del Bósforo y los senos del Egeo, su chapoteo de uvas y delfines desde Siracusa y Túnez, su hondo vagido de reconocimiento desde Andalucía y las puertas de Gibraltar, su zalema de negro empelucado y cortesano desde Haití y Jamaica, sus comparsas de danzas y tambores y ceibas y corsarios y conquistadores desde Cuba: la tierra negra absorbe la marejada: en los balcones de fierro y en los portales cafeteros se fijarán las ondas lejanas: en las columnas blancas de los pórticos campestres y en las entonaciones voluptuosas del cuerpo y de la voz morirán los efluvios: habrá aquí una frontera: luego se levantará el pedestal sombrío de las águilas y los pedernales: una frontera que nadie derrotará: ni los hombres de Extremadura y Castilla que se agotaron en la primera fundación y después fueron vencidos sin saberlo en el ascenso a la plataforma vedada que les dejó destruir y deformar sólo las apariencias: víctimas, al fin, del hambre concentrada de las estatuas de polvo, de la succión ciega de la laguna que se ha tragado el oro, los cimientos, los rostros de cuantos conquistadores la han violado; ni los bucaneros que colmaron sus bergantines con los escudos arrojados desde la cima de la montaña indígena con una carcajada agria; ni los frailes que cruzaron el Paso de la Malinche para entregar nuevos disfraces a dioses inconmovibles que se hacían representar en una piedra destructible pero que habitaban el aire; ni los negros traídos a las plantaciones tropicales y alaciados por las avanzadas indias que ofrecieron sus sexos lampiños como un reducto de victoria sobre la raza crespa; ni los príncipes que desembarcaron de los veleros imperiales y se dejaron engañar por el dulce paisaje del palmacristi y fruta en drupa y ascendieron con sus equipajes cargados de encaje y lavanda a la meseta de paredones acribillados; ni siquiera los caciques de tricornio y charreteras que en la muda opacidad del altiplano encontraron, al cabo, la derrota exasperante de la reticencia, de la burla sorda, de lo indiferente:
tú serás ese niño que sale a la tierra, encuentra la tierra, sale de su origen, encuentra su destino, hoy que la muerte iguala el origen y el destino y entre los dos clava, a pesar de todo, el filo de la libertad.
Él despertó al escuchar el murmullo del mulato Lunero —Ah borracho, ah borracho— cuando todos los gallos (aves enlutadas que habían caído en la servidumbre silvestre, abandonados los corrales que en otra época fueron el orgullo de esta hacienda porque compitieron con los de pelea del gran amo de la región, hace más de medio siglo) anunciaron la veloz mañana del trópico, que era el fin de la noche para el señor Pedrito, embarcado en una francachela solitaria más, allá en la terraza de losas coloradas del viejo casco perdido: llegó el canto ebrio del señor hasta el techo de palmas bajo el cual Lunero ya estaba de pie, rociando el suelo de tierra con manotazos de agua tomada de la jícara, venida de otro lugar, cuyos patos y florecillas pintadas habían lucido una laca brillante, en otros tiempos. Lunero encendió en seguida el brasero para calentar el picadillo de charal, sobra del día pasado; en la canasta de frutas buscó, guiñando los ojos, las cáscaras más negras para consumirlas en seguida, antes de que la corrupción total, hermana de la feracidad, las ablandara y agusanara. Después, cuando el humo de la plancha de lámina acabó de desamodorrar al niño, el cántico flemoso se detuvo pero todavía se escuchaban los traspiés del borracho, cada vez más lejanos y luego el portazo final, preludio de la larga mañana de insomnio: boca abajo sobre el colchón desnudo y teñido de la gran cama de caoba, enredado en el mosquitero, en la cama de baldaquín sin sábanas, desesperado porque las reservas de aguardiente ya se habían agotado. Antes —recordó Lunero, cuando acarició la cabeza revuelta del niño que se acercó al fuego con la camiseta corta, mostrando las primeras sombras de la pubertad—, cuando la tierra era grande, las chozas quedaban lejos de la casa y no se sabía lo que pasaba en ella, como las cocineras gordas y las jóvenes cambujas que manejaban la escoba y almidonaban las camisas no llevaran sus cuentos hasta el otro mundo de los hombres tostados en los campos tabaqueros. Ahora, todo andaba cerca y en la hacienda angostada por los agiotistas y los enemigos políticos del antiguo amo muerto, sólo quedaban la casa sin vidrios y la choza de Lunero; y en aquélla sólo suspiraba el recuerdo de los criados, mantenido por la flaca Baracoa que seguía cuidando a la abuela encerrada en el cuarto azul del fondo; en ésta sólo vivían Lunero y el niño y ellos eran los únicos trabajadores.
El mulato se sentó sobre el suelo aplanado y dividió el plato de pescado, vaciando la mitad en la olla de barro y conservando la otra sobre la lámina. Le ofreció un mango al niño y él peló un plátano y los dos comieron en silencio. Cuando el pequeño montículo de cenizas se apagó, entró por la única abertura —puerta, ventana, umbral de los perros husmeantes, frontera de las hormigas rojas detenidas por una raya pintada de cal— la nube pesada del convólvulo que Lunero plantó hace años para disimular los adobes pardos de las paredes y enredar la choza en esa fragancia nocturna de flores tubulares. No hablaban. Pero el mulato y el niño sentían esa misma gratitud alegre de estar juntos que nunca dirían, que nunca, siquiera, expresarían en una sonrisa común, porque estaban allí no para decir o sonreír, sino para comer y dormir juntos y juntos salir cada madrugada, sin excepción silenciosa, cargada de humedad tropical y juntos cumplir las labores necesarias para ir pasando los días y entregarle a la india Baracoa las piezas que cada sábado compraban la comida de la abuela y las damajuanas del señor Pedrito. Eran hermosos estos anchos botellones azules separados del calor por la canasta tejida de carrizos y el asa de cuero: panzones, de cuello corto y estrecho. El señor Pedrito los iba arrumbando a la entrada de la casa y cada mes Lunero se llegaba al poblado al pie de la sierra con la ancha estaca, que en la hacienda usaba para acarrear los baldes de agua y regresaba con ella atravesada sobre los hombros y las damajuanas amarradas y colgando, porque la mula de antes se había muerto. Este poblado al pie del monte era la única vecindad. Habitado por trescientas personas y apenas distinguible por unos manchones de teja entre el follaje que, al echar raíz la piedra de la montaña, se encrespaba en la suave ladera que acompaña al río en su curso hacia el mar cercano.
El niño salió de la choza y corrió por el sendero de helechos que rodeaban los troncos grises y suaves del mango; la pendiente lodosa le condujo, debajo del cielo escondido por la flor roja y el fruto amarillo, a la ribera donde Lunero, a machetazos, abrió un claro junto al río —aquí comenzaba a ensancharse, turbulento aún— para el trabajo diario. El mulato de largos brazos llegó fajándose el pantalón de mezclilla, ancho en sus aberturas extremas, recuerdo de alguna perdida moda marinera. El niño tomó el calzón corto y azul que pasó la noche, secándose al sereno, sobre el círculo de fierro oxidado al que ahora se acercó Lunero. Algunas cortezas del manglar yacían, abiertas y cepilladas, con las bocas dentro del agua. Lunero se detuvo un momento, con los pies hundidos en el fango. Rumbo al mar, el río ensanchaba su respiración y acariciaba masas crecientes de helecho y platanar. La maleza parecía más alta que el cielo, porque éste era plano, reverberante, bajo. Los dos sabían qué hacer. Lunero tomó la lija y siguió puliendo, con una fuerza que le bailoteaba en los nervios gordos del antebrazo, las cortezas. El niño arrimó un taburete cojo y podrido y lo colocó dentro del círculo de fierro, suspendido de un asta central de madera. De las diez aberturas horadadas en el círculo colgaban otras tantas mechas de cordón. El niño hizo girar el círculo y después se agachó para encender el fuego debajo de la cacerola: el arrayán derretido burbujeó su espesor; el círculo giró; el niño iba derramando la cera en las horadaciones.