Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (33 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—Ya viene el día de la Purificación —dijo Lunero con tres clavos entre los dientes.

—¿Cuándo?

La pequeña fogata bajo el sol alumbró los ojos verdes del niño.

—El dos, Cruz niño, el dos. Entonces se venderán más velas, no sólo a los de cerca, sino a toda la comarca. Saben que de aquí son las mejores velas.

—Recuerdo el año pasado.

A veces, la cera caliente daba un latigazo; el niño tenía los muslos manchados de pequeñas cicatrices redondas.

—Es el día que la marmota busca su sombra.

—¿Cómo sabes?

—Es un cuento que trajeron de otra parte.

Lunero se detuvo y alcanzó un martillo.

Arrugó la frente oscura. —Niño Cruz, ¿crees que ya sabes hacer las canoas?

Ahora había una gran sonrisa blanca en el rostro del muchacho. Los reflejos verdes del río y los helechos húmedos acentuaban ese corte pálido, huesudo, de la cara. Peinado por el río, el pelo se enriscaba sobre la frente ancha, la nuca oscura. El sol le había dado tonos de cobre pero la raíz era negra. Todo el tono de fruta verde corría por los brazos delgados y el pecho firme, hecho a nadar corriente arriba, con los dientes brillantes en la carcajada del cuerpo refrescado por el río de fondo herbáceo y riberas legamosas. —Sí, ya sé. Te he visto cómo haces.

El mulato bajó los ojos de por sí bajos, serenos pero acechantes. —Si Lunero se va, ¿ya sabrás hacer todas las cosas?

El niño dejó de girar la rueda de fierro. —¿Si Lunero se va?

—Si se tiene que ir.

No debía decir nada, pensó el mulato; no diría nada, se iría como se iban los suyos, sin decir nada, porque conoce y acepta la fatalidad y siente un abismo de razones y memorias entre ese conocimiento y esa aceptación y el conocimiento y rechazo de otros hombres; porque conoce la nostalgia y la peregrinación. y aunque sabía que nada debía decir, sabía que el niño —su compañero de siempre— había visto con curiosidad, con la cabecilla ladeada, al hombre del levitón apretado y sudoroso que ayer buscó a Lunero.

—Tú sabes, vender la candela en el pueblo y hacer más cuando llega el día de la Purificación; llevar las botellas vacías todos los meses y dejarle al señor Pedrito el licor en la puerta… hacer las canoas y llevarlas todas río abajo cada tres meses… y sí, también entregarle el oro a Baracoa, tú sabes, guardándote una pieza y pescar los charales aquí mismo…

El pequeño claro junto al río ya no pulsaba con el chirreo del círculo oxidado ni con el martilleo sonámbulo del mulato. Encajonado por el verdor, crecía el murmullo de agua veloz que arrastraba bagazo y troncos fulminados en las tempestades nocturnas y hierba ondulante de los campos de arriba. Revoloteaban las mariposas negras y amarillas, rumbo al mar también. El niño dejó caer los brazos e interrogó la mirada caída del mulato.

—¿Te vas?

—Tú no sabes todas las historias de este lugar. En otro tiempo toda la tierra, hasta la montaña, era de los de aquí. Luego se perdió. El señor abuelo murió. El señor Atanasia fue malherido a traición y todo se fue quedando sin cultivar. O pasó a otros. Sólo quedé yo y me dejaron en paz catorce años. Pero me tenía que llegar la hora.

Lunero se detuvo, porque no sabía por dónde seguir. Los ribetes plateados del agua le distrajeron y los músculos le pidieron que siguiera la tarea. Hace trece años, cuando le entregaron al niño, pensó en mandarlo por el río, cuidado por las mariposas, como al rey antiguo de las historias blancas, y esperar su regreso, poderoso y grande. Pero la muerte del amo Atanasia le había permitido conservar al niño, sin reñir siquiera con el señor Pedrito, incapaz de distraerse o discutir, sin reñir con la abuela, que ya vivía encerrada en ese cuarto azul con cortinas de encaje y candiles que tintineaban en la tormenta y que jamás se enteraría del crecimiento del muchacho a unos cuantos metros de su locura sellada. Sí, el amo Atanasia murió muy a tiempo; él hubiera mandado matar al niño; Lunero lo salvó. Pasaron los últimos campos tabaqueros a manos del nuevo cacique y a ellos sólo les quedaron estos cercos de ribera y maleza y el viejo casco como una olla vacía y resquebrajada. Vio cómo se pasaron todos los trabajadores a las tierras del nuevo señor y cómo empezaron a llegar nuevos hombres, traídos de allá arriba a trabajar los nuevos plantíos y cómo de otros pueblos y rancherías fueron sacados los hombres y él, Lunero, tuvo que inventar estos trabajos de las velas y las canoas para ganar con ellos el sustento de todos y pensar que de esa parcela improductiva, mera uña entre el río y la casa derrumbada, nadie lo habría de sacar, porque nadie se fijaría en él, perdido entre las ruinas vegetales con su muchachillo. Tardó catorce años el cacique en darse cuenta de él, pero alguna vez debía terminar su rastrilleo obstinado de la región, hasta dar con la última aguja perdida en el pajar. y por eso ayer en la tarde se había presentado, sofocado en la levita negra y con el sudor chorreándole por las sienes, el enganchador del cacique, a decirle a Lunero que mañana mismo —hoy— se iría a la hacienda del señor al sur del Estado, porque escaseaban los buenos trabajadores del tabaco y Lunero llevaba catorce años de güevón cuidando a un borracho y a una vieja loca. y todo esto es lo que Lunero no sabía contarle al niño Cruz, porque le parecía que no iba a entender. El niño que sólo había conocido el trabajo al borde del río y la frescura del agua antes de almorzar; los viajes a la costa, donde le regalaban jaibas y cangrejos vivos y al pueblo cercano, pueblo de indios donde nadie le hablaba. Pero en realidad el mulato sabía que si empezaba a tirar del hilo de la historia, todo el tejido se vendría abajo y tendría que llegar al origen y perder al niño. y lo amaba —se dijo ahora el mulato de largos brazos, hincado junto a la corteza lijada—; lo amaba desde que corrieron a palos a su hermana Isabel Cruz y le entregaron al niño y Lunero le dio de comer en la choza con la leche de la cabra vieja que quedó del ganado de los Menchaca y le dibujó en el lodo aquellas letras que había aprendido de niño, cuando era mozo de los franceses en Veracruz y le enseñó a nadar, a distinguir y saborear las frutas, a manejar el machete, a fabricar las velas, a cantar canciones que eran las traídas por el padre de Lunero de Santiago de Cuba, cuando estalló la guerra y las familias se trasladaron con su servidumbre a Veracruz. y es todo lo que Lµnero quería saber del niño. Y quizá no era necesario saber más, salvo que el niño también amaba a Lunero y no quería vivir sin él. Esas sombras perdidas del mundo —el señor Pedrito, la india Baracoa, la abuela— avanzaban ahora hacia el frente con un perfil de navaja, a separarlo de Lunero. Lo extraño, lo separado de la vida común con el amigo eran ellos. y esto era cuanto pensaba el niño y cuanto entendía.

—Mira que va a faltar candela y el cura se va a enojar-dijo Lunero.

Una brisa extraña hizo chocar los cabos suspendidos; una guacamaya asustada dio el alarido del mediodía.

Lunero se puso de pie y entró al río; a la mitad de la corriente estaba la red. El mulato se zambulló y emergió con la redecilla colgando de un brazo. El niño se quitó el calzón y se arrojó al agua. Como nunca, sintió la frescura en todos los encuentros de la carne; se sumergió y abrió los ojos: las ondulaciones cristalinas de la primera capa, veloz, corrían sobre un fondo lodoso y verde. y arriba, atrás —ahora se dejó llevar por la corriente, como una saeta estaba esa casa a la que nunca, en trece años, había entrado, con ese hombre sólo visto de lejos y esa mujer a la que solamente conocía de nombre. Sacó la cabeza del agua. Lunero ya estaba friendo el pescado y abriendo una papaya con el machete.

Apenas pasó el mediodía, los rayos del sol se colaron por el techo de hojas tropicales, pegando, duro, desde el descenso del Poniente. La hora de las ramas detenidas, en la que ni siquiera el río parecía correr. El niño se tendió desnudo debajo de la palma solitaria y sintió el calor de los rayos que iban arrojando cada vez más lejos la sombra del talle y el plumero. El sol inició su carrera final; sin embargo, los rayos oblicuos parecían ascender iluminando, poro a poro, todo el cuerpo. Los pies primero, cuando se acomodó contra el pedestal desnudo. Luego las piernas abiertas y el sexo dormido, el vientre plano y los pechos endurecidos en el agua, el cuello alto y la quijada recortada, donde la luz empezaba a quebrar dos comisuras hondas, pegadas como arcos tirantes a los pómulos duros que enmarcaban la claridad de los ojos perdidos, esa tarde, en la siesta profunda y tranquila. Él dormía y Lunero, cerca, se había tirado boca abajo y tamborileaba con los dedos sobre la cacerola negra. Un ritmo le iba ganando. La lasitud aparente del cuerpo echado no era sino la tensión contemplativa de su brazo bailador, que sacaba tonos concentrados del trasto y empezaba a murmurar, como todas las tardes, la memoria recobrada de ritmo cada vez más rápido, la canción de la niñez y de la vida que ya no vivió, cuando sus antepasados se coronaban, junto a la ceiba, de gorros ornados de cascabeles y se frotaban los brazos con aguardiente y ese hombre era sentado en la silla con la cabeza cubierta por un paño blanco y todos bebían hasta su fondo de azúcar negra la mezcla de maíz y naranja agria y se les enseñaba a los niños que no debían silbar de noche:

tó…

la hija de Yeyé .

le gusta marío…de otra mujé….

tó, la hija de Yeyé, le gusta marío, de otra mujé…

tóla hijaeyeyé legusta.

El ritmo le iba ganando. Extendió los brazos y tocó los extremos de la tierra húmeda y con los dedos siguió palmoteando sobre ella y embarrando la barriga en ella y una gran sonrisa le brotó y le quebró las mejillas pegadas al hueso ancho:
legustamaríodeotramujé…
Le caía a plomazos el sol de la tarde sobre la cabeza redonda y crespa y no podía levantarse de su postura, chorreando sudor por la frente, por las costillas, entre los muslos y el cántico se iba haciendo más silencioso y hondo. Mientras menos lo escuchaba más lo sentía y más se pegaba a la tierra, como si fornicara con ella.
Tólahijaeyeyé:
le iba a estallar la sonrisa, le iba a estallar el olvido del hombre de la levita negra, el que iba a venir esa tarde, que ya es esta tarde y Lunero estaba perdido en su canto y en su baile acostado que le recordaba la tumba, que le recordaba la tumba francesa y las mujeres olvidadas en la prisión de este casco quemado.

Detrás, las frondas y el casco de la hacienda con el que sueña, entre sueños, el niño bañado de sol. Esas paredes ennegrecidas que fueron incendiadas cuando pasaron por allí los liberales en la campaña final contra el Imperio, muerto ya Maximiliano, y encontraron a la familia que había prestado sus alcobas al mariscal jefe de las fuerzas francesas y sus bodegas a la tropa conservadora. En la hacienda de Cocuya se abastecieron los soldados de Napoleón III para salir, con las mulas cargadas de conservas, frijol y tabaco, al arrase de las posiciones de las guerrillas juaristas en la sierra, desde donde esas bandas de forajidos hostigaban los campamentos franceses del llano y las fortalezas de las ciudades veracruzanas. y en la vecindad de la hacienda, los zuavos encontraron los grupos de vihuela y arpa que cantaban
Balajú se fue a la guerra y no me quiso llevar
y les alegraban las noches junto con las indias y mulatas que por allí anduvieron pariendo mestizos güerejos, mulatos de ojos claros y piel apiñonada, que se apellidaron Garduño y Álvarez cuando debieron llamarse Dubois y Garnier. Sí, en la misma tarde aplanada por el calor, la vieja Ludivinia, encerrada para siempre en la recámara de candiles absurdos —dos colgando del cielo raso enjalbegado, uno arrinconado junto a la cama de postes estriados— y cortinas de encaje amarillento, abanicada por la india Baracoa que perdió su nombre original para recibir éste de la población negroide de la hacienda, tan mal avenido con su perfil de águila y sus trenzas sebosas: la vieja Ludivinia tararea con los ojos bien abiertos esa maldita canción que, de darse cuenta, no recordaría y que sin embargo quiere saborear, porque hace mofa del general Juan Nepomuceno Almonte, que primero fue amigo de la casa y compadre del difunto Ireneo Menchaca, el marido de Ludivinia, y parte de la corte santanista y después, cuando el salvador de México y gran protector de los Menchaca —vidas y haciendas— quiso volver del· enésimo destierro y desembarcó y se curaba de un ataque de disentería, renegó de sus viejas lealtades, lo hizo detener por los franceses y embarcar de nuevo:
San Juan de Nepomuceno, la monda.
Ludivinia recuerda el rostro oscuro de Juan Nepomuceno Almonte, hijo de las mil mujeres cacarizas del cura Morelos y tuerce la boca chupada, sin dientes, cuando recuerda la estrofa picaresca de ese maldito canto de los juaristas que mataron de humillación al general Santa Anna:
… y qué te lo pareciera que llegaran los ladrones, se robaran a tu vieja y le bajaran los calzones…
Ludivinia cacareó de risa y con un gesto le pidió a la india que acelerase los movimientos del abanico de palma. La recámara mustia, encalada, olía a trópico encerrado, suplantado, disfrazado de frío. Los manchones de humedad de las paredes agradaban a la vieja, porque le hacían pensar en otros climas, los de su niñez antes de casarse con el teniente Ireneo Menchaca y sumarse a la vida y fortuna del general Antonio López de Santa Anna y obtener de su venia las ricas tierras junto al río, tierras negras y extensas colindantes con la montaña y el mar.
Allá en la Francia, güirí güirí güirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad.
y ahora la mueca se frunció con disgusto y desbarató en mil costras empolvadas todo el rostro que permanecía unido por una redecilla de venas azules. La garra temblorosa de Ludivinia alejó con otro gesto a Baracoa y sacudió las mangas de seda negra y los puños de encaje destruido. Encaje y cristal, pero no sólo eso: mesas de álamo labrado con pesadas tapas de mármol sobre las que descansaban los relojes debajo de las campanas de cristal, con pesadas patas cabriolas de bola; mecedoras de mimbre sobre el piso de ladrillo, cubiertas por los vestidos de polisón que nunca volvió a usar, tableros biselados, tachones de bronce, cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, retratos en óvalo de criollos desconocidos, rígidos, barnizados, con patillas esponjadas y bustos altos y peinetas de carey, marcos de hojalata para los santos y el Niño de Atocha, éste reproducido en el estofado viejo, carcomido, que apenas conservaba la primera capa de lámina, de oro, la cama de hojarasca plateada y baldaquín y postes estriados, depósito del cuerpo exangüe, nido de olores apretados y sábanas manchadas, de revolturas y tumores de paja que asomaban por las rendijas abiertas en el colchón.

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