Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (30 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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Ella en el umbral. Él sentado en el sillón de damasco.

Entonces ella suspiró y se fue chancleteando a la recámara y él esperó sentado, sin pensar en nada, hasta que la oscuridad le sorprendió al verse reflejado con tanta nitidez en las puertas de cristal que conducían al jardín. El mozo entró con el saco, un pañuelo y una botella de agua de colonia. De pie, el viejo permitió que le pusieran la prenda y después abrió el pañuelo para que el mozo derramara unas gotas de loción. Cuando colocó el pañuelo en la bolsa del corazón, cambió una mirada con el criado. El criado bajó los ojos. No. ¿Por qué iba a pensar en lo que podría sentir ese hombre?

—Serafín, rápido las colillas…

Se incorporó, apoyándose con ambas manos sobre los brazos del sillón. Dio unos cuantos pasos hacia la chimenea y acarició los fierros toledanos y sintió la respiración del fuego sobre el rostro y las manos. Se adelantó al escuchar los primeros murmullos de voces —encantadas, admirativas— en el pasillo de la casa. Serafín terminaba de recoger las colillas.

Ordenó que se atizara el fuego y los Régules entraron mientras el mozo manejaba los fierros y una gran llamarada ascendía por el tiro. De la puerta que comunicaba con el comedor avanzó otro criado con una charola entre las manos. Roberto Régules recibió una copa mientras la pareja joven —Betina y su marido, el joven Ceballos— tomada de la mano, recorría el salón y elogiaba las viejas pinturas, las molduras de yeso y oro, las tallas suntuosas, los copetes y faldones barrocos, los travesaños torneados, los mascarones policromos. Él daba la espalda a la puerta cuando el vaso se estrelló contra el piso con un ritmo de campana rota y la voz de Lilia gritó algo en son de burla. El viejo y los invitados vieron el rostro a esa mujer despintada que asomaba prendida a la manija de la puerta: —¡Lero, lero! ¡Feliz Año Nuevo!…

No te preocupes, viejito, que en una hora se me baja… y bajo como si nada… no más quería decirte que resolví pasar un año muy suave… ¡pero muy requetesuave!. ..

Él se dirigió a ella con su paso tambaleante y difícil y ella gritó: —¡Ya me aburrí de ver programas de tele todo el día… viejito!

A cada paso del viejo, la voz de Lilia se aflautaba más. —Ya me sé todas las historias de vaqueros… pum-pum… el
marshall
de Arizona… el campamento piel roja… pum-pum… ya sueño con las vocecitas esas… viejito… tome

Pepsi… nada más viejito… seguridad con comodidad; pólizas .

La mano artrítica abofeteó el rostro despintado y los bucles teñidos cayeron sobre los ojos de Lilia. Dejó de respirar. Dio la espalda y se fue, despacio, tocándose la mejilla. Él regresó al grupo de los Régules y Jaime Ceballos. Los miró fijamente, a cada uno, durante varios segundos, con la cabeza alta. Régules bebió el
whisky,
escondió la mirada detrás del vaso. Betina sonrió y se acercó al anfitrión con un cigarrillo entre las manos, como si solicitara fuego.

—¿Dónde consiguió ese arcón?

El viejo se apartó y Serafín el criado prendió un fósforo cerca del rostro de la muchacha y ella tuvo que alejar la cabeza del busto del viejo y darle la espalda. Al fondo del pasillo, detrás de Lilia, entraban los músicos, embufandados, tiritando de frío. Jaime Ceballos castañeteó los dedos y giró sobre los talones como un bailarín de flamenco.

Sobre la mesa de patas de delfín, bajo los candiles de bronce, perdices enriquecidas en salsa de tocino y vino rancio, merluzas envueltas en hojas de mostaza tarraconense, patos silvestres cubiertos por cáscaras de naranja, carpas flanqueadas por huevecillos de marisco,
bullinada
catalana espesa con el olor de aceituna,
coq-au-vin
inflamado nadando en macon, palomas rellenas con puré de alcachofa, platones de esquinado sobre masas de hielo, brochetas de langosta rosada en una espiral de limón rebanado, champiñones y rajas de tomate, jamón de Bayona, estofados de res rociados de
Armagnac,
cuellos de oca rellenos de paté de puerco, puré de castaña y piel de manzanas fritas con nueces, salsas de cebolla y naranja, de ajo y pistache, de almendra y caracoles: en los ojos del viejo, al abrirse la puerta labrada con cornucopias y angelillos nalgones, policromada en un convento de Querétaro, brilló ese punto inaccesible: abrió de par en par las puertas y emitió una risa seca, ronca, cada vez que un plato de Dresde era ofrecido por un mozo a uno de los cien invitados, unido a la percusión de los cubiertos sobre la vajilla azul; las copas de cristal se tendían hacia las botellas alargadas por la servidumbre y él ordenó que se abrieran las cortinas que ocultaban el vitral abierto sobre el jardín sombreado de cerezos, de ciruelos desnudos, frágiles, de limpias estatuas de piedra monacal: leones, ángeles, frailes emigrados de los palacios y conventos del Virreinato; estalló la cohetería de luces, los grandes castillos de fuegos fatuos disparados hacia el centro de la bóveda invernal, clara y lejana: anuncio blanco y chisporroteante cruzado con el vuelo rojo de un abanico serpenteado de amarillos: surtidor de las cicatrices abiertas de la noche, monarcas festivos que lucían sus medallones de oro sobre el paño negro de la noche, carrozas de luz en carrera hacia los astros enlutados de la noche. Detrás de los labios cerrados, él rió esa risa gruñida. Los platones vacíos eran repuestos con más aves, más mariscos, más carne sangrante. Los brazos desnudos circularon alrededor del viejo sentado pesadamente en un nicho de la vieja sillería de coro, taraceada, tallada con exuberancia, copetes y faldones caprichosos. Olió, miró los perfumes de las mujeres, las redondeces de los escotes, el secreto afeitado de los sobacos, los lóbulos cargados de joyas, los cuellos blancos y los talles estrechos de donde arrancaba el vuelo de la tafeta, la seda, la malla de oro; aspiró ese olor de lavanda y cigarrillos encendidos, de pintura labial y máscara, de zapatillas femeninas y coñac derramado, de digestiones pesadas y laca de uñas. Levantó la copa y él mismo se puso de pie; el criado le colocó entre los dedos las correas de los perros que le acompañarían durante las horas restantes de la noche; estalló la gritería del nuevo año: las copas se estrellaron contra el piso y los brazos acariciaron, apretaron, se levantaron para festejar esta fiesta del tiempo, este funeral, esta pira de la memoria, esta resurrección fermentada de todos los hechos, mientras la orquesta tocaba
Las golondrinas,
de todos los hechos, palabras y cosas muertas del ciclo, para festejar el aplazamiento de estas cien vidas que suspendían las preguntas, hombres y mujeres, para decirse, a veces con la mirada humedecida, que no habrá más tiempo que ése, el vivido y alargado durante estos instantes artificialmente extendidos por el estallido de cohetes y las campanas echadas al vuelo: Lilia le acarició el cuello como si pidiera perdón: él sabía, quizá, que muchas cosas, muchos deseos pequeños debían reprimirse para poder, en un solo momento de plenitud gozar completamente, sin gasto previo, y ella debía agradecérselo: él lo decía con un murmullo. Cuando los violines, en la sala, volvieron a tomar el aire de
La pobre gente de París,
ella, con un mohín conocido, lo tomó del brazo pero él negó con la cabeza blanca y caminó precedido de los perros al sillón que ocuparía el resto de la noche, frente a las parejas…. se divertiría viendo los rostros, fingidos, dulces, pícaros, maliciosos, idiotas, inteligentes, pensando en la suerte, en la suerte que tuvieron todos, ellos y él… rostros, cuerpos, bailes de seres libres, cómo él… lo afianzan, lo aseguran al desplazarse ligeramente sobre el piso encerado, bajo la araña luminosa… liberar, opacándolos, sus recuerdos… lo obligan, perversamente, a disfrutar aún más de esta identidad… libertad y poder… no estaba solo… estos danzantes le acompañaban… eso le dijo el calor del vientre, la satisfacción de las entrañas… escolta negra, carnavalesca, de la vejez poderosa, de la presencia encanecida, artrítica, pesada… eco de la sonrisa persistente, ronca, reflejada en el movimiento de los ojillos verdes… blasones recientes, como el suyo… a veces aun más nuevos… giraban, giraban… los conoce… industriales comerciantes… coyotes… niños bien… agiotistas… ministros… diputados… periodistas… esposas… novias… celestinas… amantes… giraban las palabras cortadas de los que pasaban bailando frente a él…

—Sí… —Vamos después… —… pero mi papá… — te quiero… —¿libre… ? —Eso me contaron — nos sobra tiempo… —Entonces… —… así… — me gustaría… —¿Dónde? —… dime —… ya no volveré mas… — ¿te gustaba? — difícil… —eso se perdió —chula… — sabroso… —se hundió… —… muy merecido —… hmmm…

¡Hmmm!. .. sabía adivinar en los ojos, en los movimientos de los labios, de los hombros… podía decirles en silencio lo que pensaban… podía decirles quiénes eran'… podía recordarles sus verdaderos nombres… quiebras fraudulentas… devaluaciones monetarias reveladas de antemano… especulación de precios… agio bancario… nuevos latifundios… reportajes a tanto la línea… contratos de obras públicas inflados… jilgueros en giras políticas… despilfarro de la fortuna paterna… coyotaje en las secretarías de Estado… nombres falsos: Arturo Capdevila. Juan Felipe Couto, Sebastián Ibargüen, Vicente Castañeda, Pedro Caseaux, Jenaro Arriaga, Jaime Ceballos, Pepito Ibargüen, Roberto Régules… Y los violines tocaban y las faldas volaban y las colas de los
¡raes…
No hablarán de todo eso… hablarán de viajes y amores, de casas y automóviles,. de vacaciones y fiestas, de joyas y criados, de enfermedades y sacerdotes… Pero están allí, allí, en corte… frente al más poderoso… destruirlos o halagarlos con una mención en el periódico… imponerles la presencia de Lilia… instarlos, con una voz secreta, a bailar, comer, beber… sentirlos cuando se acercan…

—Tuve que traerlo, nada más para que viera ese cuadro del Arcángel, ése, divino… —Si lo he dicho siempre: sólo teniendo el gusto de don Artemio…

—¿Cómo podemos corresponderle?

—Con razón no acepta usted invitaciones.

—Todo estuvo tan regio que me he quedado muda; muda, muda, don Artemio; ¡qué vinos! ¡yesos patos con esas cositas tan regias!

… apartar el rostro y desentenderse… le bastaban los rumores… no quería fijar nada… los sentidos gozaban el puro murmullo de lo circundante… tactos, olores, sabores, imágenes… Que lo llamen, entre risas y cuchicheos, la momia de Coyoacán.. que se burlen de Lilia con sonrisas secretas… Allí están, bailando bajo su mirada…

Levantó un brazo: una seña al director de la orquesta: la música cesó a media pieza y todos dejaron de bailar: el popurrí oriental apuntado por las cuerdas, el pasillo abierto entre la gente, la mujer semidesnuda que avanzó desde la puerta, ondulando los brazos y las caderas hasta ocupar el centro del salón: un grito alegre: la bailarina hincada frente al ritmo de tambores que domina la cintura: cuerpo embarrado de aceite, labios anaranjados, párpados blancos y cejas azules: de pie, bailando alrededor del círculo, moviendo el vientre en espasmos cada vez más rápidos: escogió al viejo Ibargüen y lo arrastró por el brazo al centro de la pista, lo sentó en el suelo, le colocó los brazos en la posición de un Dios Vishnú, bailoteó a su derredor y él trató de imitar las ondulaciones: todos sonrieron: ella se acercó a Capdevila, le obligó a despojarse del saco, a bailar alrededor de Ibargüen: el anfitrión rió, hundido en su sillón de damasco, acariciando las correas de los perros; la bailarina montó sobre la espalda de Couto y animó a varias mujeres a imitarla: todos rieron: los caballazos, entre carcajadas, destruyeron los peinados y mancharon de sudor las caras inflamadas de las amazonas: las faldas se arrugaron, levantadas más arriba de las rodillas: algunos jóvenes, entre risas agudas, estiraron las piernas para meter zancadillas a los corceles apopléticos que batallaban entre los dos viejos danzantes y la mujer de muslos abiertos.

Levantó la mirada, como si emergiera de una zambullida a fuerza de lastre: encima de las cabezas despeinadas y de los brazos ondulantes, el claro cielo de vigas y los muros blancos, los óleos del siglo XVII y los estofados angélicos… y en el oído despierto, la carrera escondida de las inmensas ratas —colmillos negros, hocicos afilados— que poblaban las techumbres y los cimientos de este antiguo convento jerónimo, que a veces se escurrían sin pudicia por los rincones de la sala y que en la oscuridad, por millares, encima y debajo de los alegres festejantes, esperaban… quizá… la oportunidad de tomarlos a todos por sorpresa… infectar la fiebre y la jaqueca… el mareo y el temblor frío… la hinchazón dura y dolorosa entre las piernas y las axilas… las manchas negras sobre la piel… el vómito de sangre… si volviese a levantar el brazo… para que los criados cerraran con travesaños de hierro las salidas… los escapes de esta casa de ánforas y cilindros… tableros biselados… camas de baldaquín y lienzo… llaves de fierro… cuarterones y sillerías… puertas de metales redoblados… estatuas de frailes y leones… y la comparsa se viese obligada a permanecer aquí… a no abandonar la nave… rociarse los cuerpos con vinagre… encender hogueras de madera perfumada… colgarse rosarios de tomillo alrededor del cuello… espantar con desidia las moscas verdes y zumbonas… mientras él ordenaba bailar, vivir, beber. .. Buscó a Lilia entre el mar de gente alborotada: bebía sola y silenciosa en una esquina, con una sonrisa inocente en los labios, dando la espalda a las danzas y a las justas fingidas… algunos hombres salían a orinar… ya llevaban la mano en la bragueta… algunas mujeres a polvearse… ya abrían el bolso de noche… sonrió con dureza… lo único que provocaba el despliegue de alegría y munificencia: cacareó en silencio… los imaginó… todos, cada uno, en fila frente a los dos lavabos de la planta baja… todos orinándose con la vejiga cargada de líquidos espléndidos… todos cagando los restos de la comida preparada durante dos días con una minucia, un gusto, una selección… en todo ajenos a este destino final de los patos y las langostas, los purés y las salsas… ah, sí, el mayor placer de toda la noche…

Se cansaban pronto. La bailarina terminó de bailar y quedó rodeada de indiferencia. La gente volvió a conversar, a pedir más champaña, a sentarse en los sofás hondos; otros regresaban de la excursión, abrochándose las braguetas, guardando las polveras en las bolsas de noche. Se agotaba. La breve orgía prevista… la puntual exaltación programada… las voces regresaban a su tono quedo y cantando… al disimulo de la meseta mexicana… regresaban esas preocupaciones… como si quisieran vengarse del momento pasado, del fugaz instante…

—… no, porque la cortisona me produce erupciones…

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