Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (9 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
12.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Gavilán trotaba enfrente de él. La sombras del atardecer arrojaron la ficción de la montaña sobre los cuerpos cansados de los dos militares. El caballo del mayor se detuvo un instante, esperando que el del teniente se emparejara. Gavilán 'le ofreció un cigarrillo. Apenas se apagó la mecha, los caballos volvieron a trotar. Pero él ya vio, al encender el cigarro, todo el dolor en el rostro del mayor y bajó la cabeza. Lo tenía merecido. Sabrían la verdad de su deserción durante la batalla y le arrancarían las insignias. Pero no sabrían la verdad entera: no sabrían que quiso salvarse para regresar al amor de Regina, ni lo entenderían si lo explicara. Tampoco sabrían que abandonó a ese soldado herido, que pudo salvar esa vida. El amor de Regina pagaría la culpa del soldado abandonado. Así debía ser. Bajó la cabeza y creyó que por primera vez en su vida sentía vergüenza. Vergüenza: no era eso lo que asomaba en los ojos claros, directos, del mayor Gavilán. El oficial se acarició con la mano libre la barba de vello rubio, empastado de polvo y sol.

—Les debemos la vida, teniente. Usted y sus hombres detuvieron el avance. El general le. hará un recibimiento de héroe… Artemio… ¿Puedo llamarlo Artemio?

El mayor trató de sonreír. Colocó la mano libre sobre el hombro del teniente y prosiguió, con una risa seca:

—Llevamos tanto tiempo peleando juntos, y ya ve usted, ni siquiera nos tuteamos.

Con los ojos, el mayor Gavilán solicitó una respuesta. La noche descendió con su cristal sin materia y el último resplandor surgió detrás de las montañas, lejanas ya, escondidas en la oscuridad, recogidas. En el cuartel, ardían llamas que en la tarde no pudieron verse de lejos.

—¡Son unos perros! —elijo de repente el mayor con la voz cortada-o Entraron por sorpresa al pueblo, como a eso de la una. Claro que no pudieron llegar al cuartel. Pero se vengaron en los barrios aledaños; allí hicieron de las suyas. Han prometido vengarse de todos los pueblos que nos ayudan. Tomaron diez rehenes y mandaron decir que los iban a colgar si no rendíamos la plaza. El general les contestó con fuego de morteros.

Las calles estaban llenas de soldados y gente, de perros sueltos y niños, sueltos como los perros, que lloraban en los quicios de las puertas. Algunos incendios no acababan de apagarse y las mujeres estaban sentadas a media calle sobre los colchones y los equipajes rescatados.

—El teniente Artemio Cruz —murmuró Gavilán, agachándose para alcanzar la oreja de algunos soldados.

—El teniente Cruz —corrió el murmullo de los soldados a las mujeres.

La gente abrió paso a los dos caballos: el retinto del mayor, nervioso entre la multitud que lo apretujaba, y el negro del teniente, de testuz baja, que se dejaba conducir por el primero. Algunas manos se alargaron: eran los hombres del grupo de caballería comandado por el teniente. Le apretaron la pierna en señal de saludo; indicaron hacia la frente donde la sangre había manchado el trapo amarrado; murmuraron una felicitación sorda por el triunfo. Cruzaron el pueblo: al fondo se despeñaba la barranca y los árboles se mecían en la brisa nocturna. Él levantó la mirada: el caserío blanco. Buscó la ventana, todas estaban cerradas. El fulgor de las velas iluminaba la entrada de algunas casas. Los grupos negros, enrebozados, estaban de cuclillas en distintas entradas.

—¡Que no los descuelguen! —gritó el teniente Aparicio, desde su caballo, mientras lo hacía caracolear y apartaba con el fuete las manos que se levantaban implorando—. ¡Que se les grabe a todos! ¡Que sepan bien contra quién peleamos! Obligan a hombres del pueblo a matar a sus hermanos. Vean bien. Así mataron a la tribu yaqui, porque no quiso que le arrebataran sus tierras. Igual mataron a los trabajadores de Río Blanco y Cananea, porque no querían morirse de hambre. Así matarán a 1. todos si no les partimos la madre. Vean.

El dedo del joven teniente Aparicio recorrió el montón de árboles cercanos a la barranca: las sogas de henequén, mal hechas, crudas, arrancaban, todavía, sangre a los cuellos; pero los ojos abiertos, las lenguas moradas, los cuerpos inánimes apenas mecidos por el viento que soplaba de la sierra, estaban muertos. A la altura de las miradas —perdidas unas, enfurecidas otras, la mayoría dulces, incomprensivas, llenas de un dolor quieto— sólo los huaraches ~ enlodados, los pies desnudos de un niño, las zapatillas negras de una mujer. El descendió del caballo. Se acercó. Abrazó la falda almidonada de Regina con un grito roto, flemoso: con su primer llanto de hombre.

Aparicio y Gavilán lo condujeron al cuarto de la muchacha. Lo obligaron a recostarse, le cambiaron el trapo sucio por una venda, le limpiaron la herida. Cuando salieron, él abrazó la almohada y escondió el rostro. Quería dormir, nada más, y en secreto se dijo que acaso el sueño podía volver a igualarlos, a reunirlos. Se dio cuenta de que era imposible; de que ahora, sobre esa cama de mosquiteros amarillentos, podía percibirse con una intensidad superior a la de la presencia el olor de la cabellera húmeda, del cuerpo liso, de los muslos tibios. Estaba allí como nunca lo había estado en realidad, más viva que nunca en la cabeza afiebrada del joven: más ella, más suya, ahora que la recordaba. Quizá, durante sus breves meses de amor, nunca vio la belleza de los ojos con tanta emoción, ni pudo compararlos, como ahora, con sus gemelos brillantes: joyas negras, hondo mar quieto bajo él sol, fondo de arena mecida en el tiempo, cerezas oscuras del árbol de carne y entrañas calientes. Nunca le dijo eso. No hubo tiempo. No hubo tiempo para decirle tantas cosas del amor. Nunca hubo tiempo para la última palabra. Acaso cerrando los ojos, ella regresaría entera, a vivir de las caricias ansiosas que pulsaban en las yemas de los dedos del hombre. Acaso bastaría imaginarla para tenerla siempre a su lado. Quién sabe si el recuerdo puede realmente prolongar las cosas, entrelazar las piernas, abrir las ventanas a la madrugada, peinar el cabello y resucitar los olores, los ruidos, el tacto. Se incorporó. Buscó a tientas, en el cuarto oscuro, la botella de mezcal. De repente no servía para olvidar, como dicen todos, sino para sacar fuera los recuerdos más de prisa.

Regresaría a las rocas de aquella playa, mientras el alcohol blanco le prendía lumbre al estómago. Regresaría. ¿Adónde? ¿A esa playa mítica, que nunca existió? ¿A esa mentira de la niña adorada, a esa ficción de un encuentro junto al mar, inventado por ella para que él se sintiera limpio, inocente, seguro del amor? Arrojó el vaso de mezcal al piso. Para eso servía el licor, para desbaratar las mentiras. Era una hermosa mentira.

«—¿Dónde nos conocimos?

«—¿No recuerdas?

«——Dímelo tú.

«—¿No recuerdas esa playa? Yo iba allí todas las tardes.

«—Ya recuerdo. Viste el reflejo de mi rostro junto al tuyo.

«—Recuérdalo: y ya nunca quise verme sin tu reflejo junto al mío.

«—Sí, recuerdo.»

Él debía creer en esa hermosa mentira, siempre, hasta el fin. No era cierto: él no había entrado a ese pueblo sinaloense como a tantos otros, buscando a la primera mujer que pasara, incauta por la calle. No era verdad que aquella ."'. muchacha de dieciocho años había sido montada a la fuerza en un caballo y violada en silencio en el dormitorio común de los oficiales, lejos del mar, dando la cara a la sierra espinosa y seca. No era cierto que él había sido perdonado en silencio por la honradez de Regina: cuando la resistencia cedió al placer y los brazos que jamás habían tocado a un hombre lo tocaron por primera vez con alegría y la boca húmeda, abierta, sólo repetía, como anoche, que sí, que sí, que le había gustado, que con él le había gustado, que quería más, que le había tenido miedo a esa felicidad. Regina de la mirada soñadora y encendida. Cómo aceptó la verdad de su placer y admitió que estaba enamorada de él; cómo inventó el cuento del mar y el reflejo en el agua dormida para olvidar lo que después, al amarla, podría avergonzarlo. Mujer de la vida, Regina, potranca llena de sabor, limpia hada de la sorpresa, mujer sin excusas, sin palabras de justificación. Nunca conoció el tedio; nunca lo apesadumbró con quejas dolientes. Estaría allí siempre, en un pueblo o en otro. Quizá ahora mismo se disiparía la fantasía de un cuerpo inerte colgando de una soga y ella… ella ya estaría en otro pueblo. Nada más se adelantó. Sí: como siempre. Salió sin molestar y se fue hacia el Sur. Atravesó las líneas de los federales y encontró un cuartito en el siguiente pueblo. Sí; porque ella no podría vivir sin él, ni él sin ella. Sí. Todo era cuestión de salir, tomar el caballo, empuñar la pistola, continuar la ofensiva y encontrarla en el siguiente descanso.

Buscó en la oscuridad la túnica. Se cruzó las cartucheras sobre el pecho. Afuera, el caballo negro, el tranquilo, estaba amarrado a un poste. La gente no se separaba de los ahorcados, pero él ya no miró hacia ese lado. Montó el caballo y corrió rumbo al cuartel.

—¿Para dónde jalaron esos hijoeputa? —le gritó a uno de los soldados de guardia en el cuartel.

—P'al otro lado de la barranca, mi jefe.

Dicen que están atrincherados junto al puente, en espera de refuerzos. Que'zque quieren tomar este pueblo otra vez. Éntrele, cómase algo.

Desmontó. Caminó sin prisa a las hogueras del patio, donde se mecían sobre los palos cruzados las ollas de barro y se levantaba el rumor de las manos de mujer cacheteando la masa de harina. Metió el cucharón en el caldo hirviente del menudo, pellizcó la cebolla, el chile en polvo, el orégano; masticó las tortillas norteñas, duras, frescas; las patas de cerdo. Estaba vivo.

Arrancó del círculo de fierro oxidado la tea que alumbraba la entrada al cuartel. Hundió las espuelas en la panza del caballo negro: los que aún caminaban por la calle se hicieron a un lado; el caballo sorprendido trató de encabritarse, pero él apretó las bridas, volvió á hundir las espuelas y sintió, al fin, que el caballo entendía. Ya no era el caballo del hombre herido, del hombre dudoso que esa tarde atravesó la montaña. Era otro caballo: entendió. Agitó la crin para que él entendiera: contaba con una montura de guerra, tan furiosa y veloz como su jinete. Y el jinete levantaba la tea e iluminaba, ya, el campo por donde se rodeaba el pueblo para desembarcar en el puente sobre la barranca.

Una fogata, también, iluminaba la entrada al puente. Los kepís de los pelones reverberaban con palidez rojiza. Pero los cascos del caballo negro arrastraban toda la fuerza de la tierra, iban recogiendo hierba y polvo y espina, iban dejando una estela de chispas derramadas por la tea empuñada por el hombre que se lanzó sobre el puesto del puente, saltó por encima de la fogata, disparó la pistola contra los ojos azorados, contra las nucas oscuras, sobre los cuerpos que no entendían, que hacían retroceder los cañones, que no sabían distinguir en la noche la soledad del jinete que debe llegar al Sur, al siguiente pueblo, donde lo esperan…

—¡Abran paso, pelones jijos de su repe'lona! —gritan las mil voces de ese hombre.

La voz del dolor y del deseo, la voz de la pistola, el brazo que arrima la tea a las cajas de pólvora y hace estallar los cañones y pone en fuga a los caballos sin jinete, en medio del caos de relinchos y llamaradas y estallidos que ahora tienen un eco lejano en las voces perdidas del pueblo, en la campana que comienza a repicar en la torre rojiza de la iglesia, en el latir de la tierra que soporta los cascos de la caballería revolucionaria, que ahora cruza el puente y encuentra la destrucción y la fuga y las fogatas apagadas, pero que no encuentra ni a los federales ni al teniente, el que cabalga hacia el Sur, con la tea en alto, con los ojos incendiados de su caballo: hacia el Sur, con el hilo entre las manos, hacia el Sur.

Yo sobreviví. Regina. ¿Cómo te llamabas? No. Tú Regina. ¿Cómo te llamabas tú, soldado sin nombre? Sobreviví. Ustedes murieron. Yo sobreviví. Ah, me han dejado en paz. Creen que estoy dormido. Te recordé, recordé tu nombre. Pero tú no tienes nombre. y los dos avanzan hacia mí, tomados de la mano, con sus cuencas vaciadas, creyendo que van a convencerme, a provocar mi compasión. Ah, no. No les debo la vida a ustedes. Se la debo a mi orgullo, ¿me oyen?, se la debo a mi orgullo. Reté. Osé. ¿Virtudes? ¿Humildad? ¿Caridad? Ah, se puede vivir sin eso, se puede vivir. No se puede vivir sin orgullo. ¿Caridad? ¿A quién le hubiera servido? ¿Humildad? Tú, Catalina, ¿qué habrías hecho de mi humildad? Con ella me habrías vencido de desprecio, me habrías abandonado. Ya sé que te perdonas imaginando la santidad de ese sacramento. le. De no ser por mi riqueza, bien poco te habría importado divorciarte. Y tú, Teresa, si a pesar de que te mantengo me odias, me insultas, ¿qué habrías hecho odiándome en la miseria, insultándome en la pobreza? Imagínense sin mi orgullo, fariseas, imagínense perdidas en esa multitud de pies hinchados, esperando eternamente un camión en todas las esquinas de la ciudad, imagínense empleadas en un comercio, en una oficina, tecleando máquinas, envolviendo paquetes, imagínense ahorrando para comprar un coche en abonos, prendiendo veladoras a la Virgen para mantener la ilusión, pagando mensualidades de un terreno, suspirando por un refrigerador, imagínense sentadas en un cine de barrio todos los sábados, comiendo cacahuates, tratando de encontrar un taxi a la salida, merendando fuera una vez al mes, imagínense con todas las justificaciones que yo les evité, imagínense teniendo que gritar como México no hay dos para sentirse vivas, imagínense teniendo que sentirse orgullosas de los sarapes y Cantinflas y la música de mariachi y el mole poblano para sentirse vivas, ah-jay, imagínense teniendo que confiar realmente en la manda, la peregrinación a los santuarios, la eficacia de la oración para mantenerse vivas,

—Domine, non sum dignus…

«—Salud. Primero, quieren cancelar todos los empréstitos de bancos norteamericanos al Ferrocarril del Pacífico. ¿Sabe usted cuánto paga anualmente el Ferrocarril por intereses sobre los empréstitos? Treinta y nueve millones de pesos. Segundo, quieren correr a todos los consejeros de la rehabilitación de los ferrocarriles. ¿Sabe cuánto ganamos? Diez millones al año. Tercero, quieren correr a todos los que administramos los empréstitos norteamericanos a los ferrocarriles. ¿Sabe usted cuánto ganó y cuánto gané yo el año pasado… ?

«—Tbree million pesos each…

«—Eso mismo. Y no termina allí la cosa.

Haga el favor de telegrafiarle a la National Fruits Express que estos líderes comunistas quieren cancelar el alquiler de carros refrigeradores que le reporta a la compañía veinte millones de pesos anuales y a nosotros una buena comisión. Salud."

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
12.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Physics Can Be Fatal by Elissa D. Grodin
Marriage Seasons 04 - Winter Turns to Spring by Palmer, Catherine, Chapman, Gary
Sons of Lyra: Slave Princess by Felicity Heaton
It Ends With Us by Colleen Hoover
The API of the Gods by Matthew Schmidt