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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (5 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—¿No que despojó al clero?

—Újule… el padrecito le da la salvación eterna a don Gamaliel, a cambio de que don Gamalie le dé la salvación en la tierra al padrecito.

El sol los cegó al salir a la calle.

—¡Bien haya lo bien parido, que ni trabajo da criarlo!

—¿Quién es esa mujer?

—Pues quién ha de ser, mi coronel… La hijita del mentado.

Caminó, mirándose las puntas de los zapatos, por las viejas calles, trazadas como un tablero de ajedrez. Cuando dejó de escuchar el taconeo sobre los adoquines y los pies levantaron un polvo reseco y gris, dirigió la mirada hacia los muros almendrados del antiguo templo fortaleza. Cruzó la ancha explanada y entró a la nave silenciosa, larga y dorada. Nuevamente, las pisadas resonaron. Avanzó hacia el altar.

Redondo, cubierto de una piel muerta, el cuerpo del padre sólo brillaba, al fondo de los pómulos inflamados, en dos ojos de carbón. Desde que vio avanzar al desconocido a lo largo de la nave y él lo espió, escondido detrás de una alta crujía, antiguo coro de las monjas que huyeron de México durante la República liberal, el cura distinguió en los movimientos ajenos la marcialidad inconsciente del hombre acostumbrado al estado de alerta, al mando y al ataque. No era sólo la ligerísima deformación de las corvas del jinete: era cierta fuerza nerviosa del puño formado en el contacto diario con la pistola y las bridas: aun cuando, como ahora, ese hombre sólo caminara con el puño cerrado, a Páez le bastaba para reconocer una fuerza inquietante. Encaramado en el lugar secreto de las monjas, pensó que un hombre así no venía a cumplir actos de devoción. Se levantó la sotana y descendió, lentamente, por la escalera de caracol que conducía al viejo convento deshabitado. La falda arremangada, los hombros levantados hasta las orejas, el cuerpo negro y el rostro blanco y sin sangre, los ojos penetrantes: descendía pisando con cuidado. Los peldaños requerían una reparación urgente: su antecesor había perdido pie en el año 10, con fúnebres consecuencias. Pero Remigio Páez, semejante a un murciélago inflado, parecía penetrar con sus ojillos todas las oscuridades del cubo negro, húmedo y escarapelado. y la oscuridad, el peligro, le obligaban a despertar todos sus sentidos y reflexionar: ¿un militar en su iglesia, vestido de paisano, sin compañía ni escolta? Ah, la novedad era demasiado grande para pasar inadvertida. Bien lo había previsto. Pasarían las batallas, las violencias, los sacrilegios —pensó en la banda que, hace apenas dos años, se llevó todas las casullas y todos los objetos sagrados— y la Iglesia permanente, fundada para los siglos de los siglos, volvería a entenderse con los poderes de la ciudad terrestre. Un militar vestido de civil… sin escolta…

Bajó rozando con una mano la pared tumefacta, por donde goteaba un hilo oscuro. El cura recordó que pronto se iniciaría la época de lluvias. Ya se había encargado él, con todos sus poderes, de advertirlo desde el púlpito y en cada una de sus confesiones: es un pecado, un grave pecado contra el Espíritu Santo negarse a recibir los dones del cielo; nadie puede atentar contra los designios de la Providencia, y la Providencia ha ordenado las cosas como son y así deben aceptarlas todos; todos deben salir a labrar las tierras, a recoger las cosechas, a entregar los frutos de la tierra a su legítimo dueño, un dueño cristiano que paga las obligaciones de su privilegio entregando, puntualmente, los diezmos a la Santa Madre Iglesia. Dios castiga la rebeldía y Luzbel siempre es vencido por los arcángeles —Rafael, Gabriel, Miguel, Gamaliel. .. Gamaliel.

—¿Y la justicia, padre?

—La justicia final se imparte allá arriba, hijo. No la busques en este valle de lágrimas.

Las palabras —murmuró el padre al descansar, por fin, en el piso firme y sacudirse el polvo de la sotana—; las palabras, malditos rosarios de sílabas que encienden la sangre y las ilusiones de quienes deben contentarse con pasar rápidamente por esta corta vida y gozar, a cambio de su prueba mortal, en la vida eterna. Cruzó el claustro y caminó por una crujía de arcadas. Justicia! ¿Para quién, por cuánto tiempo? Cuando la vida puede ser tan agradable para todos, si todos comprenden la fatalidad de su destino y no andan por allí, sonsacando, alebrestando, ambicionando…

—Sí, creo; sí, creo… —repitió en voz baja el padre y abrió la puerta labrada de la sacristía.

—Admirable trabajo, ¿verdad? —dijo al acercarse al hombre alto detenido frente al altar—. Los frailes mostraron estampas y grabados a los artesanos indígenas, y ellos fueron convirtiendo en formas cristianas sus gustos… Dicen que hay un ídolo escondido detrás de cada altar. Si es así, se trata de un ídolo bueno, que ya no exige sangre como los dioses paganos…

—¿Usted es Páez?

—Remigio Páez —dijo la sonrisa torcida—. ¿Y usted: general, coronel, mayor… ?

—Nada más Artemio Cruz.

—¡Ah!

Cuando el teniente coronel y el cura se despidieron frente a la portada de la iglesia, Páez dobló las manos sobre el estómago y vio alejarse al visitante. La mañana azul y límpida recortaba y acercaba las líneas de los volcanes: la pareja de la mujer dormida y su guardián solitario. Guiñó los ojos: no toleraba esa luz transparente: observaba con gratitud el avance de las nubes negras que pronto humedecerían el valle y apagarían el sol, todas las tardes, con su puntual tormenta gris.

Dio la espalda al valle y regresó a la sombra del convento. Se frotó las manos. Poco le importaban la altanería y los insultos de este pelado. Si ésa era la manera de salvar la situación y permitir a don Gamaliel que pasara los últimos años de su existencia al abrigo de cualquier peligro, no sería Remigio Páez, ministro del Señor, quien lo desbarataría todo con un alarde de indignación y un celo de cruzado. Por el contrario: ahora se relamía pensando en la sabiduría de su humildad. Si este hombre' quería salvar su orgullo, hoy y mañana el padre Páez lo escucharía con la cabeza baja, a veces movida afirmativamente, como si aceptara con dolor las culpas que el poderoso gañán atribuía a la Iglesia. Tomó el sombrero negro de un gancho, lo colocó descuidadamente sobre la cabeza de mechones castaños y encaminó sus pasos hacia la casa de don Gamaliel Bernal.

—Puede hacerlo, ¡cómo no! —afirmó el viejo esa tarde, después de conversar con el cura—. Pero me pregunto, ¿qué treta utilizará para entrar aquí? Le dijo al padre que vendría a verme hoy mismo. No… no entiendo bien, Catalina.

Ella levantó el rostro. Descansó una mano sobre el lienzo de estambre en el cual, con esmero, iba dibujando un diseño de flores. Tres años antes, les comunicaron la noticia: Gonzalo había muerto. Desde entonces, padre e hija se habían ido acercando hasta convertir este lento discurrir de las tardes, sentados sobre las sillas de mimbre del patio, en algo más que una consolación: en una costumbre que, según el viejo, habría de prolongarse hasta su muerte. Poco importaba que el poder y la riqueza de ayer se fueran desmembrando; acaso ése era el tributo que debía pagarse al tiempo y a la ancianidad. Don Gamaliel se instaló dentro de una lucha pasiva. No saldría a someter a los campesinos, pero jamás aceptaría la invasión ilegal. No exigiría a los deudores el pago de los préstamos y los intereses, pero ya no podrían contar con un solo centavo, nunca más.

Esperaba que algún día regresaran de rodillas, cuando la necesidad los obligara a abandonar el orgullo. Pero él se mantendría firme en el suyo. y ahora… llega este desconocido y promete dar préstamos a todos los campesinos, a un interés mucho más bajo que el impuesto por don Gamaliel y se atreve, además, a proponer que los derechos del viejo hacendado pasen gratuitamente a sus manos, con la promesa de reembolsarle la cuarta parte de lo que logre recuperar. Eso o nada.

—Me lo imagino; no terminarán allí sus exigencias.

—¿Las tierras?

—Sí, algo urde para quitarme las tierras, no lo dudes.

Ella, como todas las tardes, recorrió las jaulas coloradas del patio, cubriéndolas con capuchas de lona después de observar los movimientos nerviosos de los cenzontles y petirrojos que picoteaban el alpiste y chirriaban, por última vez, antes de que el sol desapareciera.

El viejo no esperaba una coartada de este tamaño. El último hombre que vio a Gonzalo, su compañero de celda, el portador de las últimas palabras de amor para el padre, la hermana, la esposa y el hijo.

—Me dijo que pensó en Luisa y el niño antes de morir.

—Papá. Quedamos en que no…

—No le dije nada. No sabe que ella volvió a casarse y que mi nieto lleva otro nombre. —Desde hace tres años no habla usted de eso. ¿Por qué ahora?

—Tienes razón. Lo hemos perdonado, ¿no es cierto? He pensado que debemos perdonarlo por haberse pasado al enemigo. He pensado que debemos tratar de entenderlo…

—Creí que todas las tardes usted y yo, aquí, lo perdonábamos en silencio.

—Sí, sí, eso es. Tú me entiendes sin necesidad de palabras. ¡Qué reconfortante! Tú me entiendes…

Por eso, cuando ese huésped temido, esperado —porque alguien, algún día, debía llegar y decir: «Lo vi. Lo conocí. Los recordó»— y echó por delante su coartada perfecta, sin mencionar siquiera los problemas reales de la rebelión campesina y de los pagos suspendidos, don Gamaliel, después de pasarlo a la biblioteca, se excusó y caminó rápidamente —este viejo lento que identificaba la pausa con la elegancia— hacia la recámara de Catalina.

—Arréglate. Quítate ese vestido negro; ponte algo que te luzca. Ve a la biblioteca en cuanto el reloj dé las siete.

No dijo más. Ella le obedecería: ésta sería la prueba de todas las tardes melancólicas. Ella entendería. Quedaba esa carta para salvar las cosas: a don Gamaliel le bastó sentir la presencia y adivinar la voluntad de este hombre para comprender —o para decirse— que cualquier dilación sería suicida, que era difícil contrariarlo y que el sacrificio exigido sería pequeño y, en cierta manera, no muy repulsivo. Ya estaba advertido por el padre Páez: un hombre alto, lleno de fuerza, con unos ojos verdes hipnóticos y un hablar cortante. Artemio Cruz.

Artemio Cruz. Así se llamaba, entonces, el nuevo mundo surgido de la guerra civil; así se llamaban quienes llegaban a sustituirlo. Desventurado país —se dijo el viejo mientras caminaba, otra vez pausado, hacia la biblioteca y esa presencia indeseada pero fascinante—; desventurado país que a cada generación tiene que destruir a los antiguos poseedores y sustituirlos por nuevos amos, tan rapaces y ambiciosos como los anteriores. El viejo se imaginaba a sí mismo como el producto final de una civilización peculiarmente criolla: la de los déspotas ilustrados. Se deleitaba pensándose como un padre, a veces duro, al cabo proveedor y siempre depositario de una tradición del buen gusto, de cortesía, de cultura.

Por eso lo había llevado a la biblioteca.

Allí era más evidente el carácter venerable —casi sagrado— de lo que don Gamaliel era y representaba. Pero el huésped no se dejó impresionar. No escapó a la perspicacia del viejo, mientras reclinaba la cabeza contra el respaldo de cuero y entrecerraba los ojos para ver mejor a su contrincante, que este hombre acarreaba una nueva experiencia, forjada a martillazos, acostumbrada a jugarlo todo porque nada tenía. No mencionó siquiera las verdaderas razones de su visita. Don Gamaliel aceptó que era mejor así: quizá el recién llegado comprendía las cosas con tanta sutileza como él, aunque sus motivaciones fueran más poderosas: la ambición —el viejo sonrió al recordar ese sentimiento, para él sólo palabra—; el impulso inmediato a cobrar los derechos ganados con el sacrificio, la lucha, las heridas: esa cicatriz de sable en la frente. No lo pensaba a solas don Gamaliel: en los labios silenciosos y en la mirada elocuente del otro estaba escrito lo que el anciano, jugueteando con la lupa, sabía leer.

El extraño no movió un dedo cuando don Gamaliel se acercó al escritorio y extrajo aquel papel: la lista de sus deudores. Mejor. Por este camino, se entenderían bien; acaso no sería necesario mencionar esos asuntos tan molestos acaso todo se resolvería por caminos más elegantes. El joven militar ha comprendido pronto el estilo del poder, se repitió don Gamaliel, y este sentimiento de herencia facilitó los amargos trámites a los que la realidad le obligaba.

—¿No vio usted cómo me miraba? —gritó la muchacha cuando el huésped dio las buenas noches—.¿No se dio usted cuenta de su deseo… de la porquería de esos ojos?

—Sí, sí —el viejo calmó con las manos a su hija—. Es natural. Eres muy hermosa, ¿sabes?, pero has salido poco de esta casa. Es natural.

—¡No saldré nunca!

Don Gamaliel encendió lentamente el puro que le teñía de amarillo los espesos bigotes y el arranque de la barba en el mentón.

—Pensé que entenderías.

Meció lentamente el sillón de mimbre y miró hacia el firmamento. Era una de las últimas noches de clima seco, de cielo tan despejado que, guiñando los ojos, podía percibirse el color verdadero de las estrellas. La muchacha ocultó las mejillas encendidas entre las manos.

—¿Qué le dijo el padre? ¡Es un hereje! Es un hombre sin Dios, sin respeto… ¿Y usted cree el cuento que inventó?

—Calma, calma. Las fortunas no siempre se crean a la sombra de la divinidad.

—¿Cree usted ese cuento? ¿Por qué murió Gonzalo y no este señor? Si los dos estaban condenados en la misma celda, ¿por qué no están muertos los dos? Yo lo sé, yo lo sé: no es cierto lo que nos ha venido a contar; ha inventado este cuento para humillarlo a usted y para que yo…

Don Gamaliel dejó de mecerse. ¡Tan bien que se iban resolviendo las cosas, tan tranquilamente! y ahora, de la intuición de la mujer, surgían los argumentos que el viejo ya había imaginado, medido y desechado por inútiles.

—Tienes la imaginación de los veinte años. —Se incorporó y apagó el cigarro—. Pero si quieres franqueza, seré franco. Este hombre puede salvarnos. Cualquier otra consideración sale sobrando…

Suspiró y alargó los brazos para tocar las manos de la hija.

—Piensa en los últimos años de tu padre. ¿Crees que no merezco un poco de… ?

—Sí, papá, no digo nada…

—y piensa en ti misma.

Ella bajó la cabeza. —Sí, me doy cuenta.

Sabía que algo así iba a pasar desde que Gonzalo se fue de la casa. Si viviera…

—Pero no vive.

—No pensó en mí. Quién sabe en qué pensó.

Detrás del círculo de luz arrojado por el quinqué que don Gamaliel levantaba en alto, a lo largo de los viejos corredores fríos, la muchacha se obligó a recoger esa multitud de imágenes viejas y confusas: recordó los rostros tensos y sudorosos de los compañeros de escuela de Gonzalo, las largas discusiones en el cuarto del fondo; recordó la mirada iluminada, terca, ansiosa, de su hermano, ese cuerpo nervioso que parecía, a veces, existir fuera de la realidad, que amaba la comodidad, las buenas cenas, el vino, los libros y que, en arranques periódicos de cólera, repudiaba esa tendencia sensual y conformista. Recordó la frialdad de Luisa, su cuñada; los altercados violentos que se apagaban cuando la niña entraba a la sala; ese llanto ahogado en risa de la mujer de Gonzalo cuando les fue anunciada la muerte; la salida en silencio, una madrugada, cuando se creía que todos dormían y la jovencita se asomaba detrás de los visillos de la sala: la mano dura de aquel hombre de bombín y bastón que tomaba la de Luisa y la ayudaba a subir, junto con el niño, a la carroza negra cargada con los baúles de la viuda.

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