La Muerte de Artemio Cruz (10 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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]e. Eso estuvo bien explicado. Tarugos. Si no les defiendo yo sus intereses, tarugos. Oh, lárguense todos, déjenme oír. A ver si no me entienden. A ver si no comprenden lo que quiere decir un brazo doblado así. ..

«—Toma asiento, pollita. Ahora te atiendo. Díaz: tenga mucho cuidado que no se vaya a filtrar una sola línea sobre la represión de la policía contra estos alborotadores.

«—Pero parece que hay un muerto, señor. Además, fue en el centro mismo de la ciudad. Va a ser difícil.

«—Nada, nada. Son órdenes de arriba.

«—Pero sé que una hoja de los trabajadores va a publicar la noticia.

«—¿Y en qué está pensando? ¿No le pago yo para pensar? ¿No le pagan en su «fuente" para pensar? Avise a la Procuraduría para que cierren esa imprenta… »

Qué poco necesito para pensar. Una chispa. Una chispa para dar vida a esta red compleja, enorme. Otros seres necesitan una generación eléctrica que a mí me mataría .. Necesito navegar en aguas turbias, comunicarme a largas distancias, repeler a los enemigos. Ah sí. Gira eso. No me interesa.

«—María Luisa. Este Juan' Felipe Couto, como siempre, quiere pasarse de listo… Es todo, Díaz… Pásame el vaso de agua, muñeca. Digo: quiere pasarse de listo. Igual que con Federico Robles, ¿te acuerdas? Pero conmigo no se va a poder…

«—¿Cuándo, mi capitán?

«—Obtuvo con mi ayuda la concesión para construir esa carretera en Sonora. Incluso lo ayudé para que le aprobaran un presupuesto como tres veces superior al costo real de la obra, en la inteligencia de que la carretera pasaría por los distritos de riego que le compré a los ejidatarios. Acabo de informarme de que el lángara también compró sus tierritas por aquel rumbo y piensa desviar el trazo de la carretera para que pase por sus propiedades…

«—¡Pero qué cerdo! Tan decente que parece.

«—Entonces, muñequita, ya sabes; metes unos cuantos chismes en tu columna ha. blando del inminente divorcio de nuestro prohombre. Muy suavecito, no más para que se nos asuste.

«—Además tenemos unas fotos de Cauto en un cabaret con una güerota que de plano no es madame Cauto.

«—Resérvatela, por si no responde… » Dicen que las células de la esponja no están unidas por nada y sin embargo la esponja está unida: eso dicen, eso recuerdo porque dicen que si se rasga violentamente a la esponja, la esponja hecha trizas vuelve a unirse, nunca pierde su unidad, busca la manera de agregar otra vez sus células dispersas, nunca muere, ah, nunca muere.

—Esa mañana esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.

—Lo dominaste y me lo arrancaste.

Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y yo sigo pensando en el carpintero y luego en su hijo y en lo que nos hubiéramos evitado si lo dejan suelto con sus doce agentes de relaciones públicas, suelto como una cabra, viviendo del cuento de los milagros, sacando las comidas gratis, las camas gratis y compartidas para los curanderos sagrados, hasta que la vejez y el olvido lo derrotaran y Catalina y Teresa y Gerardo se sientan en los sillones al fondo de la recámara. ¿Cuánto tardarán en traer un cura, apresurar mi muerte, arrancarme confesiones? Ah, quisieran saber. Cómo me vaya divertir. Cómo cómo. Tú, Catalina, serías capaz de decirme lo que nunca me dijiste con tal de ablandarme y saber eso. Ah, pero yo sé lo que tú quisieras saber. y el rostro afilado de tu hija no lo oculta. No tardará en aparecer por aquí ese pobre diablo a inquirir, a lagrimear, a ver si al fin puede disfrutar de todo esto. Ah, qué mal me conocen. ¿Creen que una fortuna así se dilapida entre tres farsantes, entre tres murciélagos que ni siquiera saben volar? Tres murciélagos sin alas: tres ratones. Que me desprecian. Sí. Que no pueden evitar el odio de los limosneros. Que detestan las pieles que las cubren, las casas que habitan, las joyas que lucen, porque yo se las he dado. No, no me toquen ahora…

—Déjenme·…

—Es que ha venido Gerardo… Gerardito… tu yerno… míralo.

—Ah, el pobre diablo…

—Don Artemio…

—Mamá, no aguanto, ¡no aguanto no aguanto!

—Está enfermo…

—Bah, ya me levantaré, ya verán…

—Te dije que se estaba haciendo.

—Déjalo descansar.

—¡Te digo que se está haciendo! Fingiendo como siempre para burlarse de nosotros como siempre como siempre.

—No no, el médico dice…

—Qué sabe el médico. Yo lo conozco mejor. Es otra burla.

—¡No digas nada!

No digas nada. Ese aceite. Me untan ese aceite en los labios. En los párpados. En las ventanas nasales. No saben lo que costó. Ellas no tuvieron que decidir. En las manos. En los pies helados que ya no siento. Ellas no 'saben. Ellas no tuvieron que exponerlo todo. En los ojos. Me abren las piernas y me untan ese aceite en los muslos.

—Ego te absolvo.

Ellos no saben. Ella no habló. No dijo.

Tú vivirás setenta y un años sin darte cuenta: no te detendrás a pensar en que tu sangre circula, tu corazón late, tu vesícula se vacía de líquidos serosos, tu hígado segrega bilis, tu riñón produce orina, tu páncreas regula el azúcar en tu sangre: no has provocado esas funciones con tu pensamiento:' sabrás que respiras, pero no lo pensarás porque no depende de tu pensamiento: te desentenderás y vivirás: podrías dominar tus funciones, fingir la muerte, cruzar el fuego, soportar un lecho de vidrios: simplemente, vivirás y dejarás que las funciones se las entiendan solas. Hasta hoy. Hoy en que las funciones involuntarias te obligarán a darte cuenta, te dominarán y acabarán por destruir tu personalidad: pensarás que respiras cada vez que el aire pase trabajosamente hacia tus pulmones, pensarás que la sangre te circula cada vez que las venas del abdomen te latan con esa presencia dolorosa: te vencerán porque te obligarán a darte cuenta de la vida en vez de vivirla. Triunfo. Tú tratarás de imaginarlo talla lucidez que te obliga a percibir el menor latido, todos los movimientos de atracción, de separación, y aun el más terrible, el movimiento de lo que ya no se mueve— y adentro de ti, en tu entraña, esa membrana serosa revestirá la cavidad de tu abdomen y se plegará en torno a las vísceras y uno de sus repliegues, ese repliegue de tejido, vasos sanguíneos y linfáticos que une el estómago y el intestino con las paredes abdominales, ese repliegue de células adiposas, dejará de ser irrigado por la gruesa arteria del río celiaco de tu sangre que alimenta tu estómago y tus vísceras abdominales, penetra en la raíz del repliegue y desciende oblicuamente a la raíz del intestino medio, después de haber corrido detrás del páncreas, originando otra arteria que irriga el tercio de tu duodeno y la mandíbula del páncreas; penetra cruzando tu duodeno, tu aorta, tu vena cava inferior, tu uretra derecha, tu nervio génito-femoral y las venas de tus testículos. Esa arteria correrá, manchada, espesa, encarnada, durante setenta y un años, sin que tú lo sepas. Hoy lo sabrás. Se va a detener. El cauce se va a secar. Durante setenta y un años esa arteria hará un esfuerzo agobiante: en el curso de su descenso, hay un momento en el que, presionada por un segmento de tu columna vertebral, deberá avanzar, al mismo tiempo, hacia abajo, hacia adelante y abruptamente hacia atrás otra vez. Durante setenta y un años tu arteria mesentérica pasará, presionada, por esta prueba, por este salto mortal. Hoy ya no podrá. Hoy no resistirá la presión. Hoy, en el veloz movimiento de pistón hacia abajo, hacia adelante, hacia atrás, se detendrá, convulsa, congestionada, agotada, masa de sangre paralizada, roca morada que obstruirá tu intestino: sentirás ese latido de la presión creciente, lo sentirás: es tu sangre que se detiene por primera vez, que esta vez no alcanza la orilla de tu vida, se detiene a congelarse dentro del hervor de tu intestino, a pudrirse, estancada, sin haber alcanzado la orilla de tu vida:

Y es cuando Catalina se acercará a ti, te preguntará si no se te ofrece nada, a ti que sólo podrás atender a tu dolor creciente, tratar de repelerlo con la voluntad de sueño, de reposo, mientras Catalina no pueda evitar ese gesto, esa mano adelantada que en seguida retirará, temerosa, para unirla con la otra junto a sus pechos de matrona, para separarla de nuevo y, esta vez, acercarla, temblando, a tu frente: acariciará tu frente y tú no te darás cuenta, perdido en la concentración aguda del dolor, no te darás cuenta de que por primera vez en muchas décadas Catalina acerca su mano a tu frente, acaricia tu frente, aparta los mechones canosos, empapados de sudor, que la cubren y vuelve a acariciarla, con un temor agradecido, al cabo, de que la ternura lo venza, con una ternura avergonzada de sí misma, con una vergüenza que al cabo parece ser aplacada por la certeza de que tú no te das cuenta de que ella te acaricia, quizá te pasa con los dedos, a la frente, unas palabras que quieren mezclarse con ese recuerdo tuyo que no deja de correr, perdido en el fondo de estas horas, inconsciente, ajeno a tu voluntad pero fundido en tu memoria involuntaria, la que se desliza entre los resquicios de tu dolor y te repite, ahora, las palabras que no escuchaste entonces. Ella también pensará en su orgullo. Allí nacerá la chispa. Allí la escucharás, en ese espejo común, en ese estanque que reflejará los rostros de ambos, que los ahogará cuando traten de besarse, el uno al otro, en el reflejo líquido de sus rostros: ¿por qué no miras a un lado?; allí estará Catalina en su carne; ¿por qué tratas de besarla en el frío reflejo del agua?, ¿por qué no acerca ella su rostro al tuyo, por qué, como tú, lo hunde en las aguas estancadas y te repite, ahora que no la escuchas, «Me dejé ir»? Quizá su mano te hable de una libertad excesiva que derrota a la libertad. La libertad que levanta una torre sin fin, no alcanza el cielo, pero cuartea el abismo, rompe la tierra: la nombrarás: separación: te rehusarás: orgullo: sobrevivirás, Artemio Cruz: sobrevivirás porque te expondrás: te expondrás al riesgo de la libertad: vencerás el riesgo y, sin enemigos, te convertirás en tu propio enemigo para continuar la batalla del orgullo: vencidos todos, sólo te faltará vencerte a ti mismo: tu enemigo saldrá del espejo a librar la Última batalla: la ninfa enemiga, la ninfa de aliento espeso, hija de dioses, madre del seductor cabrío, madre del único dios muerto en tiempo del hombre: del espejo saldrá la madre del Gran Dios Pan, la ninfa del orgullo, tu doble, otra vez tu doble: tu Último enemigo, en la tierra despoblada de los vencidos por tu orgullo: sobrevivirás: descubrirás que la virtud es sólo deseable, pero la soberbia es sólo necesaria: y sin embargo, esa mano que en este momento acaricia tu frente llegará al fin, con su pequeña voz, a silenciar el grito de los retos, a recordarte que sólo al final, aunque sea el final, la soberbia es superflua y la humildad necesaria: sus dedos pálidos tocarán tu frente afiebrada, querrán calmar tu dolor, querrán decirte hoy lo que no te dijeron hace cuarenta y tres años.

1924: 3 de junio

Tomó entre los brazos al niño y permaneció junto a la ventana.

«Oh, qué debilidad; siempre el despertar, esta debilidad, este odio, este desprecio que no acabo de sentir… »

Su mirada se cruzó con la de ese indio sonriente que traspasaba la verja del huerto, se quitaba el sombrero de paja e inclinaba la cabeza…

«… cuando despierto y miro su cuerpo dormido junto a mí…»

Los dientes blancos le brillaban, sobre todo cuando él se acercaba.

«¿Me quiere de verdad?»

El amo se fajó la camisa dentro de los pantalones estrechos y el indio dio la espalda a la ventana de la mujer.

«Han pasado cinco años ya… » Ella dio la espalda al campo.

—¿Qué te trae tan de mañana, Ventura?

—Me vienen guiando mis orejas. ¿Me deja llenar el guaje?

—¿Está todo listo en el pueblo?

Ventura asintió; caminó hacia el jagüey; hundió el guaje en el agua; bebió un trago; volvió a llenarlo.

«Quizá él mismo ha olvidado las razones de nuestro matrimonio… »

—¿Y qué te dicen tus orejas?

—Que el viejo don Pizarro no lo puede ver a usted ni pintado.

Él no la escuchó decirlo, cuando ella despertó de su insomnio. «Me dejé ir.» Recostada aliado de él. La cabellera castaña le cubría el rostro y en todos los pliegues de la carne sintió esa humedad fatigada, ese cansancio del verano. Se pasó una mano por la boca y previó el nuevo día de sol vertical, el aguacero de la tarde, el tránsito nocturno del bochorno a la frescura y no quiso recordar lo sucedido durante la noche. Escondió el rostro en la almohada y repitió: —Me dejé ir.

El alba borró los penachos de la noche y entró, fría y clara, por la ventana entreabierta de la recámara. Definió de nuevo los detalles que la oscuridad confundió en un solo abrazo.

«Soy joven; tengo derecho… »

Se puso el camisón y huyó del lado del hombre antes de que el sol remontase la línea de montañas.

«Tengo derecho; está bendito por la Iglesia.»

Ahora, desde la ventana de su recámara, lo vio coronando el lejano Citlaltépetl. Arrulló

—Eso ya lo sé.

—y dicen las orejas que va a aprovecharse del alboroto de hoy domingo para desquitarse .

" y ahora me ame de verdad… "

—Benditas sean tus orejas, Ventura.

—Bendita sea mi madre que me instruccionó a traerlas siempre bien lavadas y sin cerilla.

—Ya sabes lo que hay que hacer.

«… me ame a mí y admire mi belleza… » El indio rió sin sonido, acarició los bordes de su sombrero deshebrado y miró hacia la terraza cubierta por un alero de tejas, donde esa hermosa mujer ya había tomado asiento sobre la mecedora.

«… mi pasión… »

Ventura la recordaba, desde hace años, sentada siempre allí, a veces con el vientre redondo y grande, otras esbelta y silenciosa, siempre ajena al trajín de las carretas colmadas de grano, a los bramidos de los toros herrados, al desprendimiento seco de los tejocotes durante el verano en la huerta plantada por el nuevo señor alrededor de la casa de campo. " … .lo que yo soy… "

Ella observaba a los dos hombres. Observaba con la mirada de un conejo que mide la distancia que lo separa de los lobos. La muerte de don Gamaliel la había desnudado, súbitamente, de las defensas orgullosas de los primeros meses: el padre representó una continuidad del orden y las jerarquías y en seguida el primer embarazo justificó el alejamiento, el pudor y las advertencias.

«Dios mío, ¿por qué no puedo ser la misma de noche que de día?»

y él, al voltear el rostro para seguir la mirada del indio, encontró el rostro inmóvil de su mujer y pensó que durante esos primeros años la frialdad le había sido indiferente; él mismo había carecido de voluntad para atender ese mundo, ese mundo secundario de lo que no acaba de integrarse, formarse, encontrar su nombre, sentirse antes de nombrarse.

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