Comparaba los día felices de la niñez con este galope incomprensible de rostros duros, ambiciones, fortunas derrumbadas o creadas de la nada, hipotecas vencidas, intereses caducos, orgullos sometidos.
«—Nos ha reducido a la miseria. No podemos tener trato contigo; tú eres parte de lo que él nos hace.»
Era cierto. Este hombre.
«Este hombre que me gusta irremediablemente, este hombre que quizá me ama de verdad, este hombre al que no sé qué decirle, este hombre que me lleva y me trae del placer a la vergüenza, de la vergüenza más deprimente al placer más, más… »
Este hombre había venido a destruirlos: los había destruido ya, y ella sólo salvó su cuerpo, pero no su alma, vendiéndose a él. Largas horas pasó frente a la ventana abierta sobre el campo, perdida en la contemplación del valle sombreado de pirules, meciendo a veces la cuna 'del niño, esperando el segundo parto, imaginando el futuro que podría ofrecerles el aventurero. Entró al mundo como entró al cuerpo de su esposa, venciendo el pudor, con esa alegría, rompiendo las reglas de la decencia, con ese gusto. Sentó a la mesa a esos hombres, capataces de las tierras, peones de mirada brillante, gente que desconocía las buenas maneras. Abolió todas las jerarquías encarnadas por don Gamaliel. Convirtió aquella casa en un establo de gañanes que hablaban de cosas incomprensibles, tediosas, sin gracia. Empezó a recibir comisiones de vecinos, a escuchar frases de adulación. Debía ir a México, al nuevo Congreso. Ellos lo postularían. ¿Quién si no él podía representarlos de verdad? Si él Y su señora quisieran recorrer los pueblos el domingo, verían cómo eran queridos y qué segura estaba la diputación.
Ventura volvió a inclinar la cabeza antes de colocarse el sombrero. La calesa fue conducida por un peón hasta la verja y él le dio la espalda al indio y caminó hacia la mecedora donde se encontraba la mujer preñada.
«¿O es mi deber mantener hasta el fin el rencor que siento?»
Extendió la mano y ella la tomó. Los tejocotes podridos se abrieron bajo sus pies, los perros ladraron y corrieron alrededor de la calesa y las ramas de los ciruelos esparcieron la frescura del rocío. Al darle su apoyo para que subiera a la calesa, él apretó involuntariamente el brazo de su esposa y sonrió.
—No sé si te haya ofendido en algo. Si lo he hecho, te ruego que me perdones.
Esperó unos instantes. Si ella, por lo menos, mostrara cierta turbación. Eso le habría bastado: un gesto que, aun cuando no fuese de cariño, delatara la mínima debilidad, el signo suficiente de una ternura, de un deseo de protección.
«Si sólo pudiera decidirme, si sólo pudiera.»
Igual que durante su primer encuentro, él corrió la mano hacia la palma de ella y volvió a tocar una carne sin emoción. Tomó las riendas y ella se sentó a su lado y abrió la sombrilla azul, sin dirigir la mirada a su esposo.
—Cuiden al niño.
«He dividido mi vida en noche y día, como para satisfacer a las dos razones. ¿Por qué no puedo escoger una sola, Dios mío?»
Él miró fijamente hacia el Oriente. La tierra del maíz, surcada por hilos de agua que los campesinos canalizaban, con las manos, hacia los sembradíos jóvenes, protegiendo los montículos donde se escondía la semilla, pasó a lo largo del camino. Los gavilanes planeaban a lo lejos: emergieron los cetros verdes de los magueyes; los machetes trabajan cortando incisiones en los troncos: esa savia. Sólo el gavilán, desde lo alto, podía distinguir la mancha húmeda y feraz que rodeaba los cascos de las tierras del nuevo señor, que fueron antiguas tierras de Bernal, Labastida y Pizarro.
«Sí: él me quiere, debe quererme.»
La saliva plateada de los riachuelos se agotaba pronto y la excepción cedía su lugar a la regla: el llano calizo de los magueyes. Al paso de la calesa, los trabajadores abandonaron machetes y azadones, los arrieros chicotearon a los borricos: las nubes de polvo se levantaron sobre otra tierra, seca sin transición. Adelante de la calesa, como un enjambre negro, iba la procesión religiosa que no tardaron en alcanzar.
«Debía darle todas las razones para que me quisiera. ¿No me halaga su pasión por mí? ¿No me halagan sus palabras de amor, su osadía, las pruebas de su placer? Aun así. Aun embarazada, no me deja. Sí, sí me halagan.»
El lento avance de los peregrinos los detuvo: niños vestidos con túnicas blancas de filetes dorados, a veces con halos de papel plateado y alambre temblando sobre las cabezas negras, tomados de las manos de las mujeres enrebozadas, pómulos rojos y miradas de vidrio, que se santiguaban y murmuraban las letanías antiguas: de rodillas, con los pies desnudos y las manos encadenadas a los rosarios: quiénes detenían al hombre de piernas llagadas que iba a cumplir la manda, quiénes azotaban al pecador que recibía con gozo los cordelazos sobre la espalda desnuda y la cintura ceñida con pencas espinosas: las coronas de espina abrían heridas sobre las frentes morenas, los escapularios de nopal sobre los pechos lampiños: los murmullos en lengua indígena no se levantaban más allá 'del ras de tierra punteada de gotas rojas que los pies lentos aplanaban y en seguida ocultaban: pies de costra dura, encallecidos, acostumbrados a llevar esa segunda capa de piel lodosa. La calesa no avanzaba.
«¿Por qué no sé aceptar todo eso sin algo extraño en mi corazón, sin una reserva? Quiero entenderlo como la demostración de que él no puede resistir el atractivo de mi cuerpo y sólo puedo entenderlo como una prueba de que lo he sometido, de que puedo arrancarle todas las noches ese amor y al día siguiente despreciarlo con mi frialdad y lejanía. ¿Por qué no decidirme? ¿Por qué debo decidirme?»
Los enfermos apretaban los chiqueadores de cebolla contra las sienes o se dejaban recorrer por las ramas santas de las mujeres: cientos, cientos: sólo un aullido sin interrupción quebraba el silencio bajo de los murmullos: aun los perros babeantes, de piel sarnosa, jadeaban bajo, corriendo entre la multitud de paso lento que esperaba la aparición, en la lejanía, de las torres de yeso rosado, la portada de azulejo y las cúpulas de mosaico amarillo, Los guajes subían a los labios delgados de los penitentes y por los mentones escurría la flema espesa del pulque. Ojos en blanco, agusanados; rostros manchados por la tiña; cabezas rapadas de los niños enfermos; narices picadas por la viruela; cejas borradas por la sífilis: la marca del conquistador en los cuerpos de los conquistados que avanzaban de rodillas, a gatas, a pie, hacia el santuario erigido para honrar al dios de los teúles. Centenares, centenares: pies, manos, signos, sudor, lamentos, ronchas, pulgas, lodo, labios, dientes: centenares.
«Debo decidirme; no tengo otra posibilidad en la vida que ser, hasta mi muerte, la mujer de este hombre, ¿Por qué no aceptarlo? Sí, es fácil pensarlo. No es tan fácil olvidar los motivos de mi rencor. Dios, Dios, dime si yo misma estoy destruyendo mi felicidad, dime si debo preferirlo a mis deberes de hermana y de hija…,»
La calesa se abría paso con dificultad por el sendero de polvo, entre los cuerpos que no conocían la prisa, que avanzaban de rodillas, a pie, a gatas, hacia el santuario. Los flancos de maguey impedían salirse del camino para dar un rodeo y la mujer blanca se defendía del sol con la sombrilla entre los dedos, era mecida suavemente por los hombros de los peregrinos: los ojos de gacela, los lóbulos sonrosados, la blancura pareja de la tez, el pañuelo que le cubría la nariz y la boca, los senos altos detrás de la seda azul, el vientre grande, los pequeños pies cruzados y las zapatillas de raso:
«Tenemos un hijo. Mi padre y mi hermano están muertos. ¿Por qué me hipnotiza lo pasado? Debería mirar hacia adelante. Y no sé decidirme. ¿Vaya permitir que los hechos, la suerte, algo fuera de mí decida por mí? Es posible. Dios. Espero otro hijo… »:
Las manos se alargaron hacia ella: primero el miembro calloso de un indio viejo y encanecido, en seguida los brazos, desnudos bajo el rebozo, de las mujeres; un murmullo quedo de admiración y cariño, un ansia de tocarla, unas sílabas aflautadas: «Mamita, mamita.» La calesa se detuvo y él saltó, empuñando el fuete sobre las cabezas oscuras, gritando que abrieran paso: alto, vestido de negro, con el sombrero galoneado metido hasta las cejas…,
"… Dios, ¿por qué me has puesto en este compromiso?….
Ella tomó las riendas, dirigió violentamente el caballo hacia la derecha, arrojando al suelo a los peregrinos, hasta que el caballo relinchó, levantó las patas delanteras, rompió las vasijas de barro, los huacales con gallinas que cacarearon, revolotearon, golpeó las cabezas de los indios caídos por tierra, giró en redondo, sudoroso y brillante, con los nervios del cuello estirados y los ojos bulbosos: ella sintió sobre su cuerpo todos los sudores y las llagas, la gritería sorda, los bichos, el ascenso del tufo del pulque; chicoteó, levantada, equilibrada por la gravedad del vientre, las riendas sobre el lomo del animal. La multitud abrió paso, con pequeños chillidos de inocencia y asombro, brazos levantados, cuerpos arrojados hacia la muralla de maguey y ella corrió de regreso,
«¿Por qué me has dado esta vida en la que debo elegir? No nací para eso… »
Jadeante, lejos de esa gente, hacia el casco perdido en las reverberaciones, oculto por la rápida altura de los árboles frutales que él plantó.
«Soy una mujer débil. Sólo quería una vida tranquila, en la que otros escogieran por mí. No… , no sé decidirme… , No puedo… No puedo…»
Las largas mesas fueron dispuestas cerca del santuario, a pleno sol; las moscas volaron en escuadrillas tupidas sobre las grandes ollas de fríjol y los tacos duros amontonados encima de un mantel de papel periódico; las garrafas de pulque curado en guinda y los elotes secos y los jamoncillos de almendra tricolor rompían la opacidad de la comida y de las ollas. El presidente municipal se subió a un templete y lo presentó y lo elogió y él aceptó su postulación para diputado federal, arreglada meses antes en Puebla y en México con el gobierno que reconocía sus méritos revolucionarios, su buen ejemplo al retirarse del ejército para cumplir los postulados de la Reforma
Agraria y sus excelentes servicios al suplir la ausencia de autoridad en la comarca, instaurando por su cuenta y riesgo el orden. Los rodeaba el murmullo sordo y persistente de los peregrinos que entraban y salían del templo, lloraban en voz alta a su virgen y su dios, plañían, oían los discursos y bebían de los garrafones, Alguien gritó, Sonaron varios tiros. El candidato no perdió la compostura, los indios mascaban los tacos y él cedió la palabra a otro letrado de la región, mientras la tambora indígena lo saludaba y el sol se escondía detrás de las montañas.
—Lo que le avisé —murmuró Ventura cuando las gotas redondas de la lluvia puntual empezaron a sonar sobre su sombrero—. Allí estaban los matones de don Pizarro, apuntándole apenas se subió usted al templete.
Él, sin sombrero, se metió por la cabeza el gabán de hojas de elote. —¿Cómo quedaron? —Bien fríos —sonrió Ventura-o Los teníamos rodeados desde antes que comenzara la función.
Metió el pie en el estribo del caballo, —Tírenselos en su mera puerta a Pizarra.
La odió cuando entró a la sala encalada, desnuda, y la encontró sola, meciéndose en la silla y acariciándose los brazos como si la llegada del hombre la llenase de un frío intangible, como si el aliento del hombre, el sudor seco de su cuerpo, el tono temido de su voz, acarrearan un viento helado. Tembló la nariz delgada y recta de la mujer: él arrojó el sombrero sobre la mesa y las espuelas avanzaron rayando el piso de ladrillo.
—Me… me asustaron…
Él no habló. Se sacó el gabán y lo tendió cerca de la chimenea. El agua corría con un siseo entre las tejas del techo. Era la primera vez que ella intentaba una justificación.
—Preguntaron por mi mujer. Hoy fue un día importante para mí.
—Sí, lo sé…
—Cómo te diré… todos… todos necesitamos testigos de nuestra vida para poder vivirla…
—Sí…
—Tú…
—¡Yo no escogí mi vida! —dijo ella con la voz alta, apretando con las manos los brazos de la mecedora-o Si tú obligas a las personas a hacer tu voluntad, luego no exijas de nadie gratitud ni…
—¿Contra tu voluntad? ¿Por qué te gusto, entonces? ¿Por qué andas ahí bramando en la cama si después nada más vas a poner caras largas? ¿Quién te entiende?
—¡Miserable!
—Anda, hipócrita, contesta, ¿por qué?
—Sería igual con cualquier hombre.
Levantó los ojos para enfrentarse a él. Ya estaba dicho. Prefería rebajarse. —¿Qué sabes tú? Puedo darte otra cara y otro nombre…
—Catalina… Yo te he querido… De mi parte no ha quedado.
—Déjame. Estoy en tus manos para siempre. Ya tienes lo que querías. Conténtate y no pidas imposibles.
—¿Por qué renuncias? Yo sé que te gusto…
—Déjame. No me toques. No me eches en cara mi debilidad. Te juro que no volveré a dejarme ir… con eso.
—Eres mi mujer.
—No te acerques. No te faltaré. Eso te pertenece… Es parte de tus triunfos.
—Sí, y vas a tener que soportarlo el resto de tu vida.
—Ahora ya sé cómo consolarme. Con Dios de mi lado, con mis hijos, nunca me faltará alivio…
—¿Por qué ha de estar Dios de tu lado, farsante?
—No me importan tus insultos. Yo ya sé cómo consolarme.
—¿De qué?
—No te alejes. De saber que vivo con el hombre que humilló a mi padre y traicionó a mi hermano.
—Te va a pesar, Catalina Bernal. Me vas metiendo la idea en la cabeza de recordarte a tu padre y a tu hermano cada vez que me abras las piernas…
—Ya no puedes ofenderme.
—No andes tan segura.
—Haz lo que gustes. ¿Te duele la verdad? Mataste a mi hermano.
—Tu hermano no tuvo tiempo de que lo traicionaran. Tenía ganas de ser mártir. No quiso salvarse.
—Él murió y tú estás aquí, bien vivo y aprovechando su herencia. Eso es todo lo que yo sé.
—Entonces arde, y piensa que nunca renunciaré a ti, nunca, ni cuando me muera, pero que yo también sé humillar. Te va a doler no haberte dado cuenta…
—¿Crees que no distinguí tu cara de animal cuando decías quererme?
—No te quería apartada, sino metida en mi vida…
—No me toques. Eso es lo que nunca podrás comprar.
—Olvídate de este día. Piensa que vamos a vivir toda la vida juntos.
—Aléjate. Sí. En eso pienso. En tantos años por delante.
—Perdóname, entonces. Te lo pido otra
—¿Tú me perdonarás a mí?