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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (12 page)

BOOK: La muerte de la familia
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La definitiva esencia de la voracidad, más allá de su dirección hacia lo externo, es su autodestructividad, porque, en último análisis, lo que comemos o cagamos, o a lo que nos subordinamos, es su propio sí mismo.

La tercera forma de la voracidad que implica a partes del cuerpo, es la voracidad de retención. Está claro que cuando un niño retiene las heces que serían el regalo celebrado para su madre está, en cierto sentido, siendo voraz (aunque hay que considerar en este caso también que se da una manera positiva de ser él mismo, de controlar los propios actos). Algo más misterioso es la retención de los bebés en el útero. No creo de ninguna manera que la explicación sea un ávido temor de la madre; más bien pienso que se forma una colusión de voracidad entre la madre y el hijo, mediante la cual este último permanece dentro de aquélla, dándose una voracidad mutua mediante susurros viscerales, cuchicheos que pasan a través del cordón umbilical, los intestinos, los vasos sanguíneos, los uréteres, etc. Si queremos entender algo sobre el ser prematuro o hipermaduro tenemos que entender ese lenguaje visceral. Pero si la voracidad, como parece ser con frecuencia el caso, es mutuamente satisfactoria, puede ser innecesaria la operación provocadora de pánico. Me temo, empero, que esa recíproca satisfacción no constituya una verdadera estructura de voracidad. La voracidad exige una violenta escisión entre el voraz y el objeto de su voracidad. La respuesta más inmediata a ello consiste en que el voraz inicie el análisis de su voracidad y el otro, al menos temporalmente, se aparte del escenario de la voracidad, por doloroso que ello pueda resultarle. Según mi experiencia es raro que la voracidad nazca de una privación real sino más bien, en la mayor parte de los casos, de fantasías de privación que hay que explotar. En realidad, la voracidad a veces no emana de privación alguna, real o fantástica, sino de un exceso de amor. El exceso de amor lleva a un estado de cosas en el cual nuestros ojos no corpóreos son mayores que nuestro estómago metafísico. La gente que padece esa clase de voracidad es como los niños que enferman por efecto del atracón de las fiestas de cumpleañps.

El bebé puede sentir que es y sentir que es una entidad humana separada aunque conjunta, antes de nacer, y parte de la percepción qué la madre tiene de su abdomen y de la otra entidad personal que hay en él, el mejor camino para conseguir ese sentido de la separación a través de la unión sexual de la pareja durante el embarazo. El impacto del pene sobre el cuello del útero hace que el niño se sienta claramente «otro». La alteridad en este sentido es distinta de la alienación, que es fusión, confusión y pérdida de identidad en otra persona o en un proceso de trabajo. La evidencia de estos asertos se encuentra precisamente en la anámnesis adecuadamente generada del trabajo psicoanalítico. Pero de nuevo es rememoración de una experiencia más que una simple, directa memoria. La persona tratada terapéuticamente puede en cierto momento pasar, a través de sus respuestas fetales, al coito de los padres, sin saberlo y sin conservar memoria en el sentido usual del término.
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Finalmente, consideraremos la voracidad hacia personas enteras que subsume las voracidades anteriores referentes a partes del cuerpo. Cuando las personas se reúnen en una red, los motivos pueden ser múltiples: algunas personas quieren hacerlo decididos a mantener su autonomía e intimidad (que no es lo mismo que vida secreta), otros en cambio desean constituir réplicas familiares para invadir la autonomía de las otras personas. Esto último es voracidad: la violación del territorio interno de otras personas. Si esta voracidad prevalece, lo que sucede con frecuencia por la colusión que otros entablan con ella la red se cae, generando muchas veces desastres individuales. Esta red se rompe también debido a la voracidad competitiva por las aclamaciones y la fama.

Por supuesto, existe también la necesidad de alimentar las líneas de producción con personas, lo que es voracidad, al igual que la necesidad de alimentar a las computadoras con hechos que se refieren a personas.

Luego existe una voracidad genocida como el deseo del gobierno de los EE.UU de consumir al pueblo vietnamita.

Parece que en el primer mundo, al menos, todos somos cerdos voraces. Me parece que me estoy quedando sin tocino.

La otra orilla de la terapia

Gate, Gate, Paragate, Parasamgate, bodhi, svaha.

(Ido, ido, ido a la otra orilla, felizmente pasado a la otra orilla).

Una de las ilusiones más grotescas que afligen a los proyectos vitales, sean éstos individuales, de grupos o colectivos, es la noción del «fin perfecto». Parece muy prudente y encomiable que nos formemos una idea precisa del objetivo de nuestras vidas. ¿Cómo dejar de hacerlo?

La noción de fin habitualmente toma la forma de una perfecta, liberadora relación en la cual toda negatividad queda finalmente trascendida en una perfecta unión amorosa, o en el viaje perfecto que nos conduce hasta «allí» (sin plantear cuestiones acerca del punto de partida ni de la localización precisa del «allí», si es que existe tal); o es el orgasmo perfecto que reúne de un golpe nuestra animalidad y nuestra espiritualidad en una sola naturaleza; o es el proyecto perfecto de trabajo en el cual nos realizamos realmente, aunque sea tan sólo con la vaciedad de nuestra propia persona. Pero lo grotesco jamás es tan visible como en la idea de madurez, que a menudo se pone como meta de la psicoterapia. En términos reales, la madurez significa venderse a los valores dominantes en la sociedad burguesa, que se realiza a través de una plenitud de la conciencia pero con una inconsciencia total sobre la significación histórica de nuestra renegada transformación.

El único sentido de «hombre maduro» al que encuentro significado se realiza en estos términos que siguen. Primeramente, hay que ser un «hombre» para vivir la realidad de la mujer que él es. Y se exige algo más que un hombre, un «hombre maduro», para vivir la realidad del niño que también es. El hombre maduro es el verdaderamente infantil, pues cuando nos remontamos por nuestra historia hasta llegar a los momentos infantiles y prenatales, sin detenernos allí, descubrimos en el fondo de nosotros mismos a un anciano y sabio hombre-mujer que es el signo de la experiencia de la madurez, de una sazón remota que puede corromperse muy rápidamente en nosotros mismos, si estamos en tiempo (es decir, colocados más que emparedados en el tiempo) está casi, pero no totalmente, a punto de ponerse mal. En cualquier caso, es necesaria una significativa divergencia del empleo de palabras como hombre, mujer, niño, madurez, envejecimiento y de construcciones verbales como padre, madre, nuestros hijos, hermano, hermana y todo lo demás.

Si la madurez gira en el sentido adecuado, de manera que pueda sostener el peso de su cabeza en lugar de sostenerse sobre ella,
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es necesaria una recíproca revisión de su síntesis recíproca de su aparente antítesis: la neurosis. Para comenzar a no usar la palabra neurosis, tengamos en cuenta que designa un modo de ser cuya apariencia pueril le es investida por nuestro temor del temor que otros tienen de que nos convirtamos en niños. La sociedad burguesa engendra los idiotas dostoievskianos sin alabarlos en absoluto. Al menos cuando a uno se le estigmatiza como «neurótico» se nos arroja en una región real de miedo social por lo cual, sin cinismo alguno, puede estar agradecido. El miedo es miedo de la locura, de volver a la infancia o de ir aún más lejos, hasta un tiempo anterior a nuestros orígenes, así que cualquier acto puede cohesionar a otros en contra nuestra para suprimir cualquier gesto espontáneo que tenga resonancias arcaicas socialmente perturbadoras. En la «neurosis» se otorga una falsa primacía a las reacciones de los otros y luego, colusiva y obsequiosamente, acogemos el temor ajeno. La neurosis, pues, es una estrategia compleja, que inevitablemente se detiene, que apunta en primer lugar a la recuperación de la propia cabeza, y luego a la del cuerpo, «y luego…»

La neurosis, al menos, va en la dirección adecuada —no equivocada—, y la terapia, en el buen sentido de la palabra, debe eliminar innecesarias complejidades de esa estrategia, con un casi didáctico reforzamiento de la conciencia de la táctica diaria de esquivar problemas, en el sentido de una grave invalidación social. La manera de operar de la terapia —y cuando hablo de terapia hablo de todos nosotros como terapeutas en tanto en cuanto somos la diada «terapeuta/terapeutizado», aun cuando el momento del terapeuta tenga que ser disciplinado para un amplio uso social de algunas gentes elegidas y no electas— consiste en la rememoración de diversas vinculaciones que, al menos, no priva a las personas de la libertad de volver a conectar las cosas a su propia manera. Para el terapeuta, la tarea consiste esencialmente en la praxis negativa de no privar, basada en la comprobación que en este contexto de relación nadie puede privar a nadie de nada. El terapeuta con conciencia de culpa siente siempre que no está dando bastante, pero el «crimen» está centrado en la culpa y no en el dar o el no dar. Las consecuencias más destructivas de la terapia se producen cuando el terapeuta se aflige por sí mismo disfrazado del otro. El cambio terapéutico se mueve a través de la fase del terapeuta, en primer lugar, y éste no debe enmascararse ni recurrir a la clásica ausencia. Después de un lapso de tiempo, durante el cual la costa entera puede fluctuar mientras que el terapeuta encuentra su campo, deviene posible un encuentro entre las dos personas y el sistema de papeles binario terapeuta/terapeutizado, analista/analizado, médico/medicado, se quiebra en la fase plena de la therapeia. El «lapso» que precede a ese encuentro es generado como un tiempo que no está en ninguna de las dos personas sino en la región interpersonal que en ellas generan en la plena interacción de sus sistemas temporales personales.

Pero alguien llega al terapeuta con «síntomas neuróticos» o «síntomas primarios o latentes psicóticos», organizados, con distintos grados de articulación, en cierta expresión lingüísticamente coherente de angustia o de temor en cualquiera de sus modalidades reconocibles. Si la persona es lo suficientemente sofisticada, se asegura para no caer en el estereotipo psiquiátrico de ser «fóbica» de cierta manera determinada o «paranoide» en cualquiera de sus cinco, seis, cincuenta o seiscientas variantes. Así decide, a través de una peculiar elección de estructuras lingüísticas, contar que en la calle su presencia sugiere extrañas ideas, que se le comunican por medios sutiles, de que es raro o, de manera más difusa, loco, o decide hablar en términos de reverberaciones u oleadas de resonancias o alteraciones kinésicas que recibe de otras personas en algunas situaciones sobre las maneras en que «llega a» ellos. Éste es el problema. Al llegar a este punto, el psiquiatra que ha recibido una formación corriente está ya derrotado y el psicoanalista convencionalmente preparado tiene que volver a su casa a hacer algún trabajo. Los modelos interpretativos convencionales basados en las relaciones interior-exterior, introyección-escisión-proyección-reintroyección, son siempre útiles; pero sólo si hacemos un rastreo etimológico muy profundo de la palabra therapeia (que en una de sus acepciones significa «servir» al otro) veremos que el servicio es lo esencial en la terapia. «Servir» ya no tiene importancia social salvo cuando designa a una intensificación de la invalidación.
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Igualmente sucede con posibles sinónimos como «ministrar», que puede admitir el prefijo «ad».

Pero no minimicemos el problema. Alguien llega con síntomas «neuróticos» y éstos tienen cierta realidad desviada y quizás urgente. La realidad se centra en el desesperado impulso de mantener una situación de supervivencia en el mundo normal, sin la cual uno parece encontrarse en la abnegación requerida de una clara realidad que la persona acaba precisamente de entender como el camino de regreso hacia ella.

Una persona vino a verme con una lista de síntomas que, una vez hecho el recuento, alcanzaban a siete. La persona recordaba vagamente un mito que de alguna manera se ajustaba a sus siete enfermedades. El mito era sobre un grupo, un cuerpo de siete sabios con gafas, pero que en vez de lentes tenían espejos ante los ojos. Es sencillo, mediante una fácil etimologización, ver en los síntomas cosas que aparecen al mismo tiempo; se necesita tan sólo un poco más de esfuerzo, aunque posiblemente mucha terapia para ver una unión original que simplemente no podía creer en sí misma hasta que encontró un espejo o series de espejos en los repliegues de sí mismo construidos sólo de su inmaterial materia. Los síntomas, realmente, son un modo de autoinspeccionarse por desmembramiento, pero en este nivel el sí mismo es sustancializado falsamente como una meta de cierta clase: uno tiene que ser, o convertirse, en sí mismo.

Un examinador de psiquiatría solía preguntar a los candidatos al diploma de Medicina Psicológica por qué los esquizofrénicos se miran tanto en los espejos. La respuesta esperada era: «Para estar seguros de que están allí». En realidad, lo que las personas que se arriesgan a ser llamadas esquizofrénicas hacen con los espejos es intentar mirar a través de la apariencia social del ser, lo que es para los otros, la nadería que es la realidad de la persona para sí misma. Mirarse en el espejo no es un falso proyecto para tranquilizarse a sí mismo en cuanto a su insuficiencia ontológica, por no estar bastante en el mundo, sino al contrario, es un esfuerzo para no vernos más a nosotros mismos, por ver a través de nosotros mismos como personas limitadas a un ser relativo circunscrito por otros referentes. Poca gente puede soportar esa visión de sí mismo sin sentir quo se vuelve loca, en el sentido de desaparecer. Por eso la gente utiliza los espejos no para ver su persona, además de la posibilidad de ver a través de ella, sino para ver manifestaciones fragmentarias como su cabello, el maquillaje de los ojos, el nudo de la corbata, etc. Si no lleváramos a cabo esa evasiva fragmentación nos enfrentaríamos con la experiencia de que vernos a nosotros mismos significa ver a través de nosotros. Nada hay más temible.

Si uno considera a su vida como una trayectoria lineal que nace de cierto pasado, atraviesa el presente, apuntando hacia el futuro, podemos caer en el delirio (un delirio normal que no es el de los locos) de concebir que existe una meta en algún punto final de esa línea que da a la trayectoria una definición topográfica entre otras «líneas de vida» o «líneas de mundo» sociales y que así da sentido a nuestra vida.

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