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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (8 page)

BOOK: La muerte de la familia
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El contrato matrimonial implica la sumisión de la necesidad personal a un esquema temporal impuesto desde el exterior, y a través de esa sumisión nuestro tiempo y espacio sociales quedan confinados en una región de alteridad, que deja en nosotros un vacío tal que «con el tiempo» (que termina por despojarnos de nuestro tiempo) acabamos por no percatarnos de ello. Si nos damos cuenta, podemos desear recobrar nuestro tiempo, pero descubrimos entonces que recobrarlo supone la devastadora demolición de nuestras estructuras de seguridad que han sido laboriosamente levantadas, y desencadenar completamente un arcaico sentido de la culpa por lo que estamos haciendo contra la seguridad de los otros. Podemos desesperarnos, pero debemos permanecer alerta a los resultados, porque nos encontraremos situados en el otro extremo de la cuerda, comprobando que la progresiva expansión de nuestra desesperación afecta a aquellos con los que estamos estrechamente relacionados.

Pienso que la situación sólo tiene una salida, y es la de la comprensión auroral de que el acto más liberador que podemos realizar por los otros es llevar a cabo lo que para nosotros es más liberador. La «cosa más liberadora» es siempre la más placentera pero entendemos por «placentero» algo muy distinto de felicidad (que siempre supone alguna forma de seguridad, es decir, una frustración engañosamente cómoda de las propias posibilidades). El placer implica desesperación, que aumenta hasta el punto final del dolor para convertirse de nuevo en placer. Mientras que la felicidad es un tono afectivo unitario que sale de la seguridad, el placer es la expresión plena y simultánea de un espectro; placer en un extremo, desesperación en medio y, de nuevo, placer en el otro extremo. Según mi experiencia, en esta cultura es sumamente raro que la gente llore de desesperación con libertad suficiente. Y todavía es más raro que en ese llanto se encuentre también un placer no contradictorio. Que la liberación suponga un dolor inmediato y un arduo trabajo a partir del momento decisivo no es una ironía enigmática sino la consecuencia de nuestra internalización de una contradicción objetiva de la sociedad burguesa.

En una relación bipersonal, que elige su propia definición autoevolutiva en vez de una definición estática impuesta desde fuera, por lo menos existe el respeto por la historia natural de una relación vivida plenamente. Por ejemplo, en cualquier relación bipersonal se da una fluctuación natural de la intensidad del apasionamiento sexual. Puede haber períodos bastante largos de retraimiento sexual unilateral o recíproco, que no se pueden reducir a un «conflicto neurótico» resoluble, por más que uno lo intente, y por más que tenaz y obedientemente tratemos de producir sexualidad. La relación sexual con personas de fuera de la diada es evidente que puede romper el retraimiento intradiádico, siempre que se consiga destruir una ilusión fundamental: la ilusión de que el amor es cuantificable.

El amor, por supuesto, como toda experiencia que podamos llevar a cabo, puede ser degradado a un estado del ser que a su vez puede reducirse a la condición de mercancía y luego fetichizado como cualquier otra mercancía. Se convierte en una suerte de paquete, de dimensiones socialmente establecidas, que no se pueden rebasar; cualesquiera que sean las circunstancias específicas de cada relación. Uno tiene, se nos dice para que lo creamos y luego nosotros lo hacemos creer a nuestro tumo, y sólo puede brindar determinada cantidad de amor. Si entregamos la mayor parte a una persona tenemos proporcionalmente poco que dar a las demás. Si hacemos caso de esa ingenua álgebra, el corolario sería que todo acto de amor se siente como pérdida de cierta cantidad interior de amor. Pienso que el carácter ilusorio de esa teoría del amor como paquete postal se desprende de una excesiva simplificación de la verdadera estructura del acto amoroso. Este acto subsume los siguientes momentos experimentales, si tomamos el caso de la persona A que ama a la persona B: A internaliza un «cuadro» más o menos «global» de B durante cierto tiempo; el tiempo, en términos cronométricos, puede ser de años o de segundos; esto último porque amar no significa necesariamente una lenta cristalización o un prolongado compromiso con una particular relación bipersonal, lo que implicaría muchas consideraciones sobre la línea básica del amor.

«Durante» y «después de»
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este acto de internalización se da otra forma de acción que recae sobre el acto internalizante. Este segundo acto, si se trata de desmitificar una posibilidad de amor, liquida de una vez la mayor cantidad posible de internalizaciones previas que se han hecho de otras personas durante la vida de uno, y deja una presencia relativamente inalterada de B en la experiencia de A. Estas internalizaciones previas se reúnen a toda nueva internalización, transformando la presencia potencial de B en la experiencia de A en una ausencia relativa. Si, por ejemplo, A, en un nivel del cual apenas se da cuenta, identifica íntimamente a B con su propia madre, no podrá, en la misma manera, amar a B por cuanto que éste se convierte en ausente merced a la identificación, y uno sólo puede amar a partir de una presencia interior (aunque ciertamente algunos pueden ser bastante felices por una ausencia).

En el momento siguiente, A registra en la experiencia de B el registro que él (A) hizo de la presencia de B. La comunicación puede ser verbal o extraverbal, o de ambas formas a la vez. En cualquier caso, y debido a una acción ulterior por parte de A, B reconoce su reconocimiento por parte de A.

El siguiente nivel de la estructura, que tiene especial significación, es un acto de B que permite a A ver qué B reconoce su reconocimiento por A. La significación de ese acto estriba en que lo que hemos llamado «el acto de amor de A» depende, para ser, de un movimiento —tal vez sutil, difícilmente fácil— de B. En las relaciones sociales corrientes, B puede prescindir de la expresión de su registro de A, y del mismo modo, A puede prescindir de su conciencia de la supresión realizada por B. La dificultad aumenta en las llamadas «relaciones psicoterapéuticas» donde A (en este caso el terapeuta) debe rechazar su conciencia de que B ha prescindido de ella, para mantener en pie la posibilidad de un amor capaz de curar, es decir, de un amor lo bastante disciplinado como para evitar caer en una conexión falsa que viola el respeto que cada uno debe tener por el tiempo del otro, si se quiere evitar un hundimiento fatal (aunque, también esta vez, bastante cómodo).

Pero vamos a volver al principio porque hasta aquí hemos examinado la estructura precondicional del amor, dejando a un lado su definición axial. Cuando escribí que había que liberarse de las señales internas de otras presencias, lo que estaba implícito en ello era la eliminación de esos elementos extraños que pudieran contaminar la nueva presencia interna. En otras palabras, el otro (B) puede ser amado u odiado, o lo que es más corriente, las dos cosas a la vez, bajo el disfraz de algún otro; «otro» que llamaré no-A
1
no-A
2
y no-A
n
, es decir, una o cualquiera de las internalizaciones previas de otros realizadas por A. Lo que define al amor es ese mondar el sentimiento falsamente traspuesto a la presencia nueva; somos entonces libres de amar, y la libertad de amar reconocida de manera recíproca, es amor. Por supuesto, si A llega a ser libre de amar a B también puede odiarlo si él le da motivos; pero una conjetura acertada podría ser en este caso que si el sentimiento negativo traspuesto se margina de manera suficientemente radical, todo nuevo resentimiento se fundaría en una violación de la disciplina amorosa, en la incapacidad de respetar adecuadamente las necesidades temporales internas del otro. La frase que se escucha con frecuencia en las relaciones, «dame tiempo», puede ser entendida no como una petición de amor, cuidado y paciencia, sino como el anuncio pesaroso y confuso del deseo de amar. Pero en un mundo en que el tiempo se convierte en las manecillas de un reloj y es simbolizado por una oscura praxis social, que lo desposee de toda realidad y lo convierte en dinero, mierda, horarios y antitrabajo ritualizado, ¿quién puede seguir esperando?.

Una experiencia desarrollada en Londres durante la última década se centró en el desarrollo de comunidades desjerarquizadas, algunos de cuyos miembros han sido, o hubieran sido en otras circunstancias, tachados psiquiátricamente de «locos» o de otros equivalentes en la jerga del oficio, por ejemplo, esquizofrénicos.
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Considero importante tratar de esas comunidades porque, además de sus intrínsecas virtudes de renovación radical, sus consecuencias implícitas rebasan ampliamente los estrechos límites de la psiquiatría y las «revoluciones psiquiátricas», y exigen que hagamos una nueva valoración de todos los actos humanos considerados demenciales; y creo, finalmente, en la integración de la «experiencia de la locura» en la mente de cada uno de nosotros, donde provocará una ampliación de la conciencia y no la aterrorizada victimación de una minoría. También, y esto tiene consecuencias prácticas más inmediatas, es inevitable comprobar que cuando las personas se reúnen para formar comunas y retículas liberadoras carentes de referencia psiquiátrica explícita, aparecen problemas similares en relación con el tratamiento de la perturbación de algunos de sus miembros, con la tendencia de los otros a tratar semejante perturbación mediante una violencia que repetiría la de la sociedad global, es decir, mediante operaciones de segregación o de reclusión del individuo.

Dado que las comunidades a que me refiero han sido descritas en diversas publicaciones, voy a limitarme a enumerar ciertos principios de su organización, o mejor dicho, de su antiorganización.

En primer lugar, no hay diagnosis psiquiátrica y, por lo tanto, no se da el primer paso en la invalidación de las personas.

El significado real de la diagnosis, en términos socialmente efectivos, es atravesar con una espada el corazón de la gnosis. Es el asesinato de la posibilidad de conocer al otro, realizado mediante el desplazamiento de la realidad de la persona al limbo de la pseudoobjetividad social.

Tachar a alguien de «esquizofrénico», «paranoico», «psicópata», «perverso sexual», «drogadicto» o «alcohólico» es como dirigir los cohetes portadores de misiles contra determinada ciudad. Pasado un tiempo, y después de olvidarse un poco de ello, el acto de apretar el botón se convierte en algo indiferente.

La bomba es acción que actúa sobre sí misma para negarse.

Luego, aunque su origen ha quedado activamente perdido, sus resultados son una devastación real de mentes y cuerpos.

El que no se recurra a la falsa categorización de las personas en esas comunidades está precondicionado por la desjerarquización del grupo. Hay un progresivo o inmediato quebrantamiento del sistema binario de papeles «médico o enfermera versus paciente». De los que forman parte de ello, si se les trasladara a la estructura institucional del hospital psiquiátrico se les llamaría psiquiatras, a otros se les llamaría pacientes. En las comunidades, sin embargo, son tan sólo personas, parte de las cuales están más en contacto con la cambiante realidad del grupo y con los cambios que se producen en cada uno de sus miembros; pero las gentes con ese carisma de conocimiento en un contexto convencional podrían ser los «pacientes». En resumen, las comunidades son lugares para ser, y no para ser tratado; y ser es desplegar actividad y vida, renegar de la falsa pasividad de ser tratado o, cualquiera que sea su sentido, ser manipulado por los otros.

El centro positivo de la experiencia de la comunidad, sin embargo, es la garantía de que siempre alguien nos acompañará en nuestro viaje hacia y a través de nuestro sí mismo. Esta «garantía», para volver el lenguaje burgués contra sí mismo, no sale de una gran empresa industrial con su activo debidamente declarado en la sección financiera del The Times sino que es una promesa implícita formulada por uno o varios individuos a otros. Si hemos de pasar por experiencias lo suficientemente profundas de desintegración y posterior reintegración personal, de desestructuración y reestructuración de los propios patrones de vida, necesitamos la promesa de que alguna otra persona dotada de suficiente neutralidad, es decir, desprovista de motivos para actuar egoísticamente, estará a nuestro lado atentamente durante toda la experiencia. Nos hace falta una persona que no se sienta obligada a interponerse compulsivamente. Alguien que «deje ser» a los demás.
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Más allá de esto, la comunidad antipsiquiátrica se rige por los principios de cualquier otra comuna. Por ejemplo, la dialéctica entre la soledad y el estar con otras personas, que realiza su propia síntesis en la actividad del ir y venir —una síntesis que podemos reproducir imaginativamente mediante la imagen de una persona que en medio de la multitud televisada de los espectadores de un partido de tenis en Wimbledon, no gira la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda, sino que mira ante sí, hacia el marcador, porque allí es donde, después de todo, se juega el partido—.

Esta dialéctica se refleja en la arquitectura del centro y se realiza en el principio de las habitaciones individuales (a las que, por supuesto, se pueden mudar otras personas y compartirlas con su dueño por una elección libre y reconocida en toda su plenitud por los dos) y de una zona común en donde se puede estar el tiempo que se quiera. Si alguien quiere, puede estar semanas, meses o años sin ver a nadie. Cuando desea o necesita a otras personas, sabe dónde encontrarlas. Cada habitación está dotada de utensilios para cocinar, lo que hace innecesarias las discusiones que podrían surgir del empleo de una cocina central, que suele ser uno de los principales problemas territoriales en una comuna.

Otro principio, relacionado con el anterior y que se aplica a cualquier comuna, es el respeto al derecho que cada uno tiene a decir «no» a las peticiones o deseos de los demás. El «no» puede ser transitorio o permanente, pero requiere siempre la atención más grande porque su vulneración lo es de las necesidades temporales de cada cual, si las consideramos una síntesis del tiempo externo (social, biológico) y del interno, y también, en un tercer nivel, del tiempo que hay que tomarse para realizar esa síntesis.

Luego viene el principio de saber que alguien sabe. La expresión de este principio puede asumir formas diversas. Una forma es la experiencia de una reunión familiar en presencia de un mediador, en la que por vez primera el individuo puede ver con objetividad a su familia como la cuasi-totalidad en que se ha constituido para él, dominando su vida desde el interior de su mente y reforzando esa presencia interna a través de innumerables maniobras externas, lazos, trampas, etc., tan elusivas que uno siente que está sufriendo delirios paranoides. Otra persona experimentada puede, tal vez, en el curso de una sola hora de reunión, ayudar a que nos quitemos a la familia de la cabeza y entremos en el campo de una plena visión.

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