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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (7 page)

BOOK: La muerte de la familia
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El problema real del terapeuta se presenta cuando la gente se hunde y ahoga en este último estado.

El verdadero problema del terapeuta estriba en ser terapeuta.

El verdadero problema consiste en ser.

Los dos rostros de la Revolución

Antes de hablar de nuevos tipos de realizaciones vitales entre personas que puedan evitar las represiones y la sutil violencia de la familia, es necesario aclarar previamente un punto. En los casos de los países capitalistas del primer mundo, sólo podemos hablar de comunas como unidades prototípicas que jamás pueden extenderse ni florecer libremente en un contexto prerrevolucionario. La psicología de la apropiación, el trato a los demás, en menor o mayor grado, como si fueran mercancías que se pueden poseer o intercambiar, prevalece objetivamente de tal manera que los ejemplos de trascendencia son raros y aislados. Incluso en esos raros casos la trascendencia es más aparente que real en la medida en que parece haber un inevitable resorte de supresión (tratar de no pensar), represión y negación (las maniobras «inconscientes» o prerreflexivas) y varias estrategias de retirada. Mediante estas diversas formas podemos evitar el espectáculo de nuestra posesión y «uso» de otras personas, que por supuesto asume habitualmente la forma de una colusión, pues las personas están condicionadas para ser usadas y explotadas en las relaciones.

Lo que hay que hacer en el contexto del primer mundo es acumular experiencia en la situación pre-revolucionaria, la cual solamente alcanzará plena expresión social después de la revolución; y pienso que en el primer mundo la revolución debe ser reconsiderada estratégicamente, y precisamente a la luz de la experiencia micropolítica, esto es, la experiencia adquirida en grupos que puedan cubrir una gama que abarque desde el encuentro de dos personas a cualquier encuentro entre personas; pero éstas no deben ser tantas que quienes formen ese grupo no puedan conseguir una plena internalización recíproca que lleve a un claro sentimiento de reconocer y ser reconocido, cualquiera que sea la confusión con respecto a la identidad «exacta» de los otros que pueda quedar en la mente de cada cual.

En este capítulo me referiré a ciertas formas de organización de comunas intentadas en el primer mundo, pero no consideraré los tipos de «antifamilia» elaborados particularmente en Cuba y China. Los paralelismos entre los países del primer mundo y los países revolucionarios serán escasos mientras no definamos de modo más preciso el significado de un tercer mundo que está oculto dentro del primero. Sin embargo, antes de proseguir adelante, vamos a definir la comuna como una forma potencial alternativa de organización microsocial en el primer mundo: una comuna es una estructura microsocial que consigue una viable dialéctica entre la soledad y el estar-con-los-otros; supone sea la residencia común de sus miembros, o al menos una zona común de trabajo y experiencia, en torno a la cual se pueden distribuir periféricamente los lugares de residencia; significa que las relaciones amorosas se difunden entre los miembros del armazón comunitario mucho más que en el sistema familiar. Ello significa, por supuesto, que las relaciones sexuales no se reducen a determinados convenios bipersonales de un hombre y una mujer, aprobados socialmente; pero sobre todo, lo que golpea en el centro de la represión es que los niños pueden tener acceso total y libre a los adultos exteriores a la pareja parental biológica. Estos elementos definitorios apuntan hacia una prise de position que puede enunciarse del siguiente modo: HACER EL AMOR ES BUENO POR SÍ MISMO, Y TANTO MEJOR CUANTAS MÁS VECES SE HAGA, DE CUALQUIER MANERA POSIBLE O IMAGINABLE, ENTRE EL MAYOR NÚMERO POSIBLE DE PERSONAS Y DURANTE LA MAYOR CANTIDAD DE TIEMPO POSIBLE.

Atrincherado en esta posición voy a detenerme un momento con el fin de registrar ciertas condiciones. Pienso que para que una relación entre personas sea una relación de amor, la condición mínima exigible es la experiencia, después de una trabajada relación, de la ternura, que es el residuo positivo del sentimiento una vez superados en profundidad y frecuencia suficientes la negatividad, el resentimiento, la hostilidad, la envidia y los celos. Si ajustamos convenientemente nuestra definición del amor, sentimiento y confianza llegan a coincidir. Ello significa el final de los secretos, de los actos de relación realizados a espaldas del otro, pero en modo alguno el final de la intimidad personal, antitética del secreteo propio de la familia. Sin embargo, no caigamos en eufóricos mitos de apertura. En el sentido en el que aquí hablo, la apertura es el fruto de un considerable esfuerzo. Lo que yo sugiero inevitablemente significa una cantidad de sufrimientos como consecuencia de los errores emocionales que cometemos en nuestras relaciones, y un esclarecimiento disciplinado e inflexible de los bloqueos y presiones que trabajan en nuestra mente. La apertura significa dolor y, a despecho de la amabilidad cuidadora, la ayuda y los esclarecimientos que nos vengan de los otros, el dolor, en última instancia, hay que sufrirlo en soledad; a partir de esa posición solitaria es de donde vendrá el definitivo esclarecimiento. No nos equivoquemos; los otros lo sentirán, aun sin percatarse de que lo sienten, cuando algún miembro del grupo pasa por este tipo de autoconfrontación. Sería fatuo hablar de comunas sin la presencia en el grupo de, por lo menos, una persona que haya conducido rigurosamente su vida en esos términos.

Esto lleva, de modo natural, a la consideración de los celos, el principal punto de ruptura de los grupos comunitarios. Los celos, clásicamente, parecen tener una estructura triádica. La persona A está celosa de la persona C, que tiene una relación con la persona B que, a ojos de A, es «su» persona. Pero yo no creo que esa estructura triádica sea el aspecto más perturbador de la situación de celos. Por supuesto, sabemos que una gran parte del temor y la ira consiguiente de A se derivan de sus deseos homosexuales reprimidos, que en este caso se dirigen a C y que cuando éste penetra genitalmente a B, este acto es para A como la anhelada y temida violación anal (tomando un ejemplo de celos masculinos como fuerza activa en una relación heterosexual). Dentro de una comuna, A podría tratar idealmente el asunto —y vale lo mismo para C y B—, tomando conciencia de su homosexualidad reprimida y entablando con C una relación clara (que implicaría o no unas relaciones sexuales abiertas, pero que la sexualidad fuera explícita o implícita es sólo cosa de simple elección o predilección; la homosexualidad, como cualquier forma de sexualidad, debe ser una posibilidad abierta, nunca un deber.

Hay, sin embargo, en el fenómeno de los celos, un nivel más difícil de captar comprensivamente, que me parece, en todo caso, más monádico que triádico. Uno de los peores destinos de una relación bipersonal —y esto se da particularmente en las relaciones maritales durante la mayor parte de su historia— es el establecimiento de una relación simbiótica, mediante la cual uno se convierte en parásito del otro, vive oculto en el interior de la mente del otro. Buscamos a la persona A y nos la encontramos en la mente de la persona B, pero la persona B está dentro de la mente de A, y de este modo a través de las internalizaciones en serie que el uno hace de las internalizaciones del otro, y así sucesivamente. De esta manera, tanto A como B se convierten en invisibles con toda la imperturbabilidad y seguridad de la invisibilidad social. Es ése, pues, un matrimonio feliz, y el precio que deben pagar por ello es sólo la desaparición de la propia realidad humana. De esta manera, A y B desaparecen, absorbidos en una entidad personal compuesta A-B. Entra entonces en escena C, pero éste es sólo un tercero aparente, puesto que A y B en realidad son más una persona que dos. C, persona ilusoria, inicia una «relación» con B, el cual, en cuanto B es también inevitablemente ilusorio. A entonces se inquieta por las relaciones entre C y B, pero los «celos» en este caso significan que A se mira a sí mismo con los ojos de C (lo cual quiere decir que C es, en realidad, A contemplando a A: la violencia mediante la cual A y B han eliminado sus realidades separadas se extiende también a C, el cual deja de ser el mismo sea lo que haya sido antes, convirtiéndose sin quererlo en una hasta entonces denegada corporarización autorreflectante de A). La cuestión es que aquí se puede producir la brusca ruptura de la seudounidad simbiótica A-B, porque A por primera vez se verá obligado a verse como individuo separado en el mundo, solo frente a su futuro, obligado a tomar sus propias decisiones desde su posición de libertad no deseada. Ahora deberá responsabilizarse de sus relaciones, a menos que pueda reinventar con rapidez suficiente la simbiosis con B o con alguna otra persona, pretendiendo que nada ha ocurrido. Por supuesto, B tendrá que asumir el carácter separado de su vida, pero dispone de una fuente inmediata de consolación. Su «relación» con C tiene cierta apariencia de normalidad —podría llegar a convertirse en una sana relación entre dos personas, en vez de una simbiosis suicida—. También y C son libres de renunciar a sus libertades en nombre de la seguridad de una seudounidad B-C.

Mi experiencia de gentes que viven en estrecho contacto, bajo el mismo techo o dentro de un armazón más amplio, me señala que cuando se plantean los celos en alguna forma es importante que exista al menos un individuo lo bastante fuerte o «sabio» para catalizar, en primer lugar, el nacimiento de un grado mayor de realidad emocional en las personas afectadas; en segundo lugar, para garantizar la supervivencia y ulterior desarrollo de la integridad personal de cada cual. Esta última cualidad la explicaría así: la persona ha llegado a conocer, a través del esfuerzo y la disciplina adquirida gradualmente, a la familia que ha internalizado, que lleva a todas partes en su mente y que una y otra vez extemaliza en otras situaciones microsociales y «recuperar» así esa externalización con suficiente limpieza como para que los demás no resulten transmutados por la alteración transitoria que él hace de sus realidades. Luego, al conocer por experiencia propia este funcionamiento, podrá captarlo en procesos similares, cuando se dan en otros, haciendo de esta forma que el cambiante sistema de la familia interna y las presencias exteriores reales se haga, ya que no más claro, menos confuso para todos. Lo cual no quiere decir que la persona tenga que convertirse en terapeuta del grupo ni escrutar interpretativamente los pasajes de la realidad interior a la exterior y viceversa, con las falsificaciones concurrentes en ambas direcciones.

Sin embargo, es fundamental que las personas que participan comprendan que al menos esta única persona ve la interacción de la realidad con su desrealización y su posterior re-realización. Primordialmente no se trata de saber con exactitud qué es lo que está pasando en el grupo, sino de saber que alguien lo sabe, y al saber qué se sabe, uno sabe que también él puede saberlo. El punto final ideal, por supuesto, es que cada cual sepa lo suficiente como para reasumir la carga de comprensión depositada sobre las espaldas del «conocedor» original, por intensa que sea «su pasión por comprender a los hombres». En efecto, el conocedor debe saber lo bastante para tener consigo mismo la gentileza de dejarse de saber tanto y dar una oportunidad a los demás.

Una palabra puede ayudarnos a la profundización de este sentido de saber que otro sabe lo que nos ocurre: «presenciar».

En gran medida, la cuestión estriba en ver qué nos pasa con las personas que tenemos más próximas a nosotros y con todos aquellos con quienes éstos puedan estar en relación. Empleando la jerga, puede ser ésta una respuesta especialmente masoquista a la propia paranoia, un llevar nuestra paranoia hasta el límite y morir casi o enloquecer por la persecución. «Ver» puede ser bastante literal o un simple conocimiento de lo que ocurre, comprendiéndolo y no quedándose a ciegas.

Todavía hoy, cuando «se rompe» un matrimonio experimento un vestigio de sensación de asombro por la forma en que la ignorancia de uno de los miembros de la pareja de alguna aventura que el otro ha tenido y que ahora «confiesa», puede distorsionarse y convertirse en motivo de celos y de ira. En realidad, si se hace una recapitulación de la historia de la relación, con frecuencia el «desliz» que se «ignoraba» ha supuesto una «liberación» para el «traicionado», tanto en términos de relación como de sexo. Pero, claro está, el divorcio se lleva adelante porque lo que se produce es un falso resentimiento en vez de una gratitud auténtica. Porque el único mal que lleva en sí el divorcio no es más que el previo mal del matrimonio.

Ahora creo que deberíamos hacer una distinción entre las generaciones y sus posibilidades. Pienso que si consideramos, siempre en el contexto del primer mundo, la generación que se encuentra en su madurez temprana y la de quienes en la actualidad tienen de dieciséis a veinticinco años (la brecha entre generaciones, ahora, no parece ir más allá de doce años), nos encontramos con un problema común, aunque es un problema que muchos deberíámos agradecer: la necesidad de tener una relación fuerte, bipersonal y central, que de modo inevitable es sentida por los otros como excluyente en cierta manera. Que subsista esta relación o no en el futuro para la generación que actualmente está en la escuela primaria es otro asunto, pues el ritmo de derrumbe de la sociedad bitíguesa tal vez haga que en la próxima década se abra la posibilidad para ellos de un sistema de relaciones menos céntrico. No es improbable que llegue a darse un sistema mudable de diadas que desemboque en una estructura de relaciones policéntricas, aunque probablemente aparezca cierto grado de jerarquización en el significado afectivo de las diversas relaciones bipersonales que tiene cada persona.

Voy a tratar de aclarar lo que entiendo por esa «relación fuerte, central y bipersonal». Para mí, tal relación no tiene el sentido de la formación de un sistema familiar cerrado, es decir, una exclusión, debida a la relación, de otras relaciones significativas para ambas personas y el enclaustramiento estrechamente paterno de los niños en el pequeño sistema de relaciones primarias. La posibilidad más clara, realizada por muchas personas en nuestros días, reside en las relaciones con individuos relativamente periféricos, que alimenten la relación central bipersonal, de manera que su calidad salga enriquecida en todos los niveles y aumente su intensidad. Semejante descubrimiento, empero, podría llevar nuevamente a un idealismo eufórico si no se tuvieran en cuenta determinados requisitos. En determinados estadios de una relación bipersonal, una de las partes o las dos pueden necesitar hacer ciertas promesas. Mientras se explora la relación, una de las partes puede necesitar que la otra acepte no empezar una relación con otra persona hasta que se diera un acuerdo mutuo con respecto al «momento adecuado». Por supuesto, no se debe obligar a nadie a cumplir semejantes promesas; es fundamental el derecho a decir que no. Sin embargo, dada la naturaleza predatoria de nuestra sociedad y de que todos internalizamos esa tendencia predatoria y la reproducimos en nuestros actos, a pesar de nuestras buenas intenciones, en todas nuestras relaciones parece razonable que dos personas se pongan de acuerdo en una restricción contractual temporal sobre las relaciones posibles. Este contrato es la antítesis del contrato matrimonial en su punto más esencial, el tiempo de relación.

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