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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (3 page)

BOOK: La muerte de la familia
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Esta sensación de destrucción-de-la-duda y de la experiencia de vivir el cuerpo propio tiene sus orígenes en la necesidad de agrupamiento humano que se desarrolla por vez primera en el seno de la familia. Una de las primeras lecciones que se aprenden durante el condicionamiento familiar es que no nos bastamos a nosotros mismos para existir en un mundo propio. Con todo detalle se nos enseña a renegar de nuestro propio ser y a vivir de modo aglutinativo, de manera que cada uno toma para sí pedazos de los demás y llega a ignorar las diferencias entre la alteridad en su propio yo y la mismidad de su yo propio. Ésta es la alienación en el sentido de pasiva sumisión a la invasión de los otros, originariamente a los otros de la familia. Pero esta pasividad es engañosa porque encubre la elección de someterse a una invasión de ese tipo. Todas las metáforas de la «paranoia» son una protesta poética contra esa invasión. La poesía, que por supuesto varía en cuanto a calidad, es, sin embargo, menospreciada por la sociedad y, si se la pregona en voz demasiado alta, se la hace tratar por la psiquiatría —que es, después de las instituciones educativas, el tercer escalón en la defensa familiar contra la autonomía de sus miembros—; quiero decir la psiquiatría junto con las escuelas especiales y las presiones y otras múltiples y más discretas situaciones de rechazo. Me parece a mí que la paranoia en nuestro tiempo y en el primer mundo, al menos, es una necesaria tentativa de libertad y de integridad, el único problema estriba en ser lo bastante discreto como para eludir los extremos del asesinato social o la inducción gradual, más benigna y civilizada de respuestas socialmente aceptables mediante el prolongado psicoanálisis de las propias «manías persecutorias». El problema no es resolver las manías persecutorias sino emplearlas con lucidez para destruir una real, objetiva situación persecutoria en la que estamos atrapados desde antes de que se iniciara nuestra existencia.

Trabajando con la gente, es muy posible que al terapeuta le toque con más frecuencia confirmar la realidad de los temores paranoides que darle de lado o intentar modificarlos de alguna manera. Esto sería sin lugar a dudas una proyección de la propia paranoia del terapeuta, si no fuera porque con frecuencia se pueden plantear estrategias para evadirse o atacar decididamente al sector particular, lleno de su realidad persecutoria, en el cual está sumergida la persona y desde donde debe emerger.

En realidad, pienso que lo que debemos hacer es volver a valorar ciertos estados de experiencia y de conducta considerados como enfermizos, y luego, a través de una radical desclinicalización de nuestro armazón de referencias conceptuales, considerarlos como estrategias más o menos abortadas o que alcanzaron éxito para lograr la autonomía y la coherencia personal. En un trabajo previo
[1]
he señalado la oposición polar, en términos de verdad de la vida, entre normalidad (que es el lastimoso destino de la mayor parte de nosotros) y la salud y la locura que se ponen en contacto en el polo opuesto.

El punto fundamental aquí es el papel de la familia en cuanto inductora del conformismo, la normalidad mediante la socialización del niño. «Criar a un niño» equivale en la práctica a «hundir» a una persona. De la misma manera, educar a alguien es llevarlo fuera y lejos de sí mismo.

Podemos desarrollar esta idea utilizando la etimología griega. La eknoia, que está a la izquierda en el diagrama, es el estado normal del bien condicionado e infinitamente obediente ciudadano.

Es un estado en el cual uno está tan enajenado de cada aspecto de su propia experiencia, de cada impulso espontáneo para la acción, de cualquier brizna de conciencia de poseer un cuerpo para sí más que un cuerpo como objeto de inspección por parte de los demás en el mundo, de todas las cuidadosamente rechazadas posibilidades de provocar un cambio que, verdaderamente y no de modo metafórico, se puede decir que en el individuo normal se encuentra fuera de su mente. La mayor parte de los habitantes del primer mundo se someten, apenas sin protestar, a este asesinato crónico. Por supuesto, la recompensa que se recibe a cambio de este modo de perder la propia mente es importante: posiblemente la opulencia, o, si no, el bienestar; se puede dirigir una empresa importante o un «gran» estado, o incluso andar de juerga en medio de la devastación ecológica de vastas zonas de la superfície terrestre, llevada a cabo en nombre de la normalidad. Realmente, y después de pensarlo, lo mejor es estar fuera de uno mismo. No hay nada comparable tampoco con la pérdida que ello supone.

Mediante metanoias sucesivas se puede salir de la posición de eknoia. Metanoia quiere decir un cambio que sale de las profundidades de uno mismo y va hasta la superficie de la propia apariencia social. Dentro del término cabe el sentido paulatino de arrepentimiento y conversión y, especialmente en su segundo nivel (µ2), la metanoia engendra los signos de depresión y duelo. Después de la primera metanoia se ingresa en una región de paranoia, de estar al lado del sí mismo. Si la eknoia quiere decir estar fuera de sí, fuera de la propia mente, en la paranoia al menos se está cerca de ella. La paranoia es casi una proximidad con el sí mismo, proximidad que puede llegar a tornarse efectiva. Si la eknoia es un estado del ser, un conjunto de esencias producidas, en última instancia, por el condicionamiento social que se inicia en la familia, la paranoia es el inicio de una existencia activa, que abarca la posibilidad de dar vida a nuevos proyectos. Es necesario ahora hacer una distinción entre las fantasías y las realidades persecutorias. A través de las primeras exploramos la realidad de modo proyectivo mediante la inconsciente (luego semi-consciente) super-imposición de estructuras experienciales pretéritas en el presente. Si es suficientemente radical esta exploración en el contexto de nuestras relaciones más significativas, nosotros empezamos a desarrollar un sentimiento objetivo de realidad persecutoria, que es transpersonal y traspasa nuestras super-imposiciones, aunque de modo indirecto haya pasado por el filtro intermedio de nuestra primaria experiencia familiar durante el primer año de vida, que condiciona las fantasías persecutorias.

La segunda metanoia implica una labor sobre el sí mismo, en el sentido de una labor total (lo que subsume la noción psicoanalítica de elaboración), mediante la cual accedemos a la coherencia personal, al estar dentro de nuestra propia mente, diferenciándonos de las demás personas en una soledad que no es solitaria, sino que está abierta al mundo. De este modo es posible dar vigor al sí mismo, inventándolo, mejor que transplantándolo, y uno apuesta por dirigir toda nuestra experiencia desde el autorrefrenamiento de la propia autorrelación, por la cual nos convertimos en libres para dar paso a la salida generosa del sí mismo hacia el mundo (movimiento noico).

Una vez alcanzada esta posición, estamos ya en condiciones de abandonar el sentimiento del sí mismo, de la reducción a un yo finito. La metanoia final consiste en el movimiento fluido entre el activamente autónomo sí mismo y el sí mismo-y-el-mundo —trascendencia (anoia)—, que pasa por la liquidación de la autopreformación en un momento de antinoia. Finalmente, en ese momento ya no se puede hablar de «estados del ser» y de la ilusoria seguridad representada por esos estados.

Por supuesto que existen muchas posibilidades de confundirse acerca de la situación relativa de esos estadios, siendo la más desastrosa de todas aquella que consiste en el intento de pasar de la eknoia y la paranoia a la anoia sin antes conseguir la imprescindible autonomía autorregulada. El empleo sin guía alguna de drogas psicodélicas y abortivas, formas pánicas de lo que parecen «rupturas psicóticas» representa esos intentos. Cuando se da esto, el individuo se encuentra aún, en gran parte, entre las mallas de la red de la familia interna (y con frecuencia también de la externa) y busca ansiosamente réplicas menos restrictivas del sistema familiar.

La familia no es sólo una abstracción, una falsa existencia, una esencia, sino que también existe como un desafío a superar todos los condicionamientos que uno ha sufrido a través de ella. Sin embargo, el modo como cada cual realiza esa «superación» parece estar siempre obstruido. Hay numerosos tabúes en el sistema familiar, de alcance mucho más amplio que el tabú del incesto y el tabú contra la avaricia y la suciedad. Uno de ellos es la prohibición implícita de experimentar la propia soledad en el mundo. Al parecer no hay muchas madres dispuestas a dejar de estar con sus hijos el tiempo necesario para que desarrollen la capacidad de estar solos. Se da siempre la necesidad de impedir la triste desesperación del otro, pero en beneficio propio, no del afectado. Ello lleva a una violación de la temporalización, es decir, de la elaboración personal del tiempo como distinto del simple registro del tiempo del otro, de manera que el sistema necesidad-tiempo de la madre (que es el intermediario más o menos pasivo del sistema necesidad-tiempo de la sociedad global) se impone sobre el niño. Pero éste posiblemente necesite la experiencia en su tiempo o en el de ella, de la frustración, de la desesperación y, por último, de una experiencia de la depresión en toda su plenitud. Según mi experiencia, son muy raros los casos de respeto por el tiempo del otro o por el tiempo que éste necesita tomarse en su relación consigo mismo. Una de las más importantes, quizá la más importante, de las contribuciones de las técnicas del psicoanálisis freudiano posiblemente sea el desarrollo sistemático y disciplinado por parte del analista de ese tipo de respeto ante el despliegue natural de la interacción de las temporalizaciones —sin interferirlo sino con una total atención—. En este sentido, la situación psicoanalítica se puede convertir, idealmente, en una especie de antifamilia, una familia en la que uno puede entrar libremente y dejar libremente cuando se ha llevado a cabo lo que se tenía que hacer en ella.

La situación analítica no es la de una transferencia familiar en la cual, impregnados por un simplismo ignorante, convertimos al otro en fragmentos de la totalidad de nuestras impresiones nacidas en la experiencia familiar pasada. Esto es sólo un camino, una vía láctea que necesitamos saber pasar. Como la leche ya ha sido derramada, para qué llorar por ella. Así se pasa por ello con un impulso anticipatorio, que penetra al sí mismo con intimaciones del pasado en las que el sí mismo se penetraría a sí mismo.

Lo que hay que hacer aquí es descubrir una dialéctica móvil, que siempre esté moviéndose sobre la cambiante oposición entre el estar-solo y estar-con-el-otro. Y se hace necesario examinar con mayor profundidad esa antítesis, si es que queremos encontrar la forma en que alguien, que durante su primer año de vida ha estado privado de la sangre vital de su soledad, pueda posteriormente, en momentos de gran angustia, inventar su aislamiento del mundo.

Un chico de seis años llamado Philip vivía con sus padres en un hotel, que era propiedad de unos parientes. Toda su vida había recibido los cuidados cotidianos de sus padres. Nunca había estado solo. Pero un día, cuando estaba jugando en el jardín, se apoyó en un bebedero para los pájaros pintado de blanco y miró el fondo del agua musgosa que reflejaba el cielo. Sobresaltado, miró hacia arriba y vio por vez primera el cielo, como si a través de aquel reflejo hubiera nacido la conciencia de su realidad. Comprobó en un momento de sofoco, que fue también de liberación, su total contingencia y su soledad en el mundo. Comprendió desde entonces que ya no podría recurrir a nadie y que nadie podría recurrir a él de manera que desviara el proyecto vital que acababa de elegir, que ahora sabía que había elegido —aunque por supuesto era necesario llenar los detalles—. Llamó su madre diciéndole que la comida ya estaba preparada. Fue a comer, pero sabiendo por primera vez que ya no era el niño de su madre, sino otra persona. Lo importante es que Philip no habría podido comunicar a ninguno de los miembros de su familia ni una sola palabra que reflejara su experiencia sin distorsionarla, llevándola a los términos de ellos o haciendo de ella un chiste sobre su chico.

Si durante el primer año de la vida no se descubre la autonomía propia, ni en ese angustioso momento de una etapa posterior de la niñez, es posible volverse loco al final de la adolescencia o darse por vencido y convertirse en un ciudadano normal, o luchar para conseguir la libertad mediante la elaboración de las relaciones posteriores, ya sean éstas nacidas de modo espontáneo o planificadas de modo analítico. De cualquier manera, hay que dejar el hogar alguna vez. Posiblemente, cuanto antes mejor.

Todo ello está relacionado con la comunicación y la falla en la recepción del mensaje comunicado, propia del sistema familiar. Tomemos una situación muy frecuente entre un padre y una hija. Los dos marchan por la calle cogidos de la mano. En cierto punto se produce una inevitable ruptura de la reciprocidad: el padre sostiene la mano de la niña, pero ésta no sostiene la de él. A través de una sutil alteración kinésica de la presión de la mano, la niña de tres o cuatro años indica que desea ir por la calle por su cuenta. El padre tiene que elegir entonces entre aumentar la presión o ser cómplice de aquello que le enseñaron a experimentar como un riesgo temible: permitir que la niña le deje, no en su tiempo o en el socialmente prescrito, sino en el tiempo de la niña.

¿Cómo llegar a aprender a meternos sólo en lo que nos incumbe, como Basho, el poeta haiku japonés? En su libro de viajes, La estrecha senda hacia el norte profundo, Basho cuenta que, poco después de emprender el camino, vio a un niño abandonado que lloraba desconsoladamente en el otro lado del río. Hubiera podido acercarse y tratar de encontrarle un refugio en la aldea próxima, pero decidió continuar el viaje solitario que había decidido. La composición de Basho se expresa plenamente en el verso, pero ante todo tenía que realizar su viaje; sabia que nada podía hacer por el niño mientras no supiera qué tenía que hacer por sí mismo.

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