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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (2 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Quizá el señor DeTamble pueda ayudarla —me dice.

Me doy la vuelta, dispuesta a repetir mi explicación, y me encuentro cara a cara con Henry.

Me quedo sin habla. Frente a mí tengo a Henry, tranquilo, vestido y más joven que nunca. Henry trabaja en la biblioteca Newberry, y está de pie, delante de mí, en ese momento. En el presente. Me siento más feliz que unas pascuas. Henry me mira con paciencia, con expresión desconcertada, pero conserva la compostura.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—¡Henry! —Apenas puedo contener el impulso de lanzarle los brazos al cuello. Es obvio que no me ha visto en toda su vida.

—¿Nos conocemos? Lo siento, yo no... —Henry mira a su alrededor, le preocupa que los lectores y sus colegas se fijen en nosotros. Rebusca en su memoria y se percata de que una parte futura de sí mismo ha conocido a esta chica feliz y radiante que sigue en pie ante él. La última vez que lo vi fue en el prado, cuando estaba chupándome los dedos de los pies.

Intento explicarle la situación.

—Me llamo Clare Abshire. Te conocí cuando era una niña...

No sé cómo reaccionar, porque estoy enamorada de un hombre que está delante de mí y sin embargo él no guarda ningún recuerdo de mi persona. En lo que a él respecta, todo se emplaza en el futuro. Me entran ganas de reír por lo extraño de la situación. Todo lo que sé de Henry desde hace años me desborda, mientras él me mira perplejo y temeroso: Henry, con los pantalones viejos de pescar de mi padre preguntándome con paciencia las tablas de multiplicar, los verbos en francés y las capitales de los estados; Henry riendo por alguna comida extraña que a mis siete años consideré idónea para llevársela al prado; Henry con esmoquin, desabrochándose los gemelos de la camisa con manos temblorosas el día que cumplí dieciocho años. ¡Ese Henry está aquí mismo, en ese preciso momento!

—Ven a tomar un café conmigo, a cenar o... lo que quieras.

No le queda otra opción que responder que sí, ese Henry que me ama en el pasado, deberá amarme ahora y en el futuro por reverberación, como el chillido de un murciélago procedente de otros tiempos. Para mi inmenso alivio, responde afirmativamente, y quedamos en encontrarnos por la noche en un restaurante tailandés de las inmediaciones, todo bajo la mirada incrédula de la mujer que sigue tras el mostrador. Luego me marcho; he olvidado a Kelmscott y Chaucer. Bajo como si flotara por las escaleras de mármol que dan al vestíbulo para salir al sol de octubre de Chicago y me alejo corriendo por el parque, espantando perritos y ardillas, gritando de felicidad.

H
ENRY
: Es un día de octubre como otro cualquiera, soleado y frío, tonificante. Estoy trabajando en la habitación sin ventanas, en una atmósfera sin humedad, que hay en el cuarto piso de Newberry, catalogando una colección de papeles marmolados que han donado recientemente. Los papeles son preciosos, pero la catalogación resulta muy pesada, me aburro y compadezco mi suerte. De hecho, me siento viejo, viejo como solo un tipo de veintiocho años puede sentirse después de haberse pasado despierto casi toda la noche bebiendo un vodka malo y caro e intentando, sin éxito alguno, congeniar como antes con Ingrid Carmichel. Nos hemos pasado toda la noche peleando, y ahora ni siquiera recuerdo el porqué. La cabeza me martillea. Necesito tomar un café. Dejo los papeles marmolados en un estado de caos controlado y paso por el despacho y junto al mostrador del bedel que hay en la sala de lectura. Me detengo, no obstante, al oír la voz de Isabelle que dice:

—Quizá el señor DeTamble pueda ayudarla. —Lo que significa: «Henry, rata asquerosa, ¿hacia dónde crees que te escurres?». Esa chica alta y delgada, con el pelo color ámbar y asombrosamente hermosa se vuelve y me mira como si yo fuera su redentor personal. Me da un vuelco el corazón. Es obvio que me conoce, a pesar de que yo no la conozco de nada. Solo Dios sabe lo que debo de haber dicho, hecho o prometido a esa luminosa criatura. Por lo tanto, me veo obligado a decir en mi mejor lengua del país de los bibliotecarios:

—¿Puedo ayudarla en algo?

La chica pronuncia mi nombre casi sin aliento, de ese modo tan evocador que me convence de que en algún momento hemos vivido una historia sorprendente. Lo cual no contribuye en absoluto a mitigar el hecho de que lo desconozca todo de ella, incluso su nombre.

—¿Nos conocemos? —me aventuro a preguntarle.

Isabelle me dedica una mirada que significa «¡Imbécil!», pero la chica me dice que se llama Clare Abshire, y que me conoció cuando era pequeña. Luego me invita a cenar. Yo acepto, conmocionado. Me sonríe de oreja a oreja, aunque voy sin afeitar, tengo resaca y no me encuentro en uno de mis mejores momentos. Hemos quedado para ir a cenar esa misma noche en el Beau Thai, y Clare, después de asegurarse de que acudiré a la cita, sale de la sala de lectura como una exhalación.

Mientras estoy en el ascensor, siento un ligero vértigo y me doy cuenta de que una buena parte de mi vida futura en clave de billete de lotería ganador me ha encontrado de algún modo aquí, en el presente, y empiezo a reír. Atravieso el vestíbulo, y mientras bajo corriendo las escaleras que conducen a la calle, veo a Clare que se apresura por Washington Square saltando y chillando, y yo estoy a punto de llorar y no sé por qué.

Esa misma noche, algo más tarde

H
ENRY
: A las seis de la tarde salgo del trabajo y corro hacia casa para intentar parecer un poco más atractivo. Mi hogar en esa época es un minúsculo estudio cuyo alquiler es desorbitado, situado en North Dearborn, y en el que no ceso de golpearme contra paredes, superficies y muebles inoportunos. Paso número uno: abro las mil y una cerraduras de la puerta del apartamento, entro como una bala en la sala de estar, que hace las veces de dormitorio, y me quito la ropa. Paso número dos: ducha y afeitado. Paso número tres: contemplo sin esperanza alguna el fondo de mi armario, y me voy dando cuenta de que no tengo ni una sola prenda completamente limpia. Descubro sin embargo una camisa blanca que todavía guardo en la bolsa de la tintorería. Decido entonces ponerme el traje negro, los zapatos de puntera y la corbata azul pálido. Paso número cuatro: con el conjunto puesto, me percato de que parezco un agente del FBI. Paso número cinco: echo un vistazo a mi alrededor y advierto que el estudio es un caos. Decido que evitaré traer a Clare a mi apartamento esta noche, si tal cosa fuera posible. Paso número seis: me miro en el espejo de cuerpo entero del baño y contemplo a un individuo anguloso, con la mirada extraviada, de un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura, con el aspecto de un Egon Schiele de diez años, con camisa limpia y traje de director de funeraria. Me pregunto con qué clase de indumentaria me habrá visto esta mujer, dado que es evidente que no vengo del futuro y aparezco en su pasado llevando ropa propia. ¿Dijo acaso que era una niña? Un sinfín de preguntas sin respuesta aflora en mi pensamiento. Me detengo y tomo aliento durante un minuto. Muy bien. Cojo la cartera y las llaves, y a la calle: cierro los centenares de cerraduras, bajo en el pequeño y estrafalario ascensor, le compro rosas a Clare en la tienda del vestíbulo y camino las dos manzanas que hay hasta el restaurante en un tiempo récord, aunque no consigo evitar llegar con cinco minutos de retraso. Clare ya está sentada en el reservado y parece aliviada cuando me ve. Me saluda con la mano, como si estuviera en un desfile.

—Hola —le digo.

Clare lleva un vestido de terciopelo color vino y unas perlas. Parece un Botticelli al estilo de John Graham: enormes ojos grises, nariz larga y boquita delicada de geisha. Tiene el pelo rojizo y largo, le baja por los hombros y le llega hasta media espalda. Clare es tan pálida que parece una figura de cera a la luz de las velas.

—Son para ti —le digo dándole las rosas.

—Gracias —responde Clare, complacida de un modo absurdo. Me mira y advierte que me siento confuso por su reacción—. Nunca me habías regalado flores.

Me deslizo en el reservado, y me siento frente a ella. Estoy fascinado. Esta mujer me conoce, a mí; y no en calidad de conocida ocasional de mis futuras hégiras. La camarera aparece y nos entrega las cartas.

—Cuéntame —le exigo.

—¿El qué?

—Todo. Quiero decir, ¿comprendes por qué no te conozco? Siento muchísimo lo de antes...

—Oh, no. No deberías lamentarlo. Me refiero a que sé... Ya conozco las razones. —Clare baja el tono de voz—. Es porque para ti nada de esto ha sucedido todavía, pero para mí, bueno..., yo hace mucho tiempo que te conozco.

—¿Cuánto?

—Unos catorce años. La primera vez que te vi yo tenía seis años.

—¡Caray! ¿Me ves muy a menudo o solo de vez en cuando?

—La última vez me dijiste que trajera esto a la cena, en nuestra próxima cita. —Clare me muestra un diario infantil de color azul claro—. Tómalo, puedes quedártelo.

Lo abro por la página marcada con un trozo de papel de periódico. Esa página, en la que aparecen dos cachorros de cocker spaniel acechando desde el extremo superior derecho, es una lista de fechas. Empieza el 23 de septiembre de 1977 y termina unas dieciséis páginas después, pequeñas, azules y con ilustraciones de cachorros, el 24 de mayo de 1989. Las cuento. Hay ciento cincuenta y dos fechas, escritas con gran esmero en el largo y abierto método Palmer y con un bolígrafo de tinta azul propios de una niña de seis años.

—¿Escribiste tú la lista? ¿Son exactas las fechas?

—En realidad fuiste tú quien me las dictó. Me dijiste hace unos años que habías memorizado las fechas a partir de esta lista. Por consiguiente, no adivino la razón precisa de su existencia; quiero decir que parece una especie de cinta de Möbius. Ahora bien, son precisas. Yo las utilizaba para saber cuándo bajar al prado para encontrarme contigo. En aquel momento regresa la camarera y pedimos
Tom Kha Kai
para mí y
Gang Mussaman
para Clare. Un camarero nos trae té y yo lo sirvo en las tazas.

—¿Qué es el prado? —Casi doy saltos de la excitación. Nunca había conocido a nadie que formara parte de mi futuro, y mucho menos un Botticelli que se ha reunido conmigo ciento cincuenta y dos veces.

—El prado forma parte de la propiedad que mis padres tienen en Michigan. En uno de sus extremos hay un bosque, y la casa se encuentra en el lado opuesto. En el centro, más o menos, hay un calvero de unos tres metros de diámetro con una gran roca, y si estás en ese claro, nadie puede verte desde la casa porque el terreno se eleva para hundirse luego. Yo solía ir allí porque me gustaba jugar sola, y pensaba que todos ignoraban dónde me encontraba. Un día, cuando estaba en primero, llegué de la escuela y fui al claro. Ahí es donde te conocí.

—Desnudo como Dios me trajo al mundo, y seguramente vomitando.

—De hecho, parecías controlar muy bien la situación. Recuerdo que sabías mi nombre, y que te desvaneciste de un modo muy espectacular. Sin embargo, si lo consideramos de forma retrospectiva era evidente que ya habías estado allí antes. Creo que la primera vez que apareciste en el prado fue en 1981. Yo tenía diez años, y tú no parabas de decir: «¡Oh, Dios mío!», sin dejar de mirarme fijamente. Además, se te veía aterrorizado por tu desnudez, claro que por aquel entonces yo daba prácticamente por descontado que ese hombre mayor y desnudo aparecería como por arte de magia procedente del futuro y me pediría ropa. —Clare sonríe—. Y también comida.

—¿Qué es lo que te divierte tanto?

—Durante todos esos años te preparé unas comidas rarísimas. Bocadillos de mantequilla de cacahuete y anchoas. Crackers Ritz con paté y remolacha. Creo que en parte pretendía comprobar si eras capaz de comer algo de lo que yo te traía, pero también intentaba impresionarte con mi sabiduría culinaria.

—¿Qué edad tenía yo?

—Creo que te habré visto con cuarenta y pico. Como mínimo... No estoy tan segura; ¿unos treinta quizá? ¿Cuántos años tienes ahora?

—Veintiocho.

—Pareces muy joven. Durante los últimos años has tenido poco más de cuarenta, y parecía que tu vida era bastante dura... Es difícil decirlo. Cuando eres pequeña, todos los adultos te parecen grandes, y viejos.

—Dime, ¿qué hacíamos en el prado? Es muchísimo tiempo para pasarlo en un solo lugar.

Clare sonríe.

—Hacíamos muchas cosas. Variaban en función de mi edad, y del clima también. Pasabas mucho rato ayudándome con los deberes. Jugábamos; pero sobre todo hablábamos de cosas. Cuando era muy pequeña, creía que eras un ángel y te hacía muchas preguntas sobre Dios. Ya de adolescente, intenté que me hicieras el amor, y tú nunca quisiste, lo cual por supuesto me volvió muy resolutiva respecto al tema. Creo que, de algún modo, pensabas que ibas a envilecerme sexualmente. En cierto sentido eras muy paternal.

—Ah, ya. Es posible que eso fuera lo más indicado pero, en cualquier caso, en estos momentos no quiero que pienses en mí de un modo paternal.

Nuestros ojos se encuentran. Ambos sonreímos y sellamos nuestra complicidad.

—¿Qué me dices del invierno? Los inviernos en Michigan son muy duros.

—Solía esconderte en el sótano; la casa posee uno enorme con varias habitaciones, una de las cuales hace las funciones de trastero, y la caldera está al otro lado de la pared. La llamamos la sala de lectura, porque ahí guardamos todas las revistas y los libros viejos que ya no sirven. En una ocasión en que te encontrabas abajo, se desencadenó una gran tormenta de nieve y nadie fue a la escuela ni al trabajo; pensé que me volvería loca intentando llevarte comida, porque no había demasiados víveres en casa. Etta debía ir al colmado el día que cayó la tormenta. Por lo tanto, te quedaste encerrado leyendo viejos ejemplares del
Reader's Digest
durante tres días y comiendo sardinas y fideos.

—Una dieta algo salada, que seguro que la disfruté enormemente. —En ese momento llega nuestra comida—. ¿Aprendiste a cocinar?

—No, no creo que pueda presumir de saber cocinar. Nell y Etta enloquecían cuando me metía en la cocina para hacer algo que no fuera coger una Coca-Cola, y desde que me trasladé a Chicago no tengo a nadie que cocine para mí; vamos, que me ha faltado el estímulo para ponerme a ello. La verdad es que estoy muy ocupada con la facultad, así que me quedo a comer allí. —Clare prueba su curry—. Está buenísimo.

—¿Quiénes son Nell y Etta?

—Nell es nuestra cocinera —explica Clare sonriendo—. Nell es como el
cordon bleu
de Detroit; es como Aretha Franklin si se convirtiera en Julia Child. Etta es nuestra gobernanta y la que cuida de todos los detalles de la casa. En realidad, es una especie de madre; quiero decir que la mía es..., bueno..., Etta siempre está ahí cuando la necesitas, es alemana y muy estricta, pero muy cálida, y mi madre es como si siempre tuviera la cabeza en las nubes, ¿entiendes?

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