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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (5 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Oh, cariño. ¿Todavía estás despierto?

Asentí.

—Papá y yo nos vamos a la cama. ¿Estás bien?

Le dije que sí y me dio un abrazo.

—Hemos pasado un día muy excitante en el museo, ¿verdad?

—¿Podemos volver mañana?

—Mañana, no; pero volveremos muy pronto, ¿de acuerdo?

—Vale.

—Buenas noches —dijo mi madre. Dejó la puerta abierta y apagó la luz del pasillo—. Buenas noches, que descanses y que no te piquen las chinches.

Pude oír sonidos imperceptibles, el correr del agua, la cadena del váter. Luego todo quedó en silencio. Salí de la cama y me arrodillé frente a la ventana. Veía las luces de la casa de al lado, y más lejos vi pasar un coche con la radio altísima. Me quedé ahí un rato, intentando que me entrara el sueño, luego me levanté y todo cambió.

Sábado 2 de enero de 1988, 4.03 horas; domingo 16 de junio de 1968, 10.46 horas

Henry tiene 24 y 5 años

H
ENRY
: Son las 4.03 de una mañana de enero extremadamente fría y estoy llegando a casa. He salido a bailar y no estoy demasiado bebido, pero sí profundamente cansado. Mientras me debato para encontrar la llave en la entrada iluminada, caigo de rodillas, mareado y con náuseas, hasta que me quedo a oscuras, vomitando sobre el suelo de baldosas. Levanto la cabeza y veo un letrero luminoso de color rojo que dice salida, y mientras enfoco la mirada, veo tigres, hombres de las cavernas con largas lanzas, mujeres primitivas con modestas pieles colocadas estratégicamente y perros lobo. El corazón me late con velocidad y durante un largo momento de confusión alcohólica pienso: «¡Joder! He llegado a la Edad de Piedra», hasta que me doy cuenta de que el letrero de salida es propio del siglo xx. Me levanto, temblando, y me aventuro hacia la puerta; noto las baldosas heladas bajo mis pies descalzos, tengo la carne de gallina y el pelo tieso. Todo está absolutamente silencioso. La atmósfera es pegajosa debido al aire acondicionado. Llego a la entrada y miro en la siguiente sala. Está llena de vitrinas de cristal; las luces blancas de los faroles resplandecen a través de los ventanales y me descubren millares de escarabajos. Me encuentro en el Museo de Historia Natural, a Dios gracias. Me quedó inmóvil y respiro hondo, intentando aclarar mis ideas. Algo en esa situación le trae vagos recuerdos a mi cerebro encadenado e intento desenterrarlos. Creo que tengo que hacer algo. Sí. Es mi quinto aniversario... Había alguien ahí, y voy a ser ese alguien..., pero necesito ropa. Sí. Evidentemente.

Echo una carrera a través de la escarabajomanía y paso por el largo pasillo que divide en dos la segunda planta, desciendo por la escalera del ala oeste y llego al primer piso, agradecido por hallarme en la era anterior a los sensores de movimiento. Los enormes elefantes se ciernen sobre mí con aire amenazador bajo la luz de la luna, y yo los saludo de camino a la tiendecita de regalos que hay a la derecha de la puerta principal. Rodeo las vajillas y descubro unos cuantos artículos prometedores: un abrecartas de adorno, un punto de libro metálico con la insignia del museo y dos camisetas con un dibujo de un dinosaurio. Las cerraduras de las vitrinas son de chiste; las hago saltar con una horquilla que encuentro junto a la caja registradora y me sirvo. Perfecto. Regreso a las escaleras y subo a la tercera planta. Es la «buhardilla» del museo, donde se encuentran los laboratorios; el personal tiene los despachos aquí arriba. Analizo los nombres que hay en las puertas pero ninguno me sugiere nada; al final, elijo una al azar y deslizo el punto de libro por la cerradura hasta que el pestillo cede y me permite entrar.

El ocupante de ese despacho es un tal V. M. Williamson, y es un tipo muy desordenado. La habitación está a rebosar de papeles, tazas de cafe y cigarrillos que desbordan los ceniceros; hay un esqueleto de serpiente parcialmente articulado sobre su escritorio. Reconozco el terreno con rapidez en busca de ropa y no encuentro ni una sola prenda. La siguiente oficina pertenece a una mujer, J. E. Bettley. En la tercera tengo suerte. D. W. Finch tiene un traje completo colgado del perchero, y me va bastante bien, aunque un poco corto de mangas y piernas, y ancho de solapas. Llevo una de esas camisetas de dinosaurios bajo la chaqueta. Voy sin zapatos, pero estoy decente. D. W. también tiene un paquete sin abrir de galletas Oreo en el escritorio, alabado sea. Me apropio de ellas y me marcho, cerrando la puerta con cuidado.

«¿Dónde estaba, cuándo me vi?» Cierro los ojos y la fatiga se apodera de mi cuerpo acariciándome con sus dedos adormecidos. Casi no me tengo en pie, pero me controlo, y entonces me viene a la mente: el perfil de un hombre acercándose a mí, iluminado de espaldas por las luces procedentes de las puertas principales del museo. Necesito regresar al vestíbulo de la entrada.

Cuando llego, todo está quieto y en silencio. Camino por el centro de la estancia, intentando repetir la imagen de las puertas, y luego me siento cerca del guardarropía para entrar en escena por la izquierda. Noto que la sangre me sube de golpe a la cabeza, el ronroneo del sistema de climatización, los coches zumbando por el paseo de la Ribera. Como diez Oreo, despacio; las saco una a una con suavidad, rasco el relleno con los dientes y mordisqueo las mitades de chocolate para hacerlas durar. No tengo ni idea de qué hora es, ni de cuánto tiempo tendré que esperar. Estoy casi sobrio del todo, y me mantengo razonablemente alerta. Transcurre el tiempo y no ocurre nada. Al final, sin embargo, oigo un impacto amortiguado y un grito ahogado. Silencio. Espero. Me levanto sin hacer ruido, y me deslizo hacia el vestíbulo, caminando despacio a través de la luz que cuartea el suelo de mármol. Me detengo en medio de las puertas y digo en voz alta, sin gritar:

—Henry.

Nada. Buen chico, precavido y silencioso. Vuelvo a intentarlo.

—No pasa nada, Henry. Soy tu guía. He venido para enseñarte el museo. Es una visita especial. No temas nada, Henry.

Oigo una débil exclamación, como de asombro.

—Te he traído una camiseta, Henry, para que no te resfríes mientras miras la exposición. —Consigo vislumbrarlo; está de pie, medio confundido entre las sombras—. Toma, cógela.

Se la lanzo, y la camiseta desaparece. Luego el muchacho sale a la luz. La camiseta le llega a las rodillas. Soy yo con cinco años, con el pelo oscuro y en punta, el cutis pálido como la luna, y unos ojos marrones casi eslavos, enjuto y nervudo, como un potrillo. A mis cinco años soy un niño feliz, arropado por la normalidad y el cariño de mis padres. Todo cambió luego, a partir de ese momento. Camino hacia él lentamente, me inclino y le hablo con suavidad.

—Hola. Me alegro de verte, Henry. Gracias por venir esta noche.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres? —Su voz es aguda y floja, y resuena un poco contra la fría piedra.

—Estás en el Museo de Historia Natural. Me han enviado para que te enseñe cosas que no pueden verse durante el día. Yo también me llamo Henry. Qué casualidad, ¿eh?

Asiente.

—¿Te apetecen unas galletas? Siempre me gusta comer galletas cuando visito los museos. Lo convierte en algo más multisensorial. —Le ofrezco el paquete de galletas Oreo. Duda, teme que no sea lo correcto, ya que está hambriento pero no sabe cuántas puede coger sin parecer grosero—. Come las que quieras. Yo ya he comido diez, así que te costará atraparme.

Coge tres.

—¿Qué preferirías ver primero?

Henry se encoge de hombros.

—Mira, te diré lo que vamos a hacer. Subamos al tercer piso; es donde guardan todos los cachivaches que no están a la vista, ¿vale?

—Vale.

Caminamos a oscuras y subimos las escaleras. No avanza muy rápido, así que subo despacio junto a él.

—¿Dónde está mamá?

—En casa, durmiendo. Esta es una visita especial, con guía, solo para ti, porque es tu cumpleaños. Por otro lado, los adultos no hacen esta clase de cosas.

—¿Tú no eres un adulto?

—Yo soy un adulto de lo más raro. Mi trabajo consiste en vivir aventuras. Por eso, cuando oí que deseabas regresar al museo, mi impulso natural fue lanzarme a enseñártelo todo.

—No entiendo cómo he llegado hasta aquí —dice deteniéndose en lo alto de las escaleras y mirándome presa de la confusión.

—Bueno, es un secreto. Si te lo digo, tendrás que prometerme que no se lo repetirás a nadie.

—¿Por qué?

—Porque no te creerían. Puedes decírselo a mamá, o a Kimy, si quieres, pero a nadie más. ¿De acuerdo?

—De acuerdo...

Me arrodillo frente a él, a mi yo inocente, y lo miro a los ojos.

—¿Lo juras por tu sangre?

—Sí.

—Muy bien. Lo que ha ocurrido es lo siguiente: has viajado a través del tiempo. Estabas en tu dormitorio y, de repente, ¡puf! has llegado aquí, y dado que ahora empieza la noche, tenemos muchísimo tiempo para verlo todo antes de que debas regresar a casa.

Henry se queda en silencio, con una expresión interrogativa pintada en el rostro.

—¿Tiene algún sentido esto para ti? —le pregunto.

—Pero... ¿por qué?

—Bueno, eso es algo que todavía no he descubierto. Te lo diré cuando lo sepa. Mientras tanto, deberíamos ponernos manos a la obra. ¿Otra galleta?

Coge una y caminamos despacio por el pasillo. Decido hacer un experimento.

—Probemos esto.

Deslizo el punto de libro por una puerta en la que figura el número 306 y la abro. Cuando enciendo las luces, vemos unas rocas del tamaño de calabazas diseminadas por todo el suelo, las hay enteras y partidas por la mitad, con muchas aristas por fuera y venas de metal marcadas en el interior.

—Oooh, mira, Henry. Meteoritos.

—¿Qué son los meteoritos?

—Rocas que caen del espacio exterior.

Me mira como si fuera yo quien ha aterrizado del espacio exterior.

—¿Probamos otra puerta?

Asiente. Cierro la sala de los meteoritos y pruebo a forzar la puerta del otro lado del pasillo. Esa sala está llena de aves. Aves que simulan el vuelo, aves que reposan eternamente sobre ramas, cabezas de ave, pelajes de ave. Abro uno de los cientos de cajones que hay en el lugar; contiene una docena de probetas, cada una con un pajarito dorado y negro que lleva el nombre envuelto en una pata. Los ojos de Henry son como dos platos.

—¿Quieres tocar uno?

—Sssí...

Saco el tapón de algodón de la boca de uno de los tubos y lo agito hasta que un pinzón dorado cae sobre mi mano. Conserva la forma del tubo.

—¿Está durmiendo? —pregunta Henry, acariciando su cabecita con ternura.

—Más o menos.

Me mira con aire de pocos amigos, desconfiado ante mi error. Devuelvo con suavidad el pinzón al tubo, coloco de nuevo el algodón, dejo el tubo en su lugar y cierro el cajón. Estoy muy cansado. Incluso la palabra «sueño» es un ardid, una seducción. Lo guío hacia el vestíbulo y, de repente, recuerdo lo que más me gustó de esa noche cuando era pequeño.

—Oye, Henry. Vayamos a la biblioteca.

Se encoge de hombros. Camino, ahora ya deprisa, y él corre para seguirme el paso. La biblioteca está en el tercer piso, en el extremo oriental del edificio. Cuando llegamos, me quedo inmóvil durante un minuto, contemplando las cerraduras. Henry me mira, como diciendo: «Bueno, ¿y ahora, qué?». Palpo en los bolsillos y encuentro el abrecartas. Sacudo la manecilla de madera y hete aquí que veo un utensilio de metal alargado y fino que meto en el interior. Clavo la mitad del instrumento en la cerradura y pruebo hacia ambos lados. Oigo saltar las clavijas, y cuando vuelvo al punto inicial del recorrido, clavo la otra mitad, utilizo el punto de libro en la otra cerradura y, ¡sorpresa!, ¡ábrete, sésamo!

Al menos, mi compañero se ha quedado convenientemente impresionado.

—¿Cómo has hecho eso?

—No cuesta tanto. Te lo enseñaré en otra ocasión.
Entrez!

Sostengo la puerta para que él entre. Enciendo las luces y la sala de lectura cobra vida: sólidas mesas y sillas de madera, moqueta marrón y un enorme mostrador donde se solicitan libros de referencia. La biblioteca del Museo de Historia Natural no está diseñada para cautivar a los niños de cinco años. Es una biblioteca con estanterías cerradas que utilizan los científicos y los estudiosos. Hay librerías dispuestas en hileras a lo largo de la sala, pero en su mayoría contienen publicaciones periódicas encuadernadas en piel de la época victoriana. El libro que busco preside una enorme vitrina de cristal y roble que hay en el centro de la estancia. Hago saltar la cerradura con mi horquilla y abro la portezuela de cristal. A decir verdad, el museo debería plantearse en serio el tema de la seguridad. No es que tenga muchos remordimientos por actuar de ese modo; a fin de cuentas, soy un bibliotecario con referencias, y a menudo me encargo de traer libros y hablar de ellos en la biblioteca Newberry. Me pongo tras el mostrador de referencias y descubro un trozo de fieltro y unos soportes de tela, que coloco sobre la mesa más próxima. Luego cierro y levanto el libro con cuidado para extraerlo de su vitrina y depositarlo sobre el fieltro. Acerco una silla.

—Ven, súbete ahí, lo verás mejor.

Henry sube a la silla y yo abro el libro. Se trata de
Aves de América
, de Audubon, el maravilloso infolio de lujo del tamaño de dos elefantes que es casi tan alto como mi joven yo. Este ejemplar es el más delicado que existe, y he pasado muchas tardes lluviosas admirándolo. Lo abro por la primera lámina, y Henry sonríe y me mira.

—Somorgujo común —lee—. Parece un pato.

—Sí. Apuesto a que puedo adivinar cuál es tu ave favorita.

Niega con la cabeza y sonríe.

—¿Qué te apuestas?

Se mira vestido con la camiseta del dinosaurio y se encoge de hombros. Conozco esa sensación.

—¿Qué te parece esto? Si lo adivino, te comes una galleta, y si no lo adivino, te comes una galleta.

Reflexiona unos instantes y decide que es una apuesta segura. Abro el libro por la página donde pone «Flamenco». Henry ríe.

—¿He acertado?

—¡Sí!

Es fácil ser omnisciente cuando ya lo has vivido todo antes.

—Muy bien, aquí tienes tu galleta; y yo cojo otra por haber acertado. Ahora bien, vamos a tener que guardarlas hasta que hayamos terminado de mirar el libro, porque no nos gustaría llenar de migas las ilustraciones de los azulejos, ¿verdad?

—¡Verdad! —Henry deja la Oreo en el brazo de la butaca y volvemos a empezar por el principio. Pasamos las páginas despacio y disfrutamos con las ilustraciones de las aves, mucho más vivas que aquel otro ser real de la probeta que guardan al fondo del pasillo.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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