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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (9 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Hablas de cambiar el futuro —dice Henry—, pero para mí esto es el pasado, y por lo que veo, poco puedo hacer para cambiarlo. Quiero decir que lo intenté, y por el hecho de intentarlo, sucedió. Si no hubiera dicho nada, no te habrías levantado...

—Entonces, ¿por qué has hablado?

—Porque sí. Tú también hablarás, sino al tiempo —responde encogiéndose de hombros—. Es como lo que le sucedió a mamá. El accidente.
Immer wieder.

De nuevo siempre, siempre lo mismo.

—¿Libre albedrío?

Se levanta, se dirige hacia la ventana y se detiene, mirando hacia el patio trasero de los Tantinger.

—Estaba hablando precisamente de eso con un yo de 1992 que me comentó algo interesante: dijo que pensaba que solo existe el libre albedrío cuando te encuentras en tu época, en el presente. Dice que en el pasado solo podemos hacer lo que ya hicimos, y que solo podemos estar ahí si estuvimos antes en ese lugar.

—Pero esté donde esté, siempre será mi presente. ¿No debería ser yo quien decidiera...?

—No, parece ser que no.

—¿Qué te dijo sobre el futuro?

—Solo hay que deducirlo. Vas al futuro, haces algo en concreto y luego regresas al presente. Eso que hiciste formará parte de tu pasado. Por lo tanto, también debe de ser inevitable.

Siento una combinación rarísima de libertad y desesperación. Estoy sudando; Henry abre la ventana y el aire frío penetra en el dormitorio.

—Entonces resulta que no soy responsable de nada de lo que haga, siempre y cuando no me encuentre en el presente.

—Gracias a Dios —me dice sonriendo.

—Y todo ya ha sucedido en realidad.

—Parece que la cosa funciona así. —Henry se pasa la mano por la cara, y me doy cuenta de que ya podría utilizar una maquinilla de afeitar—. Sin embargo, dijo que tienes que comportarte como si tuvieras libre albedrío, como si fueras responsable de lo que haces.

—¿Por qué? ¿Qué importa eso?

—Parece ser que en caso contrario, todo saldrá mal. Es deprimente.

—¿Lo sabe por experiencia propia?

—Sí.

—Entonces, ¿qué ocurrirá ahora?

—Papá te ignorará durante tres semanas; y en cuanto a esto... —me dice señalando la cama—. Tenemos que dejar de vernos de este modo.

—De acuerdo. No hay problema —digo con un suspiro—. ¿Algo más?

—Vivian Teska.

Vivian es esa chica de geometría que despierta mis instintos lujuriosos. Jamás le he dirigido la palabra.

—Mañana, después de clase, acércate a ella y pídele para salir.

—Ni siquiera la conozco.

—Confía en mí. —Me dedica una mueca que me hace pensar por qué diablos tengo que confiar en él, pero quiero creer en lo que me dice.

—De acuerdo.

—Tendría que marcharme. Dame dinero, por favor.

Saco veinte dólares.

—Más.

—Es todo lo que tengo.

—Vale. —Se viste, con la ropa que coge de un montón apelotonado, y que no me importará perder de vista—. ¿No tendrás un abrigo?

Le doy un jersey grueso de lana peruana que siempre he odiado. Pone expresión de asco y se lo coloca encima. Luego nos dirigimos a la puerta trasera del piso. Las campanas de la iglesia tocan las doce del mediodía.

—Adiós —me dice mi yo.

—Buena suerte —le contesto, extrañamente conmovido ante la visión de mí mismo embarcándome hacia lo desconocido, hacia una fría mañana de domingo en Chicago a la que él no pertenece. Tropieza al bajar las escaleras de madera y yo regreso al silencioso piso.

Miércoles 17 de noviembre; martes 28 de septiembre de 1982

Henry tiene 19 años

H
ENRY
: Estoy en el asiento trasero de un coche de policía de Zion, en Illinois. Llevo unas esposas y poca cosa más. El interior del coche patrulla huele a cigarrillos, cuero, sudor y otro olor que no consigo identificar y que parece endémico a los coches patrulla. El aroma de la otredad monstruosa, quizá. Tengo el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón, y la parte delantera de mi cuerpo llena de morados, cortes y suciedad a causa de mi enfrentamiento con el mayor de los dos policías en un terreno yermo lleno de cristales rotos. Los policías están de pie fuera del vehículo y hablan con los vecinos, entre los cuales al menos hay uno que es evidente me ha visto cómo intentaba entrar en la casa victoriana de tonos amarillo y blanco, frente a la cual estamos aparcados. No sé en qué época me encuentro. Llevo casi una hora en este lugar, y la he cagado en todos los sentidos. Tengo muchísima hambre, y me siento muy cansado. Debería estar en el seminario sobre Shakespeare del doctor Quarrie, pero no cabe duda de que acabo de perdérmelo. Es una pena. Estudiamos
El sueño de una noche de verano.

Lo que puedo ver desde el interior de este coche patrulla es que hace calor y no estoy en Chicago. La fuerza pública de esta ciudad me odia porque siempre desaparezco mientras estoy bajo custodia, y no pueden entenderlo. Por otro lado, me niego a hablar con ellos, así que siguen sin saber mi identidad ni mi dirección. El día que las descubran, estoy perdido, porque tengo varias órdenes de arresto pendientes: allanamiento de morada, hurto en comercios, resistencia a la autoridad, violación del arresto, invasión de propiedad privada, exhibicionismo, robo,
und so weiter.

Con todo lo dicho, uno podría deducir que soy un delincuente muy inepto, pero, en realidad, el verdadero problema estriba en lo mucho que cuesta pasar desapercibido cuando vas desnudo. El sigilo y la velocidad son mis principales cualidades. Por eso, cuando intento violar domicilios ajenos a plena luz del día y completamente desnudo, a veces la cosa no funciona. Me han arrestado siete veces, y hasta el momento siempre me he esfumado antes de que puedan tomarme las huellas o sacarme una fotografía.

Los vecinos no paran de atisbar por las ventanillas del coche patrulla para mirarme. No me importa. No me importa en absoluto. Todo esto dura demasiado. Joder, odio estas situaciones. Me recuesto hacia atrás y cierro los ojos.

Se abre una portezuela del coche. Entra el aire fresco durante un segundo (en el que abro de golpe los ojos) y veo la rejilla metálica que separa la parte delantera del automóvil de la trasera, los asientos de vinilo cuarteados, las esposas en las manos, mis piernas con la carne de gallina, el cielo sereno a través del parabrisas, la gorra negra y con visera sobre el salpicadero, la tablilla de notas en la mano del oficial, su rostro rojizo, las cejas grisáceas y espesas y las mejillas caídas como cortinajes...

Todo brilla, iridiscente, en colores parecidos a las alas de una mariposa, y el policía dice:

—Eh, está teniendo una especie de ataque...

Me castañetean los dientes con violencia, y ante mis ojos el coche patrulla desaparece y me encuentro echado de espaldas en el patio trasero de mi casa.

Sí. ¡Sí! Me lleno los pulmones con el dulce aire de una noche de septiembre. Me enderezo y me froto las muñecas, que todavía conservan la marca de las esposas.

Río, río sin cesar. ¡He vuelto a escapar! ¡Houdini, Próspero, heme aquí! Inclinaos ante mí, porque yo también soy un mago.

Me invaden las náuseas y vomito bilis sobre los crisantemos de Kimy.

Sábado 14 de mayo de 1983

Clare tiene 11 años, casi 12

C
LARE
: Es el cumpleaños de Mary Christina Heppworth, y todas las niñas de quinto del colegio de San Basilio nos quedamos a dormir en su casa. Nos darán pizza, Coca-Cola y ensalada de fruta para cenar, y la señora Heppworth ha hecho un enorme pastel en forma de cabeza de unicornio con unas letras glaseadas en rojo, donde pone: ¡feliz cumpleaños, Mary Christina!; nosotras cantamos y Mary Christina sopla las doce velas de una sola vez. Creo que sé qué deseo ha formulado; no crecer más. Eso es lo que yo desearía en su lugar. Mary Christina es la más alta de la clase. Mide metro setenta y cinco. Su madre es un poco más baja que ella, pero su padre es francamente altísimo. Helen se lo preguntó una vez a Mary Christina, y ella le dijo que medía dos metros. Es la única niña de la familia; sus hermanos son mayores que ella, se afeitan y son altísimos también. Se han propuesto ignorarnos y comer mucho pastel; Patty y Ruth, en especial, se ríen mucho cuando se acercan donde estamos nosotras. Es muy violento. Mary Christina abre sus regalos. Yo le he comprado un jersey verde, igual que el mío azul que tanto le gustaba, el del cuello de ganchillo de Laura Ashley. Después de cenar vemos
Tú a Boston y yo a California
en vídeo; la familia Heppworth nos vigila por turnos hasta que todas nos hemos puesto el pijama en el baño del segundo piso y nos apelotonamos en el dormitorio de Mary Christina, que está decorado completamente en rosa, incluso la moqueta. Seguramente los padres de Mary Christina se pusieron muy contentos de que naciera finalmente una chica después de tantos hijos varones. Nos hemos traído los sacos de dormir, pero los amontonamos contra una pared y nos sentamos sobre la cama de Mary Christina y en el suelo. Nancy tiene una botella de licor de Peppermint y lo probamos. Sabe asqueroso, es como si me hubiera tragado Vicks VapoRub y me quemara el pecho. Jugamos al Juego de la Verdad o al Reto. Ruth reta a Wendy a que baje corriendo al vestíbulo sin la chaqueta del pijama. Wendy le pregunta a Francie qué talla de sujetador lleva Lexi, la hermana de diecisiete años de Francie. (Respuesta: una cien.) Francie le pregunta a Gayle qué hacía el sábado anterior con Michael Plattner en La Reina de los Lácteos. (Respuesta: comer un helado. Sí, ya...) Al cabo de un rato ya nos hemos aburrido del Juego de la Verdad o el Reto, sobre todo porque es difícil que se nos ocurran buenos retos que cualquiera de nosotras pueda aceptar, y porque sabemos todo lo que hay que saber de las demás, dado que vamos juntas a la escuela desde el jardín de infancia.

Entonces Mary Christina dice:

—Juguemos a la Ouija.

A todas nos parece bien, en parte porque es su fiesta de cumpleaños y también porque el juego de la Ouija es buenísimo. Lo saca del armario. La caja está chafada, y al triangulito que señala las letras le falta la ventanita de plástico. Henry me contó una vez que fue a una sesión de espiritismo y a la médium le explotó el apéndice allí mismo, y tuvieron que llamar a una ambulancia. La verdad es que para jugar con el tablero solo hay espacio para dos personas a la vez; por lo tanto, Mary Christina y Helen juegan primero. La regla más importante es que tienes que preguntar en voz alta lo que deseas saber, si no la cosa no funciona. Las dos ponen el dedo sobre el triángulo de plástico. Helen mira a Mary Christina, que duda, y Nancy dice:

—Pregúntale sobre Bobby.

—¿Le gusto a Bobby Duxler? —pregunta entonces Mary Christina.

Todas nos reímos. La respuesta es «No», pero el tablero Ouija dice «Sí» con un ligero empujón de Helen. Mary Christina sonríe tan abiertamente que puedo verle los aparatos, el de arriba y el de abajo. Helen pregunta luego si le gusta a algún chico. La Ouija da vueltas en círculo durante un rato, y luego se detiene en D, A, V.

—¿David Hanley? —dice Patty, y todas reímos. Dave es el único chico negro de la clase. Es supertímido y pequeño, y muy bueno en matemáticas.

—A lo mejor te ayuda con las divisiones largas —dice Laura, que también es muy tímida.

—Venga, Clare —se ríe Helen, que es malísima en matemáticas—. Ahora inténtalo con Ruth.

Ocupamos los puestos de Helen y Mary Christina. Ruth me mira y se encoge de hombros.

—No sé qué preguntar —le digo.

Todas se burlan; ¿cuántas preguntas posibles deben de existir? Hay tantas cosas que quiero saber: «¿Se encontrará bien mamá? ¿Por qué papá grita a Etta esta mañana? ¿Acaso Henry es una persona real? ¿Dónde escondió Mark mis deberes de francés?».

—¿A qué chicos les gusta Clare? —pregunta Ruth. Le dedico una mirada atroz, pero ella se limita a sonreír—. ¿No quieres saberlo?

—No —respondo yo, pero pongo los dedos sobre el plástico blanco.

Ruth también coloca los suyos pero no se mueve nada. Apenas rozamos el objeto, intentamos hacerlo bien y no empujar.

Entonces empieza a moverse, despacio. Avanza en círculos, y luego se detiene en la H. En ese momento empieza a ir más deprisa: E, N, R, Y.

—Henry —dice Mary Christina—. ¿Quién es Henry? Yo no tengo ni idea, pero tú te estás poniendo roja, Clare. Dinos quién es Henry.

Niego con la cabeza, como si para mí también fuera un misterio.

—Ahora pregunta tú, Ruth.

Ruth formula su pregunta y pide (cómo no) a quién le gusta ella; el tablero Ouija deletrea la palabra R, I, C, K. Noto que está empujando. Rick es el señor Malone, nuestro profesor de ciencias, que está enamoriscado de la señorita Engle, la profesora de lengua. Todas reímos, a excepción de Patty, que también anda loquita por el señor Malone. Ruth y yo nos levantamos, y Laura y Nancy se sientan. Nancy está de espaldas a mí, y no puedo ver su cara cuando dice:

—¿Quién es Henry?

Todas me observan y se quedan en absoluto silencio. Yo contemplo el tablero. Nada. Pienso que me encuentro a salvo, pero la cosita de plástico empieza a moverse. E, dice primero. A lo mejor se ha equivocado al deletrear el nombre de Henry; a fin de cuentas, ni Nancy ni Laura saben nada de él. Ni siquiera yo sé gran cosa sobre Henry. El juego sigue: S, P, O, S, O. Todas me miran.

—Eh, que yo no estoy casada; ¡que solo tengo once años!

—Pero ¿quién es Henry? —se pregunta Laura.

—No lo sé. Quizá es alguien a quien todavía no he conocido.

Asiente. Todas estamos impresionadísimas. Yo también me siento desbordada. ¿Esposo? ¿Un esposo, dice?

Jueves 12 de abril de 1984

Henry tiene 36 años, y Clare 12

H
ENRY
: Clare y yo estamos jugando al ajedrez en un claro del bosque. Es un precioso día de primavera y la naturaleza rebosa de vida con el cortejo y la anidación de los pájaros. Seguimos ocultándonos de la familia de Clare, que esa tarde ha salido a dar una vuelta. Clare lleva un rato atascada en su jugada; le he pillado la reina hace tres movimientos, y ahora está condenada, pero resuelta a sucumbir luchando.

—Henry —dice, levantando la cabeza—, ¿quién es tu Beatle favorito?

—John, claro.

—¿Por qué «claro»?

—Bueno, Ringo está bien, pero es un tipo tristón, ¿sabes lo que quiero decir?, y George es demasiado New Age para mi gusto.

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