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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (7 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—¿La próxima vez?

Encuentro un trozo de papel en blanco y un lápiz y escribo en letras mayúsculas: jueves 29 de septiembre de 1977, después de cenar. Le entrego a Clare la nota, y ella la acepta con cautela. Se me borra la visión. Oigo a Etta llamando a Clare.

—Será nuestro secreto, Clare. ¿De acuerdo?

—¿Por qué?

—No puedo decírtelo. Ahora tengo que irme. Ha sido un placer conocerte. No permitas que te tomen el pelo. —Le tiendo la mano y Clare acerca la suya, con valentía. Mientras nos estrechamos las manos, desaparezco.

Miércoles 9 de febrero de 2000

Clare tiene 28 años, y Henry 36

C
LARE
: Es pronto. Las seis de la mañana, y estoy en esa fase del sueño superficial y perezoso, característico de las seis de la mañana, cuando Henry me despierta de repente y me doy cuenta de que se había marchado a otro tiempo. Se materializa prácticamente encima de mí, y yo grito. Nos damos un susto de muerte, y entonces él empieza a reír y rueda por la cama; y yo también ruedo, lo miro y me doy cuenta de que la boca le sangra a borbotones. Me levanto de un salto para coger una toalla y Henry sigue sonriendo cuando regreso. Empiezo a secarle el labio.

—¿Qué te ha pasado?

—Me lanzaste un zapato. —No recuerdo haberle lanzado jamás ningún objeto a Henry.

—No es verdad.

—¡Tú dirás si es verdad! Nos acabábamos de conocer, y tan pronto pusiste los ojos en mí, te dijiste: «Ese es el hombre con quien me voy a casar», y me dejaste hecho polvo. Siempre he dicho que eras buenísima juzgando la personalidad de los demás.

Jueves 29 de septiembre de 1977

Clare tiene 6 años, y Henry 35

C
LARE
: En el calendario que esta mañana había sobre el escritorio de papá ponía lo mismo que había escrito aquel hombre en el papel. Nell estaba haciendo un huevo pasado por agua para Alicia, y Etta le reprochaba a Mark el que no hiciera sus deberes en vez de jugar a Frisbee con Steve.

—Etta, ¿puedo coger ropa de los baúles? —le he preguntado. Me refería a los baúles que guardamos en la buhardilla, donde jugamos a disfrazarnos.

—¿Para qué? —quiere saber Etta.

—Quiero jugar a los disfraces con Megan.

—Ahora tienes que ir a la escuela —me ordena, furiosa—. Ya te preocuparás de los juegos cuando regreses a casa.

Así que me he marchado a la escuela, donde hemos practicado las sumas, estudiado los gusanos de la harina y dado clase de lenguaje; y después de comer, les ha llegado el turno a las asignaturas de música y religión. Me he pasado todo el día preocupada por los pantalones de ese hombre, porque parecía desearlos de verdad. Por lo tanto, al llegar a casa, he ido a preguntárselo otra vez a Etta, pero estaba en el pueblo, así que Nell me ha dejado lamer las dos varillas batidoras de la masa pastelera, algo que Etta no nos permite hacer, porque dice que puedes coger la salmonela. Mamá estaba escribiendo, y ya iba a marcharme sin decirle nada cuando ella me ha preguntado:

—¿Qué pasa, cariño?

Se lo cuento, y mamá me da permiso para ir a mirar las bolsas de la ropa para dar y coger de allí lo que yo quiera. Me voy al cuarto de la plancha, rebusco entre las bolsas de la ropa para dar y descubro tres pares de pantalones de papá, pero uno tiene un enorme agujero de cigarrillo, así que solo cojo dos. Luego encuentro una camisa blanca como la que papá lleva para trabajar, una corbata con pececitos y un jersey rojo; y la bata amarilla que papá tenía cuando yo era pequeña y que todavía conserva su olor. Coloco la ropa en una bolsa y la dejo en el armario de la ropa sucia. Sin embargo, cuando salgo de la habitación, Mark me ve:

—¿Qué estás haciendo, tonta del culo?

—Nada, tonto del culo.

Me tira del pelo, y yo le piso el pie con todas mis fuerzas; y entonces empieza a llorar y va a chivarse. Yo subo a mi habitación para jugar a la televisión con el señor Oso y Jane. Es un juego en el que Jane es una estrella de cine y el señor Oso le pregunta por qué se ha hecho actriz, y ella contesta que en realidad quiere trabajar de veterinaria, pero es tan increíblemente hermosa que tiene que ser estrella de cine, y el señor Oso le dice que a lo mejor será veterinaria cuando se haga mayor. En ese momento Etta llama a la puerta.

—¿Por qué has dado un pisotón a Mark?

—Porque Mark me ha tirado del pelo sin motivo.

—¡Estos niños me sacan de quicio!

Dicho lo cual, Etta se marcha. No ha salido tan mal, después de todo. Cenamos solo con Etta, porque papá y mamá se han marchado a una fiesta. Había pollo frito con guisantitos y pastel de chocolate, y Mark ha cogido el trozo más grande, pero yo no he protestado porque ya había lamido las varillas batidoras. Después de cenar le pido permiso a Etta para salir, y ella me pregunta si tengo deberes.

—Ortografía y recoger unas hojas para la clase de arte.

—De acuerdo, siempre y cuando vuelvas antes de que oscurezca.

Voy a coger el jersey azul de cebras y la bolsa. Salgo al jardín y me encamino hacia el claro. Pero no veo a aquel hombre. Me siento en la roca durante un rato, y entonces caigo en la cuenta de que sería mejor recoger unas hojas. Regreso al jardín y encuentro unas hojas que han caído del arbolito de mamá, quien después me contó que eran de ginkgo, y otras de arce y roble. Luego regreso al calvero, pero el hombre seguía sin aparecer. «Bueno, supongo que debió de inventarse eso de que vendría y que, en el fondo, no debe de necesitar tanto los pantalones.»

Quizá Ruth tenía razón, porque yo le conté lo del individuo, y ella me dijo que me lo inventaba, que la gente no desaparece en la vida real, sino solo en la televisión. Quizá se tratara de un sueño, como el día en que Buster murió y yo soñé que el animalito estaba bien y se encontraba en su jaula, pero cuando desperté, no estaba, y mamá me dijo:

—Los sueños no se parecen a la realidad, pero también son importantes.

Empiezo a sentir frío; se me ocurre que quizá podría dejar la bolsa, y si el hombre viene, encontrará sus pantalones. Cuando empiezo a enfilar el sendero de vuelta a casa, oigo un ruido extraño y a un hombre que exclama:

—¡Ayyy! ¡Caray, cómo duele!

Menudo susto.

H
ENRY
: Aparezco incrustado contra la roca y con unos arañazos en las rodillas. Estoy en el claro, y hay una puesta de sol preciosa tras los árboles, de un difuminado naranja y rojo espectacular, a lo J. M. W. Turner. El calvero está vacío, salvo por una bolsa llena de ropa, y deduzco rápidamente que Clare me la ha dejado y que es probable que estemos en un día situado cierto tiempo después de nuestro primer encuentro. A Clare no se la ve por ninguna parte, y la llamo sin levantar demasiado la voz. Nadie contesta. Rebusco en la bolsa de la ropa. Hay unos chinos y unos pantalones preciosos de lana marrón, una corbata horrenda con truchas por todas partes, un jersey de Harvard, una camisa blanca propia de la indumentaria de Oxford, con la cenefa en el cuello, y manchada de sudor en las axilas, y aquella exquisita bata de seda con el monograma de Philip que tiene un gran rasgón bajo el bolsillo. Esas prendas son viejas amigas mías, salvo la corbata, y me alegro de verlas. Me pongo los chinos y el jersey, y bendigo a Clare por su supuesto buen gusto y mejor tino hereditarios.

Me siento muy bien; al margen del hecho de que no tengo zapatos, voy bien equipado en mi situación espaciotemporal presente.

—Gracias, Clare. Lo has hecho de maravilla —digo en voz alta, con cautela.

Me sorprende su aparición en la entrada del calvero. Está oscureciendo rápidamente, y Clare parece diminuta y asustada en esa penumbra.

—Hola.

—Hola, Clare. Gracias por la ropa. Es perfecta, y esta noche me permitirá estar presentable y mantenerme caliente.

—Tengo que volver.

—No pasa nada; es casi de noche. ¿Estamos en un día entre semana?

—Sí...

—¿Qué fecha es hoy?

—Jueves 29 de septiembre de 1977.

—Me has servido de gran ayuda. Gracias.

—¿Cómo es que no lo sabes?

—Bueno, acabo de llegar. Hace unos minutos estábamos a lunes 27 de marzo de 2000. La mañana era lluviosa, y estaba preparando unas tostadas.

—Pero tú mismo me escribiste el día —dice Clare, sacando un trozo de papel de carta con el membrete del despacho de abogados de su padre y tendiéndomelo.

Me acerco a ella y lo cojo. Me interesa ver la fecha escrita con mis cuidadosas mayúsculas. Permanezco en silencio y doy palos de ciego tratando de hallar un modo de explicar los caprichos del viaje temporal a la niña pequeña que ahora es Clare.

—Veamos; es algo parecido a esto. ¿Sabes cómo funciona un casete?

—Sí.

—Muy bien. Pones una cinta y la pasas de principio a fin, ¿no?

—Sí...

—Así es tu vida. Te levantas por la mañana, tomas el desayuno, te cepillas los dientes y te vas a la escuela, ¿verdad? No te levantas y, de repente, te encuentras en la escuela almorzando con Helen y Ruth para después, de un modo inesperado, estar en casa vistiéndote, ¿a que no?

—No —dice Clare entre risas.

—Bien, pues para mí es distinto. Como soy un viajero del tiempo, salto mucho de una época a otra. Es como si pusieras la cinta para que sonara un rato y luego dijeras: «Mira, ahora quiero volver a escuchar esa canción». Vuelves a poner la canción y regresas al punto donde lo dejaste, pero adelantas tanto la cinta que vuelves a rebobinarla de nuevo. Lo malo es que todavía estás demasiado adelante. ¿Lo comprendes?

—Más o menos.

—Bueno, no es la mejor de las analogías, la verdad. A grandes rasgos, ocurre que a veces me pierdo en el tiempo y no sé en qué momento me encuentro.

—¿Qué es analogía?

—Es cuando intentas explicar algo diciendo que es como otra cosa. Por ejemplo, ahora estoy en la gloria con este jersey fantástico, y tú estás de postal, y Etta se va a poner como una furia si no regresas enseguida.

—¿Vas a dormir aquí? Podrías venir a casa. Tenemos un dormitorio para los invitados.

—Caray, ¡qué amable! Por desgracia, no se me permite conocer a tu familia hasta 1991.

Clare está absolutamente perpleja. Creo que parte del problema reside en el hecho de que no puede imaginar ninguna fecha que supere los setenta. Recuerdo que cuando tenía su edad me ocurría lo mismo con los sesenta.

—¿Por qué no?

—Forma parte de las normas. Las personas que viajamos por el tiempo no debemos ir por ahí hablando con la gente normal mientras visitan su época, porque podríamos liarlo todo. —En realidad, no lo creo; las cosas suceden como sucedieron, una única vez. No estoy a favor de ir truncando universos.

—Pero estás hablando conmigo.

—Porque tú eres especial. Eres valiente, lista y muy buena guardando secretos.

—Se lo conté a Ruth —confiesa Clare avergonzada—. No me creyó.

—Bueno, no te preocupes. Tampoco hay muchas personas que me hayan creído a mí, sobre todo los médicos. Los médicos no creen nada que no les puedas demostrar.

—Yo te creo.

Clare está a un metro y medio de distancia. Su pálida carita capta los últimos rayos de luz naranja del oeste. Lleva el pelo peinado hacia atrás, bien sujeto en una cola de caballo, y unos tejanos azules y un jersey oscuro con unas cebras que le atraviesan el pecho. Tiene las manos crispadas y su aspecto es fiero y decidido. «Nuestra hija se habría parecido a ella», pienso con tristeza.

—Gracias, Clare.

—Tengo que regresar a casa.

—Buena idea.

—¿Volverás?

Consulto la lista de memoria.

—Volveré el 16 de octubre. Es viernes. Ven al claro justo después de la escuela. Trae ese pequeño diario azul que Megan te regaló el día de tu cumpleaños y un bolígrafo de tinta azul.

Repito la fecha mirando a Clare para asegurarme de que se acordará.


Au revoir
, Clare.


Au revoir...


Henry.


Au revoir, Henri.

Su acento ya es mejor que el mío. Clare se vuelve y corre por el sendero para refugiarse en los brazos de su casa iluminada y acogedora, y yo me confundo entre las sombras y empiezo a caminar por el prado. Más tarde, tiro la corbata en el contenedor que hay detrás de Dina’s Fish’n Fry.

Lecciones de supervivencia

Jueves 7 de junio de 1973

Henry tiene 27 y 9 años

H
ENRY
: Me encuentro en la acera de enfrente del Instituto de Arte de Chicago, un soleado día de junio de 1973, en compañía de mi otro yo de nueve años de edad. Él ha viajado desde el miércoles pasado; yo, en cambio, vengo de 1990. Tenemos una larga tarde por delante, y parte de la noche, para aprovecharla como queramos. Por eso hemos ido a uno de los museos de arte más grandes del mundo, para aprender una lección sobre carterismo.

—¿No podemos limitarnos a contemplar las obras de arte? —suplica Henry. Está nervioso. Nunca se ha dedicado a esto.

—De ninguna manera. Necesitas aprender la técnica. ¿Cómo vas a sobrevivir si no sabes robar nada?

—Mendigando.

—Mendigar es una lata, y siempre te detiene la policía. Veamos, escúchame bien: cuando entremos ahí, quiero que te separes de mí y finjas que no me conoces. Ahora bien, quédate lo bastante cerca para observar lo que hago. Si te entrego alguna cosa, no la dejes caer, guárdala en el bolsillo lo más rápido que puedas. ¿De acuerdo?

—Supongo que sí. ¿Podemos ir a ver a san Jorge?

—Claro.

Atravesamos la avenida Michigan y caminamos entre estudiantes y amas de casa que toman el sol en la escalinata del museo. Henry da unos golpecitos a uno de los leones de bronce al pasar.

Me siento algo incómodo por todo este asunto. Por un lado, estoy proporcionándome a mí mismo unas técnicas de supervivencia a todas luces necesarias. Las lecciones de este curso incluyen: Hurto en las Tiendas, Moler a Palos, Forzar Cerraduras, Trepar a los Arboles, Conducir, Allanamiento de Morada, Buceo en Contenedores de Escombros y Cómo Emplear Objetos Descabellados como Persianas de Lamas y Tapas de Cubos de Basura como Armas. Por otro lado, estoy corrompiendo a mi pobre, joven e inocente yo. En fin, alguien tiene que hacerlo.

Hoy el museo es gratuito, y hay un enjambre de personas. Nos ponemos en la cola, atravesamos la entrada y subimos despacio por la grandiosa escalinata central. Entramos en las salas de arte europeo y retrocedemos desde el arte flamenco del siglo XVII hasta llegar a la España del siglo XV. San Jorge posa de pie, como siempre, preparado para traspasar al dragón con su delicada lanza, mientras la princesa rosa y verde espera con recato en el plano central. A mi yo y a mí nos tiene embelesados el dragón de vientre amarillento, y siempre nos alivia descubrir que su trágico final todavía no se ha producido.

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