Intento sonreír.
—¿Como a un amigo? Pero ¡si no me conoce!…
—Sí, caballero, le conozco… Por de pronto era usted mi vecino desde hace años. Y como soy curiosa, he querido saber quién era mi vecino…
—Un pobre encuadernador, señorita…
—¡Un gran poeta, caballero!
He quedado inmóvil. Mi silencio no la ha turbado lo más mínimo. Ha apoyado su codo ebúrneo (porque las mangas de la blusa de linón son muy cortas) en los volúmenes amontonados ante ella, ha colocado suavemente su cabeza adorable en los pétalos de su mano no deshonrada por ninguna alhaja, y mirándome —¡mirándome!— ha recitado:
«Dedicado a la que pasa. Cuando pasas cerca de mí, no muevas, por amor de Dios, las cejas; que tu mirada permanezca helada en su lago inmóvil; si quisieras, las carantoñas de tus ojos beberían la sangre de mucha gente. ¡Oh dulce amada! En nombre de tu juventud, ¡no me hagas llorar!… Soy un huérfano, soy un niño… ¡Nada podría contenerme!… ¡No me atraigas a tu fuego!… Tu amor me ha vuelto semejante a las nubes desgarradas por la tempestad».
—¡Basta! —interrumpí con una agitación rayana en el ataque de nervios—. ¡Basta! Esos versos son muy malos. Olvida usted que, si bien la encuademación que les adornaba en la última exposición obtuvo el primer premio, ellos no tuvieron ningún éxito… Y así había de ser, ya que, en fin de cuentas, no iban firmados por ningún nombre conocido…
—No llevaban firma alguna —dijo ella sin conmoverse por el estado en que me veía—; pero pensé que serían de usted…
Palidecí atrozmente, sin atreverme a mirarla. A la embriaguez de poco antes sucedía una rabia que me ahogaba… Aquella mujer, sin duda alguna, se estaba burlando de mi. ¡Y con qué tranquila audacia! Por fin pude hablar y le manifesté:
—¡Qué cruel es usted!… A decir verdad, yo siempre he pensado que era usted demasiado guapa para no ser la crueldad personificada, quizá sin figurárselo, lo cual es su única excusa…
—Continúe —repuso ella lentamente—. Yo no he venido aquí en busca de cumplimientos.
—
¿En busca de qué ha venido?…
Luego de pronunciar tales palabras, hubiera querido recogerlas. Pero yo estaba fuera de mi. Y como sucede a todos los tímidos cuando dan un escape inesperado a su atrevimiento, perdí toda noción de la medida. Sin esperar su respuesta, la abrumé con reproches estúpidos, como si me hubiera dado algún derecho sobre ella mediante su anterior conducta para conmigo…
Yo, sí, había hecho versos, mas para mi solo. Y nadie, ni ella, podía venir a mofarse de mi soledad y de mi desgracia…
—Asegura usted conocerme —añadí—, y antes de entrar aquí no ha encontrado nada mejor que tomar por cómplice mi vanidad de autor, ¿eh? De sospechar usted el desprecio que siento por mí y por los demás, por todos los demás, se hubiera abstenido de aprender de memoria un mal secreto olvidado por mí hacía tiempo.
No repuso nada; pero cuando yo hube acabado, continuó tranquilamente diciendo versos míos, y hasta prosa, lo cual es bastante raro… ¿Dónde, en qué cajón del muelle había podido encontrar los miserables opúsculos?… Conocía toda mi obra, mi obra pobre, desgarradora, blasfematoria, enternecedora e indignante… Y la conocía igual que yo, mejor que yo, pues su manera de decir demostraba que a veces añadía un sentido superior a un texto cuyo valor no había percibido yo en su totalidad…
Decididamente, la inteligencia de Cristina es prodigiosa. Lo digo sencillamente, sinceramente, porque soy muy difícil de comprender y ella es casi la única persona que me ha comprendido. De todas maneras, me anonada esa revelación. Desde un tiempo que yo no podía calcular, esa mujer que pasaba cerca de mí sin mirarme jamás, ¡vivía con mis pensamientos!…
¿Por qué ha esperado tanto para revelármelo? ¿Por qué? ¿Por qué hoy y no ayer?…
Seguramente lee en mí como en un libro, porque al punto contesta:
—Hace poco, caballero, me ha preguntado qué venía a buscar. Pues bien: ¡he venido para pedirle un gran favor!… Mi padre, mi primo y yo atravesamos en este momento una crisis atroz… (¡Hola, hola! —pensaba yo—. ¡Ya está todo en claro! Ella sabe que yo sé, que yo he visto. Siente la necesidad de explicarse, cede a la necesidad de entrar en negociaciones con el vecino de enfrente. ¿Qué mentira voy a oír?…) Una crisis atroz —repitió ella. Y bajó la cabeza, y sus ojos se apartaron de mí, y la sala se llenó de una sombra opaca—. Estamos arruinados… Hace tiempo que nos hemos comido lo heredado de mi madre… Y lo que ganamos es una insignificancia… Veo en esa estantería los Estudios filosóficos, de Balzac. ¿Ha leído usted La investigación de lo absoluto? Claro está que la habrá leído. No sé si usted opinará como yo; pero estimo que esa novela y Luis Lambert son las obras más bellas, más nobles y también más dramáticas de Balzac. ¿Qué cosa más angustiosa, en verdad, que la suerte de aquella familia burguesa y próspera arruinada poco a poco por una idea genial? Nada resiste a la sublime locura del inventor, y los hijos se ven obligados a sufrir el desastre del viejo Claés como… ¡Ya me entiende usted, caballero! Ahora bien: en lo referente al relojero de la Ile-Saint-Louis hay una pequeña diferencia… Los hijos del héroe de Balzac no creen en su genio; su mujer tampoco (lo cual hace más emocionante su abnegación); en cambio, los hijos de Norbert, o sea su sobrino y yo, tienen la fe más absoluta en él, y de ser necesario no hubiera vacilado en obligar a su padre a seguir el camino emprendido en el caso de que hubiera vacilado…
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Y todo eso por el movimiento continuo?
Por el movimiento continuo o por otra cosa, caballero.
—No me tenga por indiscreto. Ya sabía que al hablarle del movimiento continuo no le manifestaba ninguna novedad, respecto a los rumores que corren por las trastiendas del barrio.
Cristina levantó la cabeza, sonrió y todo quedó nuevamente iluminado
a giorno
.
—Hablemos seriamente, por favor… Le voy a decir de qué vivimos… Ya le he demostrado que le conocía mejor de lo que se figuraba… Ahora voy a demostrarle que le considero como a un amigo… (Su cara se puso extraordinariamente sena.) ¡Sí! Voy a hablarle como a un amigo, como a un hermano… (¡Ah! Ya está aquí lo que yo esperaba… ¡Como a un hermano!… Estas mujeres siempre me hablan como a un hermano…)
—Estamos —continuó diciendo— a merced del propietario de nuestra casa, el marqués de Coulteray… Le debemos muchos meses… Si se le antoja puede echarnos mañana mismo a la calle. Y no lo hace por mí… El marqués de Coulteray me galantea… (¡Cómo! ¡Otro! ¿Y ha venido para decirme eso?… Me parece que la Virgen de la Ile-Saint-Louis tiene bastante que hacer con su prometido, el cadáver de su Gabriel, su marqués y su hermano el encuadernador artístico. ¡Oh Cristina, enigma cada vez más indescifrable!) Me galantea de una manera muy discreta…, al menos hasta ahora… Mi presencia en su casa le gusta, y hasta asegura que le es necesaria… Todos los días paso algunas horas en su palacio con excusa de trabajillos a realizar, como por ejemplo, aplicaciones para viejos facistoles, cierres para antifonarios… Su biblioteca no tiene par… Ya lo verá usted.
—Ya lo veré —dije por decir algo, con aire desconcertado.
—Claro, claro. Al menos así lo espero, porque en caso contrario no habría razón para que yo viniera a hacerle tales confidencias.
—Está bien, está bien… Continúe…
—Al final de la biblioteca hay un cuartito de unos cuantos metros cuadrados, que el marqués ha hecho transformar para mí en taller, y que también le servirá a usted si… acepta la proposición que le hice el otro día… Tengo confianza en usted, Benito Masson, y se lo he dicho todo… (¡Oh, cómo mienten las mujeres!) ¡Ayúdeme!… Si rompo con el marqués, no solamente perderé el pequeño sueldo de que vivimos, sino que seguramente no vacilará en echarnos a la calle… Y seria una verdadera catástrofe que abandonáramos nuestro domicilio de la Ile-Saint-Louis.
Silencio. Ya habíamos llegado a lo interesante. Siempre es peligroso abandonar un sitio donde recientemente se ha cometido un asesinato. Un cadáver suele dejar huellas, aun cuando se le haya sometido a la acción del fuego. ¡Cuántos ejemplos de esto trae la sección de sucesos!… Porque el caso era que, mientras la joven me hablaba de un asunto no esperado por mí, yo no pensaba más que en el drama que yo había visto y del que ella parecía no acordarse… Pero, en fin, ¿vamos a entrar ya en lo interesante?… ¡Ca! Me he equivocado otra vez. Gabriel ni de cerca ni de lejos será tema de la conversación. Cristina, muy triste, continúa diciendo:
—Sería una verdadera catástrofe para nuestros trabajos… No podemos llevarlos a otra parte, porque nos es imposible material y financieramente… Sería el fin de todo. Sería el fin de tres vidas, y quizá de más.
¡Hola, hola! ¿Conque Gabriel no entra en la cuenta? La joven se figura que yo no sé nada… De todos modos, ella está enterada y no parece preocupada en modo alguno. Pero ¿qué cosas imagino? A lo mejor, ella, con su rostro radiante y su vestido claro, no piensa más que en aquello… Sería, claro está, un monstruo… ¿Por qué no?… Con ella voy del cielo al infierno tan rápidamente como una onda hertziana. Somos dos monstruos hechos para comprendernos… Y le digo:
—Si no me equivoco, me pide usted que acepte ser algo así como bibliotecario encuadernador del señor marqués de Coulteray. Y me pide usted eso porque teme quedarse a solas con él…
—¡Eso, eso es!… ¿Ve usted qué confianza?
—Veo, en efecto, la confianza… ¡Oh, la confianza!… Pero el marqués me considerará como un enemigo…
—No, porque yo he impuesto condiciones… Lo mejor es que usted lo sepa todo… Yo quería irme o hacía como que quería irme para no volver… Me había dicho cosas que me habían desagradado. Es un gran señor extraordinariamente cortés, y a veces increíblemente audaz… Llegó a creer que yo no volvería… Y entonces me suplicó… Yo le dije que no me quedaría si no había una tercera persona… Y aceptó… Pero todo esto es muy reciente, ¿eh? De esta misma mañana. Y he venido a verle, porque seguidamente he pensado en usted…
—Como en un viejo amigo, como en un hermano, ¿verdad?… Pero —pregunté de repente— ¿qué pinta la marquesa en todo esto?
—La marquesa —respondió Cristina frunciendo el ceño— también me ha rogado que me quede. (Siempre ocurre lo mismo, pensé.)
Cristina me llevará donde quiera. Acepto todo cuanto me propone. Soy el último de los cobardes, porque ahora ya sé por qué ha venido a buscarme y por qué me aguantará cerca de ella… ¡Porque soy feo!…
Cuando se hayan fijado en la necesidad de poner a una tercera persona en su intimidad, habrán pensado en mí inmediatamente. ¿No soy yo esa «tercera persona» ideal? Piensan que no tendrán nada que temer de mí. Pero los monstruos no gustan de que abusen de ellos.
En fin: veremos. Dejémonos llevar, ya que no puedo hacer otra cosa.
Henos a los dos en el callejón que lleva al muelle, en el callejón que no suele ser más que una corriente de aire y que esta mañana es sacudido por un ventarrón que limpia furiosamente toda la isla de las escorias de la noche. ¡Oh polvo nocturno, fúnebre hedor! ¡Que se lo lleve el viento, que se lo lleve! En el viento, no veo más que las piernas de Cristina forradas de seda, dando con taconcillos Luis XV sobre el viejo pavimento del rey. «Bajo tus zapatos de satén, bajo tus deliciosos pies de seda, pongo mi gran alegría, mi genio y mi destino».
Todavía tiene empaque esta decrépita mansión, que se levanta ante nosotros como una sombra fastuosa del pasado… El palacio Coulteray y el palacio Lauzun son seguramente los más bellos de la isla. Y el primero, uno de los mejor conservados en su ancianidad, el que ha sido menos retocado por nuestros modernos arquitectos. Hemos penetrado bajo sus bóvedas por un portillo de la enorme puerta con grandes clavos y dos hojas. Y hemos encontrado a un noble anciano con una gorra galoneada que parecía esperarnos. Produjo el portillo tras de nosotros un ruido sordo, y entramos en una oscuridad en la que gravitaba el peso de varios siglos.
Luego dimos en el patio de honor, que Cristina me hizo atravesar rápidamente. Sobre las losas con borde musgoso era ella la única en no titubear…
No me dio tiempo para admirar la curva armoniosa de la escalinata… Estábamos ya en el despejado vestíbulo, donde fuimos acogidos por una especie de gato humano, que salió de no sé qué recoveco y cuya cara de bronce bruñido, con dos enormes ojos de jade, llevaba un turbante de seda inmaculada…
—Es Sing-Sing —musitó Cristina—, el lacayo indio del marqués, muchacho muy simpático y servicial, pero un poco molesto, porque se entremete en las piernas, se coloca en una cornisa o se balancea del montante de una puerta «para dar miedo en broma»… Apártelo palmoteando, como a un animalillo, como lo que es… ¡Vete, Sing-Sing!…
Sing-Sing nos abandona, y en tres saltos se llega a una especie de hornacina muy adornada, que tiene algo de garita y de canastilla y donde, envuelto en mantas, espera órdenes, mientras medita sus pequeñas farsas.
Cristina empuja una puerta y atravesamos muchos salones con artesonados incomparables, con antiguos dorados, con muebles de grandes paramentos, que sólo asoman los pies taraceados… ¡Oh, el pasado intacto y glorioso!… Y he aquí que, súbitamente, en el vano de una puerta, surge una estatua del Pendjab, un hércules indio que fríamente nos saluda abriéndonos con un gesto augusto la puerta de la biblioteca.
—Éste —dice Cristina— es Sangor, el primer camarero del marqués, su doméstico de confianza. Sangor tiene algo de divinidad. Siempre parece salir de una conferencia con Buda. Y trae un vaso de agua azucarada como si ofrendara todos los tesoros de Golconda. Fíjese en él. Se le tomaría por un bruto, cuando es inteligente, a mi parecer. En realidad, no se sabe si comprende a uno, pero le adivina. ¡Y es fuerte como una cariátide!
—Pero ¿es que aquí sólo hay servidumbre india?
—No. El portero, a quien usted ya ha visto, es francés. El único. La servidumbre de la marquesa es de Inglaterra. Los servidores del marqués, sí, son indios… Como usted sabrá, se casó en el Indostán…
—Lo sé… Pero esta biblioteca ¡es prodigiosa!… No había usted exagerado nada…
—¡Nunca exagero nada!
En aquella biblioteca pálida, muy pálida, de viejas maderas borrosas, de molduras gastadas, de celosías con el dorado perdido y ligeras como los primeros enlaces de una canastilla destinada al tocador de una coqueta, había millares y millares de volúmenes con encuadernaciones centenarias… Sospeché, desde luego, maravillas en lo que veía sobre mesas y en facistoles…