Aquella noche de insomnio no se llenó solamente con la desesperación y con la rabia contra mi innata estupidez, sino también con una especie de alegría diabólica. Seguidamente comprenderéis el complejo sentimiento. Adoraba a Cristina no solamente como un ángel a quien toda mi vida continuaría llorando; la amaba también como a una mujer, como a la más bella de las mujeres… Y de ahí mi suplicio, por cuanto aquella mujer sabía yo que jamás me pertenecería y jamás me amaría, y que tal vez yo jamás me acercaría a ella. Pero la atrocidad de tan absoluta certeza aumentaba aún con la idea de que un buen día el estudiantón de enfrente, el carnicero modelo, el carpintero de la cirugía, se pondría en el dedo aquella joya del Señor y se dirigiría a casa del funcionario para contraer justas nupcias.
Ahora bien, el hombre del armario, a quien, de mediar la ocasión, yo hubiera muerto como un perro, era menos odiado por mí que el otro, porque me vengaba. ¡Y de qué manera!…
En fin, ya es tiempo de que os diga la razón de que yo no tuviera ninguna esperanza por parte de Cristina. Está contenida en dos palabras:
¡Soy feo!…
Tampoco el primo es guapo; pero es alguien, lo cual, a mi juicio, es peor… Su Jaime —a quien he observado cuando pasa debajo de mis balcones— es más bien grueso que otra cosa, y, desde luego, bajo. Tiene veintiocho años. Es miope, de frente ancha y blanca, de pómulos salientes, de boca fresca y no muy grande, rodeada de una barbita rubia que parece tener la dulzura y la debilidad de los cabellos de los niños pequeñitos. Cuando se descubre, muestra un cráneo ya pelado por el estudio. ¡Ése es el héroe! No se trata de gran cosa; pero, en verdad, no es un monstruo, y, teniendo un título facultativo, puede constituir un marido apetecible. En cambio, yo soy un monstruo, soy horriblemente feo. ¿Horriblemente? Sí, porque todas las mujeres me huyen.
¿Hay en el mundo algo más terrible que eso? Nunca mis brazos se han cerrado sobre una mujer. No lo hubieran tolerado ellas. La idea de que yo pueda abrazarlas, solamente la idea, las espanta. Es tal como lo digo… No exagero nada… ¡Miseria de miserias!… Como dijo el otro: «¡Bulle en mis venas una vida de fuego!… ¡Cada mujer equivaldría para mí al regalo de un mundo!… Oigo simultáneamente mil ruiseñores… En el banquete de la vida podría devorar todos los elefantes del Indostán y tomar como mondadientes la flecha de la catedral de Estrasburgo. ¡La vida es el supremo bien!» Y yo no puedo vivir…
¿Por qué tendré este espantoso reborde en torno a mi cerebro? ¿Por qué la asimetría entre las dos partes de mi cara (¡mi cara!), la prominencia horripilante de mis ojos, la brusca avanzada de la mandíbula inferior? ¿Para qué tal caos? El hombre que ríe era muy feliz. Al menos, ¡reía, reía para los demás!… Pero ¿qué soy yo para el prójimo?… ¡Ni el que ríe ni el que llora! ¡Mi rostro es un misterio espantable!
¿Me decidiré a confesar una cosa que tal vez me arrastre más lejos de lo que yo deseo?…
Pero, ¡ca!, dado el estado de espíritu en que me encuentro, ¿qué puedo temer? Aunque me sucediera la aventura peor y más extraordinaria, no superaría a la de aquella noche… Yo no tenía más que un motivo para vivir: ¡ver a Cristina!… Y desde que la he visto abrazando a un hombre al que ocultaba en un armario puede irse todo a la porra…
Por cierto que no hace mucho tiempo que me hallo tan feo como todo esto. Hace dos años aún me figuraba que mi cara no era necesariamente para todo el mundo un motivo de horror. Bien sabía, ¡ay!, que no podía gustar a las mujeres; pero aún abrigaba ilusiones… Refugiado en mi torre de marfil, ante el espejo, me daba a calificar de sublime mi fealdad. Me miraba de perfil y de escorzo, me hacía gestos, ensayaba diferentes maneras de peinarme, buscaba modelos de fealdad con los cuales no fuera deshonroso compararse… Llegué, por ejemplo, a decirme que no era mucho más feo que Verlaine, el cual, de creerle, fue amado y supo qué es el amor, todo el amor…
«¡Oh, las hermosas jornadas de inefable felicidad en que uníamos nuestras bocas, en que era azul el cielo y grande la esperanza!…», etc.
¡Oh, la boca de Verlaine!… Pero ¡paz a sus cenizas! Era mi más grande poeta…
Sin embargo, me decía que si bien fue amado, no se debió precisamente a su belleza. Hay, pues, mujeres capaces de dejarse seducir únicamente por el ensueño, por la ilusión de un poeta, por lo que de divino licor contiene el vaso burdo que una Naturaleza irónica y madrastra creara en un día cruel. ¡Todo consiste en tener ocasión para hacerse comprender! Y he aquí cómo provoqué esa ocasión…
En la última Exposición de encuadernadores había tenido yo un excelente triunfo. Mis encuadernaciones románticas habían conseguido un primer premio. Entonces publiqué en los periódicos unos anuncios solicitando alumnos femeninos. No hube de esperar mucho tiempo. Al día siguiente se presentó una muchacha, la señorita Enriqueta Havard, monísima, muy inteligente, al parecer, y que, según sus manifestaciones, había perdido sus padres; estaba recogida en casa de una vieja tía suya y quería ganarse la vida. Proponíame ser al mismo tiempo mi alumna y mi empleada. Pronto cerramos trato. En los alrededores de París poseo una pequeña quinta, junto a un bosque, a pocos pasos de un estanque, en un paraje bastante desierto. Gusto de la soledad y figurábame, naturalmente, que la saborearía mejor con la joven. Por lo demás, allí trabajaba todos los veranos. Y allí cité a Enriqueta para el día siguiente.
Aquella noche me había mantenido en la semioscuridad. Al día siguiente pudo verme en el campo, al aire libre. Así es que al otro día… ¡no la volví a ver!… La esperé tres días. Como me diera la dirección de su tía, fui a casa de ésta y le pregunté por la sobrina. Me respondió con indiferencia que no la había vuelto a ver. No insistí. No quería parecer más preocupado que ella lo estaba.
En el ínterin, se presentó otra alumna, la señorita Clara Thomassin, viuda, también joven y bonita… Estuvo un día en mi casa… Cuarenta y ocho horas después vino un caballero cincuentón a hacerme preguntas sobre Clara. Yo le respondí que no tenía noticias de ella desde que salió de mi casa. Y se fue muy triste.
Tuve cuatro alumnas más… Una estuvo cinco días, dos de ellas no pasaron de las veinticuatro horas y la última estuvo tres semanas. Con ésta pude creer que iba a realizarse el milagro; pero a última hora se eclipsó como las demás.
Respecto a esta última, he querido tener la conciencia tranquila y he hecho indagaciones… No he podido, nadie ha podido saber qué ha sido de ella… A decir verdad, comenzó a ahogarme una angustia sorda y desmesurada… No me atreví a llevar mis indagaciones más adelante, por temor a enterarme de que también las otras tres habían desaparecido. Que yo supiese, ya había tres. ¡Bastantes!
Comprendo que las mujeres me huyan, porque soy feo; pero que me huyan hasta el fin del mundo, que me huyan hasta desaparecer, que me huyan hasta el suicidio, ¡es algo superior a todo!… ¿Qué figurarse?… ¿Qué pensar?… Quien lo desee, póngase en mi lugar. ¡Espantoso, espantoso!… Si por una causa o por otra, por otras seis causas, se hubieran suicidado las seis, hubiesen sido encontrados sus cadáveres; pero ¡no fueron encontradas ni muertas ni vivas!
Hablo, ¡Dios mío!, como si estuviera cierto de la muerte de las otras tres… Y es que, en el fondo de mí mismo, creo que el mismo misterio une a las seis… ¡El mismo misterio de muerte!… Nadie, fuera de mí, sospecha eso… ¡Afortunadamente!… Todo es tan enorme y tan absurdo que no quiero ni pensar en ello… Para olvidarlo había encontrado un buen procedimiento, que era sumirme en la visión y en el amor de Cristina… ¡Y ahora!…
Ahora no quito los ojos de la puerta del relojero… Hoy, domingo, saldrá ella dentro de poco para ir a misa, entre su padre y el estudiantón… ¡Ya está ahí, ya está ahí, con su apostura de archiduquesa, con su frente virgínea, con su mirar tranquilo!… El estudiante le lleva el devocionario… ¡Oh! ¿Qué no haría yo por ella?… Hoy no les seguiré… Me quedaré tras las cortinas… Seguramente veré salir al hombre nocturno… ¡Quiero saber quién es su amante! Y luego veré lo que se hace.
Ya hace media hora que espero… ¡Nada!… Hoy domingo la parte delantera de la tienda está cerrada. Hasta la puerta de cristales está oculta por la de madera. Pero ¡no se abre!… ¿Qué espera?… La calle se encuentra solitaria, completamente solitaria… Y no puede salir más que por esa puerta… Esa parte del edificio habitado por esa extraña familia está dispuesta de manera que no ofrece más salida que la que yo vigilo. En realidad, viven encerrados ahí dentro como en una cárcel, y el jardín interior, si es que puede darse tal nombre a un cuadrilátero con tres árboles, me ha producido el efecto, entre los dos altos muros que le oprimen y le ocultan a las miradas, de un patio carcelario. Ese rincón de edificio y de jardín, habitado por el relojero y su familia, formó parte antaño del famoso palacio de Coulteray, cuya entrada principal aún da al muelle de Béthune y aún pertenece —caso único, no repetido entre todos los antiguos palacios de la Ile-Saint-Louis— al último representante de una familia ilustre, como es sabido, por muchos títulos: al actual marqués Jorge María Vicente de Coulteray, quien recientemente, al regreso de un viaje a la India inglesa, casó con miss Dessie Clavendish, hija menor del gobernador de Delhi.
Sólo una vez, por la tarde, al pasar por el muelle, vi al marqués y a la marquesa, los cuales salían en su magnifico automóvil, iluminado por una bombilla eléctrica interior. La marquesa, es una mujer muy joven, que me pareció demasiado lánguida, aunque no desprovista de interés, a causa de cierta belleza diáfana propia de algunas inglesas, pero que en esta época deportiva tiende cada vez más a desaparecer.
Al lado de aquella heroína de Walter Scott, el marqués tenía un aspecto fuerte y vital, a pesar de sus cabellos precozmente blancos. En su cara rosada, por la que circula una sangre generosa, brilla una mirada de acero azul, asombrosamente joven todavía y emocionante en un hombre de cincuenta años y pico. Jorge María Vicente es el último retoño del célebre marqués de Coulteray, que, bajo Luis XV, entre otras genialidades, separóse de su mujer, que no quería oír hablar de divorcio ni abandonar el domicilio conyugal; separóse, repito, mediante el alto muro que aún divide la finca en dos, dejando a la desgraciada en el pabelloncito donde se había refugiado y donde murió, secuestrada por propia voluntad. Allí es donde la virtuosa Cristina, por la noche, cuando su padre y el prometido descansan, recibe a su amante.
Éste, de quien continúo vigilando la aparición en el umbral que forzosamente ha de franquear para salir de su cárcel de amor, me hace esperar mucho tras las cortinas. Y pasa el tiempo sin que vea entreabrirse la puerta de la relojería. He aquí que el relojero vuelve de misa con la altiva Cristina y el intrépido prometido.
Por lo visto, el sujeto de marras pasará otro día en su arca esperando la noche próxima y el natural desquite.
Este pensamiento, a decir verdad, no contribuye mucho a calmar mis ánimos, tanto más cuanto pienso que si bien no he visto salir al misterioso huésped de Cristina, tampoco lo he visto entrar, lo cual hace que me pregunte a mí mismo desde cuándo dura el extraño idilio dentro de un cofre.
Me sorprendo en una carcajada feroz al pensar en las mujeres en general y en ésta en particular. A la divina Cristina, que llena mi corazón, le deseo una buena catástrofe para alivio de mi alma y de la conciencia universal. Hoy no saldré…
Las cinco.—¡Acababa de sucederme lo que menos esperaba! ¡Ha venido! ¡Ha venido aquí! Pero no anticipemos nada, ya que todo vale la pena de contarse, y me figuro que no he llegado al límite de mi asombro.
Las tardes dominicales, los Norbert, padre e hija, y Jaime Cotentin, el prometido, suelen salir para dar un pequeño paseo. Pero hoy han salido solos el viejo y Jaime. La hija les ha acompañado hasta el umbral, les ha dirigido unas cuantas palabras subrayadas con su sonrisa de soberana y ha cerrado la puerta del establecimiento. Yo, de un salto, por decirlo así, he llegado a mi observatorio bajo las tejas.
Y He llegado a tiempo para ver cómo atravesaba el jardincillo y subía la escalera exterior que conduce al taller, en el último piso del pabellón del fondo. Como la puerta-ventana estaba ya abierta de par en par sobre la barandilla, veía el armario, que ella abrió sin vacilar. Y salió el hombre. Ella lo cogió de la mano y le murmuró unas palabras al oído. Sin duda le comunicaba que la casa estaba libre de toda odiosa presencia y que les pertenecía por algunas horas, pues él se dirigió inmediatamente al balcón, en cuya barandilla se apoyó mirando hacia el jardín con aire de meditación profunda.
Entonces le vi bien, detalladamente. ¡Caramba! ¡Cómo sabía escoger sus amantes la bella Cristina! Era hecho a su medida. Ninguna hija de Eva podría desear uno más guapo. ¡Ay! ¡Juro que al ver aquella cara majestuosa, aquel magnífico trozo de humanidad, he maldecido al Creador que me ha hecho lo que me ha hecho y que ha reservado para el otro un rostro victorioso!
Ese hombre se halla en toda la fuerza de la edad; una perfecta armonía rige sus movimientos; nada parece emocionarlo; a su lado, Cristina, que siempre me ha impresionado por su hermosa impasibilidad, me resulta una desequilibrada. Cierto es que no la reconozco y que parece haber cambiado. Con su más radiante sonrisa y con gestos infantiles le llama, diciendo:
—¡Gabriel!
¡Oh! Ese hombre de treinta años es bello como el ángel Gabriel. Los dos, los dos son guapos. ¡Qué pareja!
Ahora me toca deciros cómo va vestido Gabriel, porque se trata de algo bien poco ordinario. Va envuelto de los pies a la cabeza con una capa como las que se gastaban en tiempo de la Revolución, y lleva, según la moda de entonces, botas pequeñas y vueltas. Así es que al verle salir del arca, en el fondo de la vieja y escondida morada de la Ile-Saint-Louis, parece asistirse a una aventura del caballero de Fersen, venido misteriosamente a la capital para contribuir a la evasión de la regia prisionera. Y hasta el atavío de Cristina se presta a la ilusión, con ese dichoso María Antonieta que ha cruzado sobre su pecho medio desnudo.
¿Qué comedia representan? ¿Cómo ha empezado? ¿Cómo acabará? ¿Adónde se ha llegado? ¡Lo ignoro!
Ese hombre aún no le ha dirigido la palabra; pero ha obedecido a sus llamadas. Gabriel baja la escalera delante de Cristina…
Ya están ambos en el jardín. Él se ha sentado bajo el plátano y ante una mesita con mantel donde todavía hay frutas y botellas. A él le veo mal; a ella, mejor. Da vueltas alrededor de él, le habla, se sienta a su lado, apoya la cabeza en su hombro. Están de espaldas, y el árbol me molesta. No se mueven. Permanecen unidos así durante minutos que yo no sabría contar, y que han sido de los más crueles que hay en mi vida.