—Faina está embarazada.
Mabel sabía que era una costumbre terrible esperar a la cena para darle a Jack las malas noticias, pero se trataba de uno de los escasos momentos que compartían. Esa vez, sin embargo, temió haber acabado con su vida. Él se atragantó y tosió hasta que su semblante adoptó un horrible color morado. Duró tanto que Mabel se levantó, dispuesta a darle un golpe en la espalda para ayudarle a tragar, pero por fin Jack pudo parar y engullir el pedazo de comida que se le había quedado atravesado en la garganta. Mabel esperó en vano a que dijera algo.
—Está encinta, Jack.
—Ya te he oído.
—¿Y bien…?
—¿Y bien?
—Bueno, ¿no tienes nada que decir?
—¿Qué voy a decir? La culpa es absolutamente nuestra. Ella era más inocente que cualquier otra niña y nosotros éramos los únicos que podíamos protegerla. Dejamos que esto sucediera.
—Oh, Jack, ¿por qué siempre hay que buscar un culpable?
—Porque siempre lo hay.
—No. A veces estas cosas pasan. La vida no sale de acuerdo con nuestras esperanzas y nuestros planes, pero tampoco hay que enfadarse tanto por ello, ¿no crees?
Jack siguió comiendo, sin ningún apetito, por lo que pudo ver Mabel. Era como si cada bocado le diera asco. Por fin empujó el plato a un lado.
—¿Supongo que habrá una boda? —La expresión de disgusto no había abandonado su cara.
—Oh, bueno, nadie lo ha mencionado.
—Habrá boda. —Fue una afirmación clara y firme que no dejaba lugar a discusiones.
—Tendremos que comunicárselo a Garrett y a Faina —dijo ella, sin poder evitar una sonrisa irónica—. Pero estoy de acuerdo contigo. Así tiene que ser.
No fue hasta esa noche, mientras yacía en la cama trazando planes de boda, que recordó el libro de cuentos. Bajó de la cama y, descalza, encendió una vela y se dirigió a la librería. Abrió el libro encima de la mesa y al hacerlo sacó sus propios dibujos; fue pasando páginas hasta dar con la ilustración que buscaba. Era un prado, rebosante de hojas verdes y arbustos en flor. La doncella de nieve, ataviada con un traje blanco con incrustaciones de joyas y una corona de flores silvestres, se hallaba junto a un apuesto joven. El Hada de la Primavera estaba ante ellos, celebrando la ceremonia nupcial. En el cielo, el sol brillaba con fuerza.
Mabel quiso cerrar el libro, arrojarlo al horno de leña, verlo arder, pero en su lugar siguió hojeándolo hasta encontrar aquella ilustración que tanto temía. La corona de flores silvestres ya no adornaba la cabeza de la joven doncella, sino que yacía en la tierra, como una lápida. Se llevó una mano a los labios aunque no habría hecho falta. No consiguió pronunciar sonido alguno.
Jack se agitó en la cama. Mabel guardó sus dibujos en el libro antes de recolocarlo en el estante. Pasaría mucho tiempo antes de que lo mirara de nuevo y nunca más volvió a hablar de él.
Jack estaba tranquilo. Lo hecho, hecho estaba, pero al menos tenía un plan en mente.
Empezó cuando Garrett se presentó ante él, pocos días después de que Mabel le diera la noticia del embarazo de Faina. Al principio pensó que el joven había ido a terminar la pelea o a poner punto final a su trato sobre la granja. En su lugar, el chico se plantó ante él con el sombrero entre las manos.
—He venido a pedir su permiso para casarme con Faina. Sé que somos jóvenes y que no tengo mucho que ofrecerle, pero nos queremos y pienso hacerlo lo mejor que sepa.
Fue como un puñetazo en el pecho y Jack tuvo que sentarse en una de las sillas de la cocina. Garrett permaneció de pie, nervioso, sin saber qué más decir.
Jack no había previsto que el chico diera ese paso. No dudaba de que se casarían, ya suponía que Garrett asumiría su responsabilidad. Pero no se le había ocurrido que el chico acudiera a él, a Jack, a pedirle permiso.
No había sucedido de forma repentina, tal y como siempre había imaginado, con un chorro de sangre y un sollozo conmovedor; la paternidad había llegado a él de manera serena, gradual, a lo largo de los años, sin que se diera cuenta de ello. Y entonces, justo cuando comprendió que había existido una hija entrando y saliendo de su vida, supo que le estaban pidiendo que la dejara marchar.
—Seré bueno con ella. Le doy mi palabra.
Jack volvió a concentrarse en el chico y, al mirarle a la cara, vio lo que Mabel había intentado explicarle: Garrett amaba a la niña. Pero ¿bastaba con eso? El chico había traicionado su confianza, le había mentido en su propia casa, se había aprovechado de las circunstancias. Jack tomó impulso y se levantó.
—Serás bueno con ella —le dijo, mirándolo a los ojos. Fue más una orden que una afirmación.
Se estrecharon las manos como dos hombres que acabaran de conocerse y que aún no confiaban del todo el uno en el otro.
Esa noche, en cuanto se le ocurrió el plan, Jack despertó a Mabel.
—Les construiremos una casa, aquí, en nuestra finca.
—¿Qué? ¿Jack? ¿Qué hora es?
—Les haremos una cabaña, cerca del río. Así Garrett estará cerca de la granja, pero al mismo tiempo tendrán su propio hogar.
—Mmm… —Mabel seguía medio dormida, pero Jack no se arredró.
—Faina y el bebé también estarán cerca, podrás ayudarla. Empezaremos a construirla tan pronto como acabe la siembra. Quizá incluso podamos celebrar la boda en ella.
—¿Dónde? ¿La boda?
—Aquí, Mabel. Vivirán cerca de nuestra casa. Todo saldrá bien.
—¿Mmm?
Jack la dejó dormir. Ya estaba satisfecho.
Observó cómo la nítida luz de la mañana entraba por la ventana e iluminaba el perfil de Faina y se preguntó si siempre era tan difícil ser padre. Habían desayunado, té y pan con mermelada de arándanos, y ya no había manera de evitar la conversación que le había prometido a Mabel que mantendría con la niña. En la pila, Mabel intentaba lavar los platos sin hacer ruido. Nunca lo hacía por la mañana, pero ese día cada plato, cada cuchillo, se lavó, enjuagó y secó como si estuviera hecho de valiosa porcelana china. Mabel no quería que nada le impidiera oír lo que se decía a pocos pasos de ella.
Jack carraspeó, intentando que su tono fuera paternal.
¿Esto es lo que quieres, Faina?
Es lo que se hace cuando amas a alguien, ¿no?
Te cambiará la vida. Ya no podrás desaparecer en el bosque durante semanas. Serás madre y esposa. ¿Comprendes lo que eso significa?
Faina inclinó la cabeza en un gesto que podía expresar cualquier cosa, pero acto seguido clavó sus ojos azules en Jack y la claridad que revelaban le impresionó. Era una mirada que había visto ya muchas veces en aquel rostro, una sorprendente mezcla de juventud y sabiduría, fragilidad y fiereza. Lo había visto cuando la niña esparció copos de nieve sobre la tumba de su padre, cuando apareció en su casa con las manos manchadas de sangre. No era pena, ni amor, ni decepción, ni inteligencia: era todo a la vez.
Le amo. Y amo a nuestro bebé. Lo sé.
Entonces, ¿quieres casarte con él?
Nos pertenecemos el uno al otro.
Jack deseó sentirse feliz. ¿No era eso lo que debía sentir un padre? ¿Alegría? ¿Y no esa especie de peso en el corazón? Los chicos habían ocultado su romance y habían engendrado a un hijo fuera del matrimonio, pero no era solo eso lo que le importaba. Faina ya no volvería a ser la niña que correteaba entre los árboles, la niña de pies ligeros y ojos como el hielo del río.
Había sido una presencia mágica en sus vidas: aparecía y desaparecía en función de las estaciones, les llevaba tesoros del bosque en sus manitas… Esa niña ya se había ido y Jack se descubrió llorando su pérdida.
Las matas de fresas empezaban a florecer, sacando a la luz sus primeros frutos de un color entre morado y rojizo. Mabel iba de una a otra, y con un buen par de tijeras de podar cortaba los tallos viejos y arrancaba las hojas secas. Cuando llegó a la última, se incorporó, deslizó las tijeras en el bolsillo del delantal y subió el borde del sombrero de paja.
Aún estaban allí. Los últimos restos de nieve en el patio, apoyados en la pared norte de la cabaña, en un lugar donde daba poco el sol y donde la nieve se había acumulado durante el invierno. Había ido menguando debido al calor hasta que lo único que quedaba era un círculo del tamaño de una rueda de carreta.
Levantó la cara hacia el sol, ya un disco blanco y caliente, y se arremangó. Abrasador, como decía Garrett. Él y Jack trabajaban en mangas de camisa mientras durara la siembra. Regresarían quemados por el sol, estaba segura.
Mabel volvió a bajar el borde del sombrero para evitar que el sol le diera en la cara, cogió el rastrillo que había dejado junto a la valla y se dispuso a rascar y pinchar la tierra de las matas de fresas, removiéndola y preparando las hileras. Por el rabillo del ojo vio que la luz del sol acariciaba la nieve blanca. No tardaría en desaparecer.
A menudo había recordado las palabras de Ada: inventar finales nuevos y escoger la felicidad en lugar del dolor. En los últimos años había decidido que su hermana se equivocaba en parte. Sufrimiento, muerte y pérdida eran ineludibles.
Y, sin embargo, lo que Ada había escrito sobre la alegría era absolutamente cierto. Cuando se halla ante ti, con sus brazos largos desnudos y su sonrisa misteriosa, debes abrazarla mientras puedas.