El campo de Higgs, el modelo estándar y nuestra idea de cómo hizo Dios el universo dependen de que se encuentre el bosón de Higgs. No hay un acelerador en la Tierra, por desgracia, que tenga la energía para crear una partícula que pese nada menos que 1 TeV.
Pero podéis construir uno.
En 1981 estábamos en el Fermilab muy metidos en la construcción del Tevatrón y el colisionador p-barra/p. Por supuesto, le prestábamos cierta atención a lo que pasaba en el mundo y especialmente a la búsqueda del W por el CERN. A finales de la primavera de ese año íbamos estando seguros de que los imanes superconductores funcionarían y se podrían producir en masa con las estrictas especificaciones requeridas. Estábamos convencidos, o al menos convencidos Al 90 por 100, de que se podría alcanzar la escala de masas de 1 TeV, la terra incognita de la física de partículas, a un precio hasta cierto punto modesto.
Tenía sentido, pues, ponerse a pensar en la «máquina siguiente» (la que seguiría al Tevatrón), un anillo aún mayor de imanes superconductores. Pero en 1981 el futuro de la investigación de las partículas en este país estaba hipotecado por la lucha por la supervivencia de una máquina del laboratorio de Brookhaven. Se trataba del proyecto Isabelle, un colisionador protón-protón de energía modesta que debería haber estado funcionando en 1980 pero se había retrasado por problemas técnicos. Y mientras tanto la frontera de la física se había movido.
En la reunión anual de los usuarios del Fermilab de mayo de 1981, tras informar como era debido del Estado del Laboratorio, me aventuré a conjeturar cuál sería el futuro de la especialidad, sobre todo en «la frontera de energía a 1 TeV». Destaqué que Carlo Rubbia, por entonces muy influyente ya en el CERN, pronto «pavimentaría el túnel del LEY con imanes superconductores». El anillo LEP, de unos veintisiete kilómetros de circunferencia, contenía imanes convencionales para su colisionador de
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. El LEP necesitaba ese radio enorme para reducir la pérdida de energía de los electrones. Éstos radian energía cuando se los obliga con los imanes a describir una órbita circular. (Cuanto menor sea el radio, recordad, mayor será la radiación.) La máquina LEP del CERN, pues, usaba campos débiles y un gran radio. Esto la hacía además ideal para acelerar protones, que a causa de su masa mucho mayor no radian demasiada energía. Los diseñadores del LEP, con su amplitud de miras, tenían seguramente en mente que esta fuese una utilización posterior del gran túnel. Una máquina así con imanes superconductores podía fácilmente llegar a unos 5 TeV en cada anillo, o 10 TeV en la colisión. Y todo lo que los Estados Unidos tenían que ofrecer en competencia más allá del Tevatrón a 2 TeV era la doliente Isabelle, un colisionador de 400 GeV (0,8 TeV en total), si bien con un ritmo de colisiones muy alto.
En el verano de 1982 daba la impresión de que tanto el programa de imanes superconductores del Fermilab como el colisionador de protones-antiprotones del CERN iban a tener éxito. Cuando los físicos de altas energías estadounidenses se reunieron en agosto en Snowmass, Colorado, para examinar la situación y el futuro de la especialidad, hice mi movimiento. En una charla titulada «La máquina en el desierto», propuse que la comunidad pensase seriamente en adoptar como su preocupación número uno la construcción de un nuevo y gigantesco acelerador basado en la «probada» técnica de los superimanes e irse internando en el dominio de masas de 1 TeV. Recordad que para producir unas partículas que podrían tener una masa de 1 TeV los quarks que participasen en la colisión habrían de contribuir por lo menos con esa cantidad de energía. Los protones, que llevan dentro de sí a los quarks y los gluones, habrían de tener energías mucho mayores. En 1982 calculaba que la energía tendría que ser de 10 TeV por haz. Hice una primera evaluación del costo y cimenté sólidamente mi caso en la premisa de que la llamada del Higgs era demasiado atractiva para pasarla por alto.
Hubo en Snowmass un debate moderadamente vivo sobre el Desertrón, como se le llamó al principio. El nombre se basaba en la idea de que una máquina tan enorme sólo se podría construir en un lugar despoblado, cuyo suelo no tuviese valor y desprovisto de colinas y valles. La parte errónea de la idea era que yo, un chico de la ciudad de Nueva York, educado como quien dice en el metro, había olvidado por completo el poder de la construcción de túneles en profundidad. La historia lo demostraba una y otra vez. La máquina alemana HERA discurre bajo la densamente poblada ciudad de Hamburgo. El túnel del LEP en el CERN está excavado bajo las montañas Jura.
Intenté forjar una coalición de todos los laboratorios de Norteamérica que respaldase mi idea. El SLAC siempre había puesto sus miras en la aceleración de electrones; Brookhaven luchaba por mantener viva a Isabelle; y un grupo vivaz y con mucho talento de Cornell pretendía mejorar su máquina de electrones hasta un nivel que llamaban CESR II. Yo denominé a mi laboratorio del Desertrón «Slermihaven II» para representar la unión de todos esos laboratorios fieramente competidores en la nueva empresa.
No quiero entrar en la política de la ciencia, pero tras un año repleto de traumas, la comunidad estadounidense de la física de partículas recomendó formalmente que se abandonase a Isabelle (cuya nueva denominación era CBA, de Colliding Beam Accelerator, Acelerador de Haces que Chocan) en favor del Desertrón, al que ahora se llamaba Supercolisionador Superconductor y habría de tener 20 TeV en cada haz. Al mismo tiempo —julio de 1983— el nuevo acelerador del Fermilab salió en las primeras páginas por su éxito de haber acelerado los protones hasta el nuevo récord de 512 GeV. A éste pronto le siguieron otros éxitos, y alrededor de un año después el Tevatrón alcanzó los 900 GeV.
En 1986, la propuesta del SSC estaba lista para ser sometida a la aprobación del presidente Reagan. Como director del Fermilab, un secretario ayudante del departamento de energía me preguntó si podríamos hacer un vídeo corto para el presidente. Pensaba que una exposición de diez minutos sobre la física de altas energías sería útil cuando se discutiese la propuesta en una reunión del gabinete. ¿Cómo le enseñas a un presidente física de altas energías en diez minutos? Y lo más importante, ¿cómo se la enseñas a este presidente? Tras una considerable agonía, se nos ocurrió la idea de que unos chicos de bachillerato visitasen el laboratorio, les diésemos una vuelta por la maquinaria, hicieran un montón de preguntas y recibiesen respuestas pensadas para ellos. El presidente lo vería y lo oiría todo y quizá se hiciese una idea sobre la física de altas energías. Así que invitamos a los chicos de un instituto cercano. Aleccionamos a unos pocos una pizca tan sólo y a los demás les dejamos que fuesen espontáneos. Filmamos unos treinta minutos y cortamos hasta quedarnos con los catorce minutos mejores. Nuestro contacto de Washington nos advirtió: ¡no más de diez minutos! Algo sobre el tiempo que se mantiene la atención. Así que cortamos más y le mandamos diez transparentes minutos de física de altas energías para estudiantes de segundo de bachillerato. En unos pocos días nos llegó la reacción. «¡Complicadísimo! Frío, frío.»
¿Qué hacer? Rehicimos la banda sonora; borramos las preguntas de los chicos. Algunas de ellas, al fin y al cabo, eran bastante duras. Un experto en poner voces de fondo hacía ahora el tipo de preguntas que deberían haber hecho los chicos (escritas por mí) y daba las respuestas; la acción seguía siendo la misma: los guías científicos señalaban, los chicos se quedaban con la boca abierta. Esta vez nos salió claro como el cristal y de lo más simple. Lo probamos con gente sin formación técnica y lo enviamos. Nuestro tipo del departamento de energía se estaba impacientando.
De nuevo, no es que se quedase muy impresionado precisamente. «Bueno, está mejor, pero todavía es demasiado complicado.»
Empecé a ponerme un poco nervioso. No sólo andaba el SSC en peligro; también mi puesto de trabajo estaba en la estacada. Esa noche me levanté a las tres de la madrugada con una idea brillante. El siguiente vídeo sería así: un Mercedes se para en la entrada del laboratorio y un distinguido caballero de unos cincuenta y cinco años o así sale de él. La voz de fondo dice: «Conozcan al juez Sylvester Matthews, del tribunal del decimocuarto distrito federal, que visita un gran laboratorio de investigación gubernamental». El «juez» explica a sus anfitriones, tres físicos jóvenes y guapos (uno de ellos, una mujer), que se ha trasladado cerca y cada día pasa con el coche ante el laboratorio de camino al tribunal. Ha leído acerca de nuestro trabajo en el Chicago Tribune, sabe que tratamos con «átomos» y «voltios» y, como nunca ha estudiado física, siente curiosidad acerca de lo que hacemos. Entra en el edificio y agradece a los físicos que le dediquen su tiempo esa mañana.
Mi idea era que el presidente se identificaría con un profano inteligente que tiene la suficiente seguridad en sí mismo para decir que no entiende algo. En los ocho minutos y medio siguientes, el juez interrumpe a menudo a los físicos e insiste en que vayan más despacio y le aclaren este punto o aquel. A los nueve minutos y pico, el juez se sube el puño de la camisa, mira el Rolex y les da amablemente las gracias a los jóvenes científicos. Entonces, con una sonrisa tímida, dice: «Ya sabéis que en realidad no he entendido la mayor parte de las cosas que me habéis dicho, pero he podido hacerme una idea de vuestro entusiasmo, de la grandeza de la empresa. Me trae a la mente, en cierta forma, lo que debió de ser explorar el Oeste…, el hombre solitario a caballo en una tierra vasta, aún no explorada…». (Sí, yo escribí eso.)
Cuando el vídeo llegó a Washington, el secretario ayudante estaba en éxtasis. «¡Lo habéis conseguido! Es tremendo. ¡Justo era eso! Se proyectará en Camp David durante el fin de semana.»
Aliviadísimo, me fui a la cama sonriendo, pero a las cuatro de la mañana me desperté con un sudor frío. Algo iba mal. Entonces me di cuenta. No le había dicho al secretario ayudante que el «juez» era un actor, contratado en la Oficina de Actores de Chicago. En ese momento, al presidente le estaba costando elegir a alguien para el Tribunal Supremo cuyo nombramiento tuviera posibilidades de ser confirmado. Supón que él… Me pasé sudando y dando vueltas en la cama hasta que en Washington fueron las ocho de la mañana. Lo logré a la tercera llamada.
—Esto, en cuanto a ese vídeo…
—Ya le dije que era soberbio.
—Pero tengo que decirle…
—Es bueno, no se preocupe. Va de camino a Camp David.
—¡Espere! —chillé—. El juez. No es de verdad. Es un actor, y a lo mejor el presidente quiere hablar con él, entrevistarle. Se le ve tan inteligente. Suponga que él… [
Una larga pausa
]
—¿El Tribunal Supremo?
—Eso.
—[
Pausa, y luego risitas
] Mire, si le digo al presidente que es un actor, seguro que lo nombra para el Tribunal Supremo.
No mucho después, el presidente aprobó el SSC. Según una columna de George Will, la discusión sobre la propuesta fue breve. Durante la reunión del gabinete el presidente escuchó a sus secretarios, que estaban divididos más o menos a partes iguales en lo tocante a los méritos del SSC; cuando terminaron citó a un quarterback muy conocido: «Lánzala al fondo». Y todos supusieron que con eso quería decir: «¡Hagámoslo!». El Supercolisionador se había convertido en un proyecto nacional.
A lo largo del año siguiente, se emprendió una intensa búsqueda del emplazamiento del SSC en la que participaron comunidades de toda la nación y de Canadá. Había algo en el proyecto que parecía excitar a la gente. Imaginad una máquina gracias a la cual el alcalde de Waxahachie, Texas, podía levantarse en público y concluir un ardiente discurso así: «¡Y esta nación debe ser la primera que encuentre el bosón escalar de Higgs!». Hasta en «Dallas» salió el Supercolisionador en una trama secundaria, en la que J. R. Ewing y otros intentaban comprar tierras alrededor del emplazamiento del SSC.
Cuando me referí al comentario del alcalde en la Conferencia Nacional de Gobernadores, en una de los varios millones de charlas que di vendiendo el SSC, me interrumpió el gobernador de Texas. Corrigió mi pronunciación de Waxahachie. Por lo visto, me había desviado más de lo que el texano difiere normalmente del neoyorquino. No pude resistirme. «Señor, la verdad es que lo he intentado», le aseguré al gobernador. «Fui allí, paré en un restaurante y le pedí a la camarera que me dijera dónde estaba, clara e inequívocamente. "B-U-R-G-E-R-K-I-N-G", pronunció.» Casi todos los gobernadores se rieron. El texano no.
El año 1987 fue el de los tres súper. Primero, la supernova que centelleó en la Gran Nube de Magallanes hará unos 160.000 años y cuya señal por fin llegó a nuestro planeta; fue la primera vez que se detectaron neutrinos procedentes de fuera del sistema solar. Luego vino el descubrimiento de la superconductividad de alta temperatura, que apasionó al mundo por sus posibles beneficios técnicos. Enseguida hubo esperanzas de que tuviéramos pronto superconductores a temperatura ambiente. Se soñó con costes de la energía reducidos, trenes levitantes, una miríada de prodigios modernos y, para la ciencia, unos costes de construcción del SSC muy reducidos. Ahora está claro que fuimos demasiado optimistas. En 1993, los superconductores de alta temperatura son todavía una frontera viva de la investigación y para un conocimiento más profundo de la naturaleza del material, pero las aplicaciones comerciales y prácticas están todavía muy lejos.
El tercer súper del año fue la búsqueda del emplazamiento del Supercolisionador. El Fermilab fue uno de los solicitantes, más que nada porque se podía usar el Tevatrón como inyector del anillo principal del SSC, una pista oval con una circunferencia de unos ochenta y cinco kilómetros. Pero tras ponderar todas las circunstancias, el comité de selección del departamento de energía escogió el emplazamiento de Waxahachie. Se anunció la decisión en octubre de 1988, unas pocas semanas después de que yo entretuviera a una enorme reunión del personal del Fermilab con mis bromas del Nobel. Ahora teníamos una reunión muy diferente; la sombría plantilla se reunía para oír la nueva y preguntarse por el futuro del laboratorio.
En 1993 el SSC se está construyendo, y la fecha probable de conclusión de las obras es el año 2000, un año o dos más o menos. El Fermilab está mejorando poderosamente sus instalaciones para incrementar el número de colisiones p-barra/p, aumentar sus oportunidades de dar con el
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y explorar los niveles inferiores de la gran montaña que ha de escalar —para eso ha sido diseñado— el SSC.