La partícula divina (70 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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Por supuesto, los europeos no se han dormido en los laureles. Tras un periodo de debate vigoroso, estudio, informes de diseño y reuniones de comités, Carlo Rubbia, como director general del CERN, decidió que «pavimentaría el túnel del LEP con imanes superconductores». La energía de un acelerador, recordaréis, está determinada por la combinación del diámetro de su anillo y la intensidad de sus imanes. Limitados por la circunferencia de veintisiete kilómetros del túnel, los diseñadores del CERN estaban forzados a vérselas y deseárselas para conseguir el campo magnético más elevado que pudieran imaginar técnicamente. De 10 teslas era, alrededor de un 60 por 100 más intenso que los imanes del SSC y dos veces y media más que los del Tevatrón. Afrontar este reto formidable requerirá un nivel inédito de depuración en la técnica de los superconductores. Si tienen éxito, le darán a la máquina europea propuesta una energía de 17 TeV; la del SSC es de 40 TeV.

La inversión total en recursos financieros y humanos, si se llegan realmente a construir estas máquinas nuevas, es enorme. Y las apuestas, muy altas. ¿Qué pasa si la idea del Higgs resulta equivocada? Aunque fuese así, el impulso que mueve a hacer observaciones «en el dominio de masas de 1 TeV» sería igual de intenso; nuestro modelo estándar tendría que ser modificado o arrumbado. Es como Colón partiendo hacia las Indias Orientales. Si no llega a ellas, pensaban los verdaderos creyentes, encontraremos alguna otra cosa, quizás aún más interesante.

9 - Espacio interior, espacio exterior y el tiempo antes del tiempo

Por Picadilly vas

con un lirio o una amapola

en tu mano medieval.

Y todos dirán,

mientras por tu camino místico vas

si este joven a sí mismo se expresa

tan hondo que a mí me supera,

caray, qué hondo joven

este hondo joven debe de ser.

GILBERT Y SULLIVAN, PATIENCE

En su «Defensa de la poesía», el poeta romántico inglés Percy Bysshe Shelley sostenía que una de las tareas sagradas del artista es «absorber el nuevo conocimiento de las ciencias y asimilarlo para las necesidades humanas, colorearlo con las pasiones humanas, transformarlo en la sangre y hueso de la naturaleza humana». No fueron muchos los poetas románticos que corrieron a aceptar el reto de Shelley, lo que quizá explique el lamentable estado presente de nuestra nación y del planeta. Si Byron y Keats y Shelley, y sus equivalentes franceses, italianos y urdus, se hubiesen puesto a explicar la ciencia, la cultura científica del público general sería mucho mayor de lo que hoy es. Esto, claro está, te excluye a ti, no ya «querido lector», sino amigo y colega que ha luchado conmigo para llegar al capítulo 9 y, por edicto real, eres un lector totalmente cualificado e instruido.

Quienes miden el grado de instrucción científica nos aseguran que sólo uno de cada tres puede definir una molécula o nombrar un solo científico vivo. Yo caracterizaba estas estadísticas deprimentes añadiendo: «¿Sabéis que sólo el 70 por 100 de los residentes de Liverpool entienden la teoría
gauge
no abeliana?». De veintitrés licenciados escogidos al azar en las ceremonias de graduación de 1987 en Harvard, sólo dos pudieron explicar por qué hace más calor en verano que en invierno. La respuesta, dicho sea de paso, no es «porque el Sol está más cerca». No está más cerca. El eje de rotación de la Tierra está inclinado, así que cuando el hemisferio norte se inclina hacía el Sol, los rayos son más perpendiculares a la superficie, y la mitad del globo disfruta del verano. Al otro hemisferio llegan rayos oblicuos: es invierno. Seis meses después la situación se invierte.

Lo triste de la ignorancia de los veintiuno de veintitrés graduados de Harvard —¡Harvard, Dios mío!— que no fueron capaces de responder la pregunta es lo que se pierden. Han pasado por la vida sin comprender una experiencia humana fundamental: las estaciones. Por supuesto, hay esos momentos brillantes en los que la gente te sorprende. Hace varios años, en la línea IRT de metro de Manhattan, un hombre mayor se las veía y deseaba con un problema de cálculo elemental de su libro de texto; se volvió desesperado hacia el extraño que se sentaba junto a él, y le preguntó si sabía cálculo. El extraño afirmó con la cabeza y se puso a resolverle al hombre el problema. Claro que no todos los días un viejo estudia cálculo en el metro al lado del físico teórico ganador del premio Nobel T. D. Lee.

Yo tuve una experiencia parecida en el tren, pero con un final diferente. Salía de Chicago en un tren de cercanías cuando una enfermera subió a él a la cabeza de un grupo de pacientes del hospital psiquiátrico local. Se colocaron alrededor de mí y la enfermera se puso a contarlos: «Uno, dos, tres…». Se quedó mirándome. «¿Quién es usted?»

«Soy Leon Lederman —le respondí—, ganador del premio Nobel y director del Fermilab.»

Me señaló, y siguió tristemente: «Sí, cuatro, cinco, seis…».

Pero, ya en serio, es legítimo preocuparse por la incultura científica, entre otras razones porque la ciencia, la técnica y el bienestar público están cada día más ligados. Y, además, es una verdadera pena perderse la concepción del mundo que he intentado presentar en estas páginas. Aunque sea aún incompleta, posee grandiosidad y belleza, y va asomándose ya su simplicidad. Como dijo Jacob Bronowski:

El progreso de la ciencia es el descubrimiento a cada paso de un nuevo orden que dé unidad a lo que desde hacía mucho parecía disímil. Es lo que hizo Faraday cuando cerró el vínculo que unió la electricidad y el magnetismo. Y lo que hizo Clerk Maxwell cuando unió a aquélla y a éste con la luz. Einstein unió el tiempo al espacio, la masa y la energía, y el camino de la luz cuando pasa junto al Sol con el vuelo de una bala; y dedicó sus años finales a intentar que a estas similitudes se añadiese otra, que instaurara un orden único e imaginativo entre las ecuaciones de Clerk Maxwell y su propia geometría de la gravitación. Cuando Coleridge intentaba definir la belleza, volvía siempre a un pensamiento profundo: la belleza, decía, es «la unidad en la variedad». La ciencia no es otra cosa que la empresa de descubrir la unidad en la variedad desaforada de la naturaleza, o, más exactamente, en la variedad de nuestra experiencia.

Espacio interior/espacio exterior

Para ver este edificio en su contexto, hagamos ahora un excurso y vayámonos a la astrofísica; tengo que explicar por qué la física de partículas y la astrofísica se han fundido recientemente en un nivel nuevo de intimidad, al que en una ocasión llamé la conexión espacio interior/espacio exterior.

Mientras los jinetes del espacio interior construían aceleradores-microscopios cada vez más potentes para ver qué pasaba en el dominio subnuclear, nuestros colegas del espacio exterior sintetizaban los datos que tomaban unos telescopios cada vez más potentes, equipados con nuevas técnicas cuyo objeto era aumentar su sensibilidad y la capacidad de ver detalles finos. Otro gran avance fueron los observatorios establecidos en el espacio, con sus instrumentos para detectar infrarrojos, ultravioletas, rayos X y rayos gamma; en pocas palabras, toda la extensión del espectro electromagnético, muy buena parte del cual era bloqueado por nuestra atmósfera opaca y distorsionadora.

La síntesis de la cosmología de los últimos cien años es el «modelo cosmológico estándar». Sostiene que el universo empezó en forma de un estado caliente, denso, compacto hace unos 15.000 millones de años. El universo era entonces infinitamente, o casi infinitamente, denso, infinitamente, o casi infinitamente, caliente. La descripción «infinito» es incómoda para los físicos; los modificadores son el resultado de la influencia difuminadora de la teoría cuántica. Por razones que quizá no conozcamos nunca, el universo estalló, y desde entonces ha estado expandiéndose y enfriándose.

Ahora bien, ¿cómo diablos se han enterado de eso los cosmólogos? El modelo de la Gran Explosión (big bang) nació en los años treinta tras el descubrimiento de que las galaxias —conjuntos de 100.000 millones de estrellas o por ahí— se estaban separando entre sí, descubrimiento hecho por el tal Edwin Hubble, que andaba midiendo sus velocidades en 1929. Hubble tenía que recoger de las galaxias lejanas una cantidad de luz que le permitiera resolver las líneas espectrales y compararlas con las líneas de los mismos elementos en la Tierra. Cayó en la cuenta de que todas las líneas se desplazaban sistemáticamente hacia el rojo. Se sabía que una fuente de luz que se aparta de un observador hace justo eso. El «desplazamiento hacia el rojo» era, de hecho, una medida de la velocidad relativa de la fuente y del observador. Con los años, Hubble halló que las galaxias se alejaban de él en todas las direcciones. Hubble se duchaba regularmente, no había nada personal en esto; era sólo una manifestación de la expansión del espacio. Como el espacio expande las distancias entre todas las galaxias, la astrónoma Hedwina Knubble, que observase desde el planeta Penumbrio en Andrómeda, vería el mismo fenómeno: las galaxias se apartarían de ella. Cuanto más distante sea el objeto, más deprisa se mueve. Esta es la esencia de la ley de Hubble. Su consecuencia es que, si se proyecta la película hacia atrás, las galaxias más lejanas, que se mueven más deprisa, se acercarán a los objetos más próximos, y todo el lío acabará juntándose y se acumulará en un volumen muy, muy pequeño, como, según se calcula actualmente, ocurría hace 15.000 millones de años.

La más famosa de las metáforas científicas te pide que imagines que eres una criatura bidimensional, un habitante del Plano. Conoces el este y el oeste, y el norte y el sur, pero arriba y abajo
no existen
. Sacaos el arriba y el abajo de vuestro magín. Vivís en la superficie de un globo que se expande. Por toda la superficie hay residencias de observadores, plantas y estrellas que se acumulan en galaxias por toda la esfera. Todo tridimensional. Desde cualquier atalaya, todos los objetos se apartan a medida que la superficie se expande sin cesar. La distancia entre dos puntos cualesquiera de este universo crece. Eso es precisamente lo que pasa en nuestro mundo tridimensional. La otra virtud de esta metáfora es que, como en nuestro universo, no hay ningún lugar especial. Todos los puntos de la superficie son democráticamente iguales a todos los demás. No hay centro. No hay borde. No hay peligro de caerse del universo. Como nuestra metáfora del universo en expansión (la superficie del globo) es lo único que conocemos, no es que las estrellas se precipiten
dentro
del espacio. Lo que se expande es el espacio que lleva toda la barahúnda. No es fácil visualizar una expansión que ocurre en todo el universo. No hay un exterior, no hay un interior. Sólo hay este universo, que se expande. ¿En qué se expande? Pensad otra vez en vuestra vida como habitantes del Plano, de la superficie del globo. En nuestra metáfora no existe nada más que la superficie.

Dos consecuencias adicionales de gran importancia que tiene la teoría del big bang acabaron por acallar la oposición, y ahora reina un considerable consenso. Una es la predicción de que la luz de la incandescencia original —presuponiendo que fue caliente, muy caliente— todavía está a nuestro alrededor, en forma de radiación remanente. Recordad que la luz está constituida por fotones, y que la energía de los fotones está en relación inversa con su longitud de onda. Una consecuencia de la expansión del universo es que todas las longitudes se expanden. Se predijo, pues, que las longitudes de onda, originalmente infinitesimales, como correspondía a unos fotones de gran energía, han crecido hasta pertenecer ahora a la región de las microondas, en la que las longitudes son de unos pocos milímetros. En 1965 se descubrieron los rescoldos del big bang, es decir, la radiación de microondas. Esos fotones bañan el universo entero, y se mueven en todas las direcciones posibles. Los fotones que emprendieron viaje hace miles de millones de años cuando el universo era mucho más pequeño y caliente acabaron en una antena de los Laboratorios Bell en Nueva Jersey. ¡Qué destino!

Tras este descubrimiento, era imprescindible medir la distribución de las longitudes de onda (aquí, por favor, leed otra vez el capítulo 5 con el libro cabeza abajo), y se hizo. Por medio de la ecuación de Planck, esta medición da la temperatura media de lo que quiera (el espacio, las estrellas, polvo, un satélite, los pitidos de un satélite que se hubiese colado ocasionalmente) que haya estado bañándose en esos fotones. Según las últimas (1991) mediciones de la NASA hechas con el satélite COBE, es de 2,73 grados sobre el cero absoluto (2,73 grados Kelvin). Esta radiación remanente es también una prueba muy fuerte a favor de la teoría del big bang caliente.

Listamos los éxitos, pero deberíamos señalar también las dificultades, todas las cuales terminarían por ser superadas. Los astrofísicos han examinado cuidadosamente la radiación de microondas a fin de medir las temperaturas en diferentes partes del cielo. Que esas temperaturas coincidan con una precisión extraordinaria (mejor que un 0,01 por 100) causaba cierta preocupación. ¿Por qué? Porque cuando dos objetos tienen exactamente la misma temperatura, es razonable suponer que estuvieron en contacto alguna vez. Sin embargo, los expertos estaban seguros de que las regiones con una temperatura exactamente igual nunca habían estado en contacto. No «casi nunca», sino nunca.

Los astrofísicos pueden hablar tan categóricamente porque han calculado qué distancias separaban a dos regiones del cielo en el momento en que se emitió la radiación de microondas observada por el COBE. Ese momento ocurrió 300.000 años después del big bang, no tan pronto como sería de desear, pero sí lo más cerca del principio que podemos. Resulta que esas separaciones eran tan grandes que ni siquiera a la velocidad de la luz daba tiempo para que las dos regiones se comunicasen. Pero tenían la misma temperatura, o casi. Nuestra teoría del big bang no podía explicarlo. ¿Un fallo? ¿Otro milagro? Se vino a llamar a esto la crisis de la causalidad, o de la
isotropía
. De la causalidad porque parecía que había una conexión causal entre regiones del cielo que nunca debieran haber estado en contacto; de la isotropía porque donde quiera que mires a gran escala verás prácticamente el mismo patrón de estrellas, galaxias, cúmulos y polvo. Se podría sobrellevar esto en un modelo del big bang diciendo que la similitud de los miles de millones de piezas del universo que nunca estuvieron en contacto era un puro accidente. Pero no nos gustan los «accidentes». Los milagros están estupendamente si uno juega a la lotería o es un seguidor de los Chicago Cubs, pero no en la ciencia. Cuando se ve uno, sospechamos que algo más importante se mueve entre bastidores. Más adelante, me extenderé más sobre esto.

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