La partícula divina (73 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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¡Es el Higgs! Los astrofísicos han descubierto algo del corte del Higgs en un contexto totalmente nuevo. ¿Qué papel desempeña el campo de Higgs en la generación de ese extraño suceso previo a la expansión del universo al que llamamos inflación?

Hemos señalado que el campo de Higgs está estrechamente ligado al concepto de masa. La inflación violenta se produce por la suposición de que el universo inflacionario estaba impregnado de un campo de Higgs cuyo contenido de energía era tan grande que impulsó una expansión muy rápida. «En el principio había un campo de Higgs» podría no estar demasiado lejos de la verdad. El campo de Higgs, constante a lo largo del espacio, cambia con el tiempo, en conformidad con las leyes de la física. Estas leyes (sumadas a las ecuaciones de Einstein) generan la fase inflacionaria, que ocupa el enorme intervalo de tiempo que va de los 10
−33
segundos después de la creación a los 10
−33
. Los cosmólogos teóricos describen el estado inicial como un «falso vacío», a causa del contenido de energía del campo de Higgs. La transición definitiva a un verdadero vacío libera esa energía y crea las partículas y la radiación, todo a la temperatura enorme del Principio. A continuación, empieza la fase que nos es más familiar, de expansión y enfriamiento en comparación serenos. El universo se confirma a los 10
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segundos. «Hoy soy un universo», se entona en esta fase.

Al haber dado toda su energía a la creación de partículas, el campo de Higgs se retira temporalmente, y reaparece varias veces con distintos disfraces para que las matemáticas sigan siendo coherentes, suprimir los infinitos y supervisar la complejidad creciente a medida que las fuerzas y las partículas siguen diferenciándose. He ahí a la Partícula Divina en todo su esplendor.

Ahora esperad. No me he inventado nada de esto. El creador de la teoría, Alan Guth, era un joven físico de partículas que intentaba resolver lo que parecía ser un problema del todo diferente: el modelo estándar del big bang predecía la existencia de los monopolos magnéticos, polos simples sueltos. El norte y el sur se relacionarían en caso de que existiesen como la materia y la antimateria. La persecución de los monopolos era un juego favorito de los cazadores de partículas, y cada máquina nueva tenía emprendida su propia búsqueda. Pero todas fracasaban. Así que, como poco, los monopolos son muy raros, a pesar de la absurda predicción cosmológica de que debería haber un número enorme de ellos. Guth, cosmólogo aficionado, dio con la idea de la inflación en cuanto modificación de la cosmología del big bang que eliminaba los monopolos; entonces, descubrió que con unas mejoras podía resolver todos los demás defectos de esa cosmología. Guth comentó luego la suerte que había tenido al hacer ese descubrimiento, pues ni uno de los componentes era desconocido, todo un comentario sobre las virtudes de la inocencia en el acto creativo. Wolfgang Pauli se quejó una vez de su pérdida de creatividad:. «Ach, sé demasiado»:

Para completar este homenaje final al Higgs, debería explicar brevemente cómo resuelve esa expansión rápida el problema de la isotropía, o de la causalidad, y la crisis de la planitud. La inflación, que sucede a velocidades muchísimo mayores que la de la luz (la teoría de la relatividad no pone límites a lo deprisa que el espacio pueda expandirse), es justo lo que nos hace falta. Al principio, había pequeñas regiones del espacio en contacto íntimo. La inflación las expandió grandemente y separó sus partes hasta convertirlas en regiones causalmente inconexas. Tras la inflación, la expansión fue lenta en comparación con la velocidad de la luz, así que, cuando por fin nos alcanza la luz que viene de ellas, descubrimos continuamente nuevas regiones del universo. «¡Ah! —dice la voz cósmica—, otra vez juntos.» No es una sorpresa ver que son exactamente como nosotros: ¡la isotropía!

¿Planitud? El universo inflacionario hace una clara afirmación: el universo tiene justo la masa crítica; la expansión seguirá para siempre, más despacio cada vez, pero nunca se invertirá. Planitud: en la teoría de la relatividad general de Einstein, todo es geometría. La presencia de la masa hace que el espacio se curve; cuanto más masa hay, mayor es la curvatura. El universo plano es una condición crítica entre dos tipos opuestos de curvatura. Una masa muy grande le genera al espacio una curvatura hacia dentro, como la superficie de una esfera. Esto tiende a que el universo sea cerrado. La planitud representa un universo con una masa crítica, «entre» la curvatura hacia dentro y la curvatura hacia fuera. La inflación tiene el efecto de estirar una cantidad minúscula de espacio curvo hasta un dominio tan enorme que la vuelva plana a todos los efectos, muy plana. La predicción de la planitud exacta, un universo situado críticamente entre la expansión y la contracción, se puede comprobar experimentalmente mediante la identificación de la materia oscura y la continuación del proceso de medición de la densidad de masa. Se hará. Nos lo aseguran los astros.

Otros éxitos del modelo inflacionario le han dado una amplia aceptación. Por ejemplo, una de las pegas «menores» de la cosmología del big bang es que no explica por qué el universo es «grumoso», es decir, por qué existen las galaxias, las estrellas y demás. Cualitativamente, esa grumosidad parece estupenda. Las fluctuaciones al azar hacen que algo de materia se acumule a partir de un plasma regular. La ligera atracción gravitatoria extra atrae a más materia, con lo que la gravedad aún crece más. El proceso continúa, y más pronto o más tarde tendremos una galaxia. Pero los detalles muestran que el proceso es demasiado lento si depende de las «fluctuaciones al azar», así que las semillas de la formación de galaxias tienen que haberse sembrado durante la fase inflacionaria.

Los teóricos que han pensado acerca de estas semillas las imaginan como pequeñas (menos del 0,1 por 100) variaciones de la densidad en la distribución inicial de la materia. ¿De dónde salieron esas semillas? La inflación de Guth proporciona una explicación muy atractiva. Hay que ir a la fase cuántica de la historia del universo, en la que las fantasmagóricas fluctuaciones mecanocuánticas que ocurren durante la inflación pueden conducir a la creación de las irregularidades. La inflación agranda esas fluctuaciones microscópicas hasta una escala de orden galáctico. Las recientes observaciones por el satélite COBE (comunicadas en abril de 1992) de unas pequeñísimas variaciones en la temperatura de la radiación de fondo de microondas en diferentes direcciones son maravillosamente coherentes con el orden de cosas inflacionario.

Lo que vio el COBE refleja las condiciones que reinaban en el universo cuando era joven —cuando tenía unos 300.000 años— y llevaba impresa la huella de las distribuciones inducidas por la inflación que hicieron que la radiación de fondo fuese más caliente donde era menos densa, más fría donde era más densa. Las diferencias de temperatura observadas ofrecen, pues, pruebas experimentales de la existencia de las semillas necesarias para la formación de las galaxias. No maravilla que la nueva saliese en los titulares por todo el mundo. Las variaciones de temperatura eran sólo de unas pocas millonésimas de grado y observarlas requirió un cuidado experimental extraordinario, ¡pero qué recompensa! Se pudo detectar, en la bazofia homogeneizada, indicios de la grumosidad que precedió a las galaxias, los soles, los planetas y nosotros. «Fue como ver la cara de Dios», dijo, exultante, el astrónomo George Smoot.

Heinz Pagels recalcó el punto filosófico de que la fase inflacionaria es el dispositivo a lo torre de Babel definitivo, que nos separa de forma efectiva de cualquier cosa que sucediera antes. Estiró y diluyó toda estructura que existiese antes. Así que, aunque tenemos una historia apasionante acerca del principio, desde los 10
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a los 10
17
segundos (ahora), sigue habiendo esos chicos cargantes que andan por ahí diciendo, sí, pero el universo existe y ¿cómo empezó?

En 1987 celebramos en el Fermilab un congreso del estilo «cara de Dios» cuando un grupo de astro/cosmo/teóricos se reunió para discutir cómo empezó el universo. El título oficial del Congreso era «Cosmología cuántica», y se le llamó así para que los expertos pudiesen lamentarse de todo lo que se ignoraba. No existe una teoría satisfactoria de la gravedad cuántica, y hasta que no haya una, no habrá forma de tratar la situación física del universo en sus primeros momentos.

El plantel era un Quién es Quién de esta exótica disciplina: Stephen Hawking, Murray Gell-Mann, Yakob Zeldovich, André Linde, Tim Hartle, Mike Turner, Rocky Kolb y David Schramm, entre otros. Las discusiones eran abstractas, matemáticas y muy encendidas. Casi todas me superaban. Con lo que mejor me lo pasé fue con la charla sumaria que dio Hawking sobre el origen del universo, el domingo por la mañana, alrededor de la misma hora en que se daban otros 16.427 sermones sobre el mismo tema, más o menos, desde 16.427, púlpitos por toda la nación. Sólo que… Sólo que Hawking dio su charla por medio de un sintetizador de voces, lo que le daba la precisa autenticidad extra. Como es usual, tenía un montón de cosas interesantes y complicadas que decir, pero el pensamiento más profundo, lo expresó de una forma muy simple: «El universo es lo que es porque fue lo que fue», salmodió.

Hawking quería decir que la aplicación de la teoría cuántica a la cosmología tenía como una de sus tareas la especificación de las condiciones iniciales que tuvo que haber en el mismo momento de la creación. Su premisa es que las leyes propias de la naturaleza —que, esperamos, formulará algún genio que hoy está en primaria— toman entonces el mando y describen la evolución subsiguiente. La nueva gran teoría debe integrar una descripción de las condiciones iniciales del universo con un conocimiento perfecto de las leyes de la naturaleza y explicar así todas las observaciones cosmológicas. Debe, además, tener como consecuencia el modelo estándar de los años noventa. Si, antes de este gran progreso, logramos, gracias a los datos del Supercolisionador, un nuevo modelo estándar que explique de forma mucho más concisa todos los datos desde Pisa, tanto mejor. Nuestro sarcástico Pauli dibujó una vez un rectángulo vacío y sostuvo que había hecho una copia de la mejor obra de Tiziano; sólo faltaban los detalles. En efecto, nuestro cuadro «Nacimiento y evolución del universo» requiere unos cuantos brochazos más. Pero el marco es hermoso.

Antes de que empezase el tiempo

Volvamos otra vez al universo prenatal. Vivimos en un universo del que sabemos mucho. Como el paleontólogo que reconstruye un mastodonte a partir de un fragmento de tibia, o un arqueólogo que puede hacerse una imagen de una ciudad hace mucho desaparecida a partir de unas cuantas viejas piedras, nosotros tenemos la ayuda de las leyes de la física que salen de los laboratorios de todo el mundo. Estamos convencidos (pero no lo podemos probar) que sólo una secuencia de sucesos, ejecutada hacia atrás, lleva, por medio de las leyes de la naturaleza, de nuestro universo observado hasta el principio y «antes». Las leyes de la naturaleza tienen que haber existido antes incluso de que empezase el tiempo para que hubiese un principio. Lo decimos, lo creemos, pero ¿podemos probarlo? No. ¿Y qué decir del tiempo antes del tiempo? Ahora hemos dejado la física y estamos en la filosofía.

El concepto de tiempo está ligado a la aparición de los sucesos. Un acontecimiento marca un punto en el tiempo. Dos definen un intervalo. Una secuencia regular de acontecimientos puede definir un «reloj» (los latidos del corazón, la oscilación de un péndulo, la salida y la puesta del Sol). Imaginad ahora una situación donde nunca pase nada. Ni tic-tacs, ni comidas, nada. El mismísimo concepto de tiempo carece de sentido en un mundo así de estéril. Ese podría haber sido el estado del universo «antes». El Gran Suceso, el big bang, fue un acontecimiento formidable que creó, entre otras cosas, el tiempo.

Lo que quiero decir es que si no podemos definir un reloj, no podemos darle un significado al tiempo. Pensad en la idea cuántica de la desintegración de una partícula, de nuestro viejo amigo el pión, por ejemplo. Hasta que se desintegre, no hay manera de determinar el tiempo en el universo del pión. Nada cambia en él. Su estructura, si es que sabemos algo, es idéntica e inmutable hasta que se desintegra en su propia versión personal del big bang. Comparad esto con nuestra experiencia humana de la desintegración de un
homo sapiens
. Creedme, ¡hay un sinfín de signos de que está en progreso o de que es inminente! En el mundo cuántico, en cambio, no tienen sentido las preguntas «¿Cuándo se desintegrará el pión?» o «¿Cuándo ocurrió el big bang?». Por otra parte, podemos preguntar: «¿Cuánto hace que ocurrió el big bang?».

Podemos intentar imaginarnos el universo previo al big bang: sin tiempo, sin rasgos, pero sometido de alguna forma inimaginable a las leyes de la física. Éstas le dan al universo, como a un pión condenado, una probabilidad finita de explotar, cambiar, sufrir una transición, un cambio de estado. Podemos mejorar aquí la metáfora que se utilizó para comenzar este libro. Comparemos de nuevo el universo en el Principio Mismo a un inmenso peñasco en lo alto de un acantilado vertiginoso, pero pongámoslo ahora dentro de una hondonada. Entonces, según la física clásica, será estable. La física cuántica, en cambio, permite el efecto túnel —uno de los extraños fenómenos que hemos examinado en el capítulo 5— y el primer suceso es que el peñasco aparece fuera de la hondonada y, ay, salta por encima del borde del acantilado y cae, liberando su energía potencial y creando el universo tal y como lo conocemos. En algunos modelos muy conjeturales, nuestro queridísimo campo de Higgs desempeña el papel del acantilado metafórico.

Conforta visualizar la desaparición del espacio y del tiempo a medida que proyectamos el universo hacia atrás, hacia el principio. Lo que pasa cuando el espacio y el tiempo tienden hacia cero es que las ecuaciones de las que nos servimos para explicar el universo quiebran y pierden su significado. En ese punto nos desplomamos fuera de la ciencia. Quizá sea por ello tan bueno que el espacio y el tiempo dejen de tener significado; nos da la posibilidad de que la desaparición del concepto ocurra suavemente. ¿Qué queda? Las leyes de la física han de ser lo que queda.

Cuando se manejan las nuevas, elegantes teorías sobre el espacio, el tiempo y el principio, se siente una clara frustración. Al contrario que en casi cualquier otro periodo de la ciencia —ciertamente desde el siglo XVI—, no parece haber forma de que los experimentos y observaciones echen una mano, no, por lo menos, de aquí en unos cuantos días. Hasta en los tiempos de Aristóteles, se podían contar (con riesgo) los dientes de la boca de un caballo para meter baza en el debate sobre el número de dientes que tiene un caballo. Hoy, nuestros colegas debaten un tema para el que sólo se cuenta con un elemento de prueba: la existencia de un universo. Esto, claro, nos lleva al caprichoso subtítulo de nuestro libro: el universo es la respuesta, pero que nos parta un rayo si sabemos cuál es la pregunta.

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