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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (29 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Voy a apretar un poco más.

—¿A tu mujer?

—Al cura.

Sonó la risa áspera del viejo banquero.

—¿A cuál de ellos? Se multiplican como los conejos, últimamente.

—Al párroco. El padre Ferro.

—Ya —Machuca miró también, de soslayo, en dirección a Peregil, antes de exhalar un largo suspiro—. Espero que tengas el buen gusto de ahorrarme detalles.

Pasaron unos turistas japoneses cargando enormes mochilas y al límite de la deshidratación. Machuca dejó el periódico sobre la mesa y estuvo un rato callado, recostándose en el respaldo de mimbre de su silla. Por fin se giró hacia Gavira.

—Es duro vivir en la cuerda floja, ¿verdad? — los ojos de rapaz tenían un aire burlón entre sus cercos oscuros—. Así estuve yo años y años, Pencho. Desde que pasé el primer alijo por Gibraltar, terminada la guerra. O cuando compré el banco, preguntándome en qué me iba a meter. Esas noches sin dormir, con todos los miedos del mundo en el pensamiento… —sacudió brevemente la cabeza—. De pronto, un día descubres que has cruzado la meta y que todo te da lo mismo. Que los perros no te alcanzarán ya, por mucho que ladren y corran. Sólo entonces empiezas a disfrutar de la vida, o de lo que te queda de ella.

Torció la boca en un gesto a medio camino entre la diversión y el cansancio. Una sonrisa fría le helaba las comisuras.

—Espero que cruces esa meta, Pencho —añadió—. Hasta entonces, abona intereses sin rechistar.

Gavira no respondió en seguida. Hizo un gesto para que viniera el camarero, encargó otra cerveza y otro café con leche, se pasó la palma de la mano por el pelo repeinado en la sien izquierda y le echó un distraído vistazo a las piernas de una mujer que pasaba.

—Yo nunca me he quejado, don Octavio.

—Lo sé. Por eso tienes un despacho en la planta noble del Arenal y una silla a mi lado, en esta mesa. Un despacho que yo te doy y una silla que yo te cedo. Y mientras, leo el periódico y te miro.

Vino el camarero con la cerveza y el café. Machuca se puso un terrón de azúcar en la taza y removió la cucharilla. Dos monjas de Sor Angela de la Cruz pasaron calle abajo, con sus hábitos marrones y sus velos blancos.

—Por cierto —dijo de pronto el banquero—. ¿Qué pasa con el otro cura? — miraba irse a las monjas—. El que anoche cenó con tu mujer.

El temple de Pencho Gavira se notaba en momentos como aquél. Mientras calmaba el molesto batir de la sangre en sus tímpanos se obligó a seguir con la vista un automóvil, desde que doblaba una esquina hasta que fue a desaparecer por la siguiente. Diez segundos más o menos. Al cabo de este tiempo enarcó una ceja:

—No pasa nada. Según mis noticias, sigue investigando por cuenta de Roma. Eso lo tengo bajo control.

Machuca hizo un gesto aprobador.

—Así lo espero, Pencho. Que también lo tengas bajo control —se llevó la taza a los labios con un leve gruñido de satisfacción—. Bonito sitio, La Albahaca —bebió otro sorbo—. Hace tiempo que no voy por allí.

—Recuperaré a Macarena. Se lo prometo.

El banquero asintió de nuevo:

—En realidad te nombré vicepresidente porque te casaste con ella.

—Lo sé —Gavira sonreía con despecho—. Nunca me hice ilusiones sobre eso.

—Entiéndeme —Machuca se había vuelto hacia él—. Eres una buena cabeza. No había mejor futuro para Macarena, y así lo vi desde el principio… —una de sus manos se apoyaba ligeramente en el brazo de Gavira: un contacto huesudo y seco—. Supongo que te aprecio, Pencho. Tal vez seaas lo mejor que puede ocurrirle ahora al banco; pero sucede que a estas alturas el banco me da igual —retiró la mano y se lo quedó mirando—. A lo mejor es tu mujer lo que me importa. O su madre.

Gavira desvió la vista al kiosco de periódicos de la esquina. A veces se sentía como un atún en la almadraba, buscando inútilmente una salida. Pedalear, se repitió. Pedalear siempre en la bicicleta, para no caerse.

—Pues si me permite usted decirlo, la iglesia era también el futuro de ellas dos.

—Pero sobre todo el tuyo, Pencho —Machuca le dirigió un vistazo malicioso—… ¿Sacrificarías el proyecto de la iglesia y la operación de Puerto Targa por recuperar a tu mujer?

Gavira tardó en responder. Esa era la cuestión, y lo sabía mejor que nadie.

—Si pierdo esta oportunidad —dijo, evasivo—, lo pierdo todo.

—Todo, no. Sólo tu prestigio. Y mi apoyo.

Con calma, Gavira se permitió una sonrisa:

—Es usted un hombre muy estricto, don Octavio.

—Es posible —el viejo contemplaba el cartel de la Peña Botica—. Pero soy justo: la operación de la iglesia fue idea tuya, y tu matrimonio también. Aunque yo facilitara un poco las cosas.

—Entonces quisiera hacerle una pregunta —Gavira puso una mano sobre la mesa y luego la otra—. ¿Por qué no me ayuda ahora, si tanto aprecia a Macarena y a su madre?… Le bastaría una conversación para que fuesen más razonables.

Machuca se volvió muy lentamente hacia él. Sus párpados estaban entornados hasta reducir las pupilas a una fina línea.

—Puede que sí, y puede que no —dijo, cuando Gavira ya apenas esperaba respuesta—. Pero en tal caso, lo mismo me habría dado permitir que Macarena se casara con cualquier imbécil. A ver si lo entiendes, Pencho: es como quien tiene un caballo, un boxeador, o un buen gallo. Lo que a mí me gusta es verte pelear.

Dijo eso, y sin añadir nada más le hizo una seña al secretario. La audiencia terminaba, y Gavira se levantó abrochándose la americana.

—¿Sabe una cosa, don Octavio? — se había puesto unas gafas oscuras de diseño italiano y estaba frente a la mesa, templado, impecable—. A veces usted da la impresión de no desear un resultado concreto… Como si en el fondo todo le diera igual: Macarena, el banco, yo mismo.

Al otro lado de la calle, una joven con falda muy corta y largas piernas había salido con un cubo y una fregona a baldear los zócalos de los escaparates de una tienda de ropa. Pensativo, el viejo Machuca observaba los movimientos de la muchacha. Por fin, muy tranquilo, se volvió a Gavira:

—Pencho… ¿Nunca te has preguntado por qué vengo aquí todos los días?

Sorprendido, una mano en el bolsillo, Gavira lo miraba sin saber qué decir. A cuento de qué venía aquello, pensaba. El maldito viejo.

—Hombre, don Octavio —masculló, molesto—. Yo no pretendía. Quiero decir que…

Había un destello burlón, seco, tras los párpados entornados del banquero:

—Una vez, hace muchísimo tiempo, estaba yo sentado en este mismo sitio y pasó una mujer —Machuca volvió a mirar a la joven de la tienda, como atribuyéndole aquel recuerdo—. Una mujer muy hermosa, de esas que te quitan el aliento… La vi pasar y ella cruzó su mirada con la mía. Mientras se iba pensé que debía levantarme, retenerla. Pero no lo hice. Pesaron más las convenciones sociales, el ser conocido en Sevilla… No pude abordarla, y se fue. Me consolé diciendo que volvería a verla otra vez. Pero ella no volvió a pasar por aquí. Nunca.

Lo había contado sin rastro de emoción: el mero relato de un suceso objetivo. Cánovas se acercaba, cartera bajo el brazo, y tras una seca inclinación de cabeza en atención a Gavira tomó posesión de la silla que éste acababa de abandonar. Recostado en el respaldo de la suya, Machuca gratificó al vicepresidente del Cartujano con otra de sus frías sonrisas:

—Soy muy viejo, Pencho. En mi vida gané unas batallas y perdí otras; y ahora todas, hasta las que debieran ser mías, las considero ajenas —sostuvo entre las manos flacas como garras el primero de los documentos que le ofrecía el secretario—. Más que ganas de victoria, lo que siento es curiosidad. Igual que cuando uno encierra un escorpión y una araña en un frasco y se los queda mirando, ¿entiendes?… Sin sentir simpatía por ninguno de los dos.

Se concentró en los documentos, y Gavira murmuró una despedida antes de irse calle abajo, hacia el coche. Tenía una profunda arruga vertical en la frente, y las baldosas del suelo parecían moverse bajo sus pies. Peregil, que se alisaba el pelo sobre la calva con una mano, desvió la mirada al verlo acercarse.

En la esquina blanca y ocre del Hospital de los Venerables, la luz del sol rebotaba como un pelotazo. Al otro lado de la calle, bajo el cartel que anunciaba la corrida del domingo en la Maestranza, dos turistas de piel blanca agonizaban sentados junto a una mesa, al filo de la insolación aguda. Dentro de Casa Román, a salvo de la intensa luz que reverberaba en aquel horno de cal, almagre y calamocha, Simeón Navajo peló cuidadosamente una gamba, y con ella en la mano miró a Quart:

—El Grupo de Delitos Informáticos no tiene nada que le sirva a usted. Ningún antecedente. Nada.

Dicho eso se comió la gamba y despachó de un trago media caña de cerveza. Andaba a todas horas con desayunos suplementarios, aperitivos, pinchos y bocadillos, y Quart se preguntó, mientras observaba la menuda y flaca figura del subcomisario, dónde metía todo aquello. Hasta el 357 Magnum le abultaba tanto en el cuerpo que lo llevaba en una bolsa colgada del hombro; una bolsa moruna, de cuero repujado con flecos, que seguía oliendo a zoco y a piel de camello mal curtida. Con las grandes entradas del pelo que llevaba largo por detrás y recogido en una coleta, las gafas redondas de acero y la holgada camisa apache de flores que lucía aquella mañana, la bolsa le daba a Simeón Navajo un aspecto peculiar. Algo que contrastaba con la alta, delgada y severa figura vestida de negro del sacerdote.

—No existe en nuestros archivos —prosiguió el policía— ninguna referencia sobre las personas que le interesan… Tenemos estudiantes jovencitos que se divierten con travesuras informáticas, un montón de gente que comercializa copias piratas de programas, y un par de fulanos de cierto nivel que de vez en cuando se pasean por donde no deben. Uno de ellos intentó hace un par de meses entrar en las cuentas corrientes del Banksur y hacerse unas transferencias a sí mismo. Pero de lo que usted busca, ni rastro.

Estaban de pie ante la barra, bajo una sucesión de embutidos que pendían del techo. El policía cogió otra gamba cocida del plato, le arrancó la cabeza para chuparla con deleite, y luego se puso a pelar el resto con mano experta. Quart miró el vaso empañado de su cerveza, casi intacto:

—¿Hizo la gestión que le pedí con las empresas comerciales y con Telefónica?

—La hice —Navajo asentía con la boca llena—. Nadie de su lista adquirió, al menos con nombre y número de identificación fiscal propio, material informático avanzado. En cuanto a Telefónica, el jefe de seguridad es amigo mío. Según me cuenta, su Vísperas no es el único que se mete clandestinamente en la red para viajar por el extranjero, al Vaticano o a donde sea. Todos los piratas lo hacen. A unos los atrapan y a otros no. El suyo parece listo. Entra y sale de Internet, y al parecer usa un complicado sistema de bucles, o algo así, dejando detrás una especie de programas que borran el rastro y vuelven los sistemas de detección completamente gilipollas.

Se comió la gamba, apurando la cerveza, y pidió otra. Una pata del bicho se le había quedado enredada en el bigote.

—Eso es cuanto puedo contarle.

Quart le sonrió al policía:

—No es gran cosa, pero se lo agradezco.

—No debe agradecerme nada —Navajo ya la emprendía con otra gamba; el montoncito de cascaras bajo sus pies crecía con rapidez vertiginosa—. Me encantaría poder echarle una mano de verdad, pero mis jefes lo han dejado muy claro: cooperación oficiosa, la que sea posible. Algo en plan personal, entre usted y yo. Por los viejos tiempos. Pero no quieren complicarse la vida con iglesias, curas. Roma y todo eso. Otra cosa sería que alguien cometiera o hubiese cometido un delito concreto, de mi competencia. Pero las dos muertes fueron consideradas accidentes por el juez… Y que un hacker se dedique a incordiar al Papa desde Sevilla es algo que nos la trae bastante floja —chupó ruidosamente la cabeza de su gamba, mirando a Quart por encima de las gafas—. Si me permite la expresión.

Se deslizaba el sol despacio sobre el Guadalquivir, sin un soplo de brisa, y en la otra orilla las palmeras parecían centinelas inmóviles montándole guardia a La Maestranza. El Potro del Mantelete era un perfil de estatua contra el reverbero del río en la ventana; un cigarrillo en la boca y tan quieto como el bronce de su maestro Juan Belmente. A don Ibrahim, sentado ante la mesa del comedor, un aroma de huevos fritos con morcilla le venía desde la cocina con la canción que tarareaba la Niña Puñales:

¿Por qué me despierto temblando azoga

y miro la calle desierta y sin luz?

¿Por qué yo tengo la corazoná

de que vas a darme sentencia de cruz?…

Aprobó un par de veces con la cabeza el ex falso letrado, moviendo silenciosamente los labios bajo el mostacho para acompañar la letra que la Niña iba desgranando bajito, con su voz ronca de aguardiente, mientras rasera en mano y delantal sobre el vestido de lunares freía los huevos con muchas puntillas, como le gustaban a don Ibrahim. Cuando no se apañaban tapeando por los bares de Triana, los tres compadres solían reunirse a comer algo en casa de la Niña, un modesto segundo piso de la calle Betis que, eso sí, tenía una vista de Sevilla con el Arenal a tiro de piedra, y la Torre del Oro y la Giralda, que ya la hubieran querido los reyes y los millonarios y los artistas de cine con todos sus parneses. Aquella ventana al Guadalquivir era el único patrimonio de la Niña Puñales; había comprado el piso mucho tiempo atrás, con los escasos beneficios que logró reunir de su pasajera fama, y —decía, a modo de consuelo— al menos eso no se lo llevó la trampa. Allí vivía sin necesidad de pagar alquiler, con algunos viejos muebles, una cama de latón reluciente, una estampa de la Virgen de la Esperanza, una foto dedicada de Miguel de Molina, y una cómoda donde amarilleaban las colchas, los manteles y las sábanas bordadas del ajuar intacto. Eso le permitía destinar sus escasos recursos a pagar puntualmente las cuotas mensuales de El Ocaso, S.A., con las que desde hacía veinte años se costeaba un humilde nicho y una lápida en el rincón más soleado del cementerio de San Fernando. Porque la Niña era cantidad de friolera.

Me miraste

y un río de coplas

cantó por mis venas

tu amor verdadero…

Don Ibrahim murmuró un
ole
sin darse cuenta, y siguió aplicándose en su tarea. Tenía sombrero, chaqueta y bastón sobre una silla contigua, y estaba en mangas de camisa, con elásticos que se las sujetaban sobre los codos. El sudor le ponía cercos húmedos bajo las rollizas axilas y en el cuello suelto, donde llevaba flojo el nudo de una corbata a rayas azules y rojas que, afirmaba, le había regalado aquel inglés alto, Graham Greene, a cambio de un Nuevo Testamento y una botella de Four Roses cuando estuvo en La Habana para escribir una novela de espías —corbata que, aparte el valor sentimental, además era auténtica de Oxford—. A diferencia de la Niña, ni don Ibrahim ni el Potro del Mantelete tenían vivienda propia. El Potro andaba realquilado por allí cerca en una casa flotante, un barco de turistas medio abandonado que le dejaba un amigo con quien había coincidido en la tauromaquia y en el Tercio. Por su parte, el gordo indiano era pupilo fijo en una modesta pensión del Altozano —los otros eran un viajante de peines de caballero y una dama madura de belleza ajada y profesión dudosa, o más bien no dudosa en absoluto— regentada por la viuda de un guardia civil muerto por ETA en el Norte.

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