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Authors: David Seltzer

La profecía (11 page)

BOOK: La profecía
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Thorn sabía que las corrientes del mundo se estaban volviendo contra Israel. Los árabes, con su petróleo, eran demasiado poderosos como para que alguien se les opusiera. Si la ira de Dios debía volverse contra las naciones que hacían la guerra a Jerusalén, ésta se hallaba destinada a volverse contra todas. En las profecías, Armagedón, la batalla final, tendría lugar en el campo de los israelitas, con Jesús de pie en un lado, en el Monte de los Olivos, y el Anticristo en el otro.

¡Ay de vosotros, Tierras y Mares! Porque Satán envía a la bestia enfurecida, porque sabe que el tiempo es breve...Aquel que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es el seiscientos sesenta y seis.

Armagedón. El fin del mundo. La batalla por Israel.

El Señor saldrá... y se afirmarán sus pies, en aquel día sobre el Monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén al Oriente... y vendrá el Señor y con él todos los santos.

Thorn cerró sus libros y apagó la lámpara del escritorio. Se quedó sentado, por un largo rato, en silencio. Se preguntaba qué eran esos libros, quién los habría escrito y por qué habrían sido escritos. Y también por qué creía en ellos y, al mismo tiempo, los rechazaba. Creer en ellos tornaba vanos todos los esfuerzos del hombre. ¿Es que los hombres no eran más que instrumentos de las fuerzas superiores del Bien y del Mal? ¿Eran títeres a los que se manipulaba desde arriba y desde abajo? ¿Podría existir realmente un Cielo? ¿Podría existir un Infierno? Comprendió que ésas eran las preguntas propias de un adolescente, pero no podía dejar de planteárselas. En los últimos tiempos había sentido la sensación de poderes que escapaban a su control. No poderes casuales sino bien definidos. Eran sensaciones que le hacían sentir débil e inestable. Y más que eso,
desvalido.
En el fondo, eso era lo que significaba todo: que era un desvalido. Todos los hombres son desvalidos. No pedían nacer ni pedían morir. Se les obligaba. Pero ¿por qué, entre ambos extremos, debía haber tanto dolor? Tal vez la Humanidad era más interesante de esa manera. Tal vez proporcionaba diversión.

Thorn se tendió en el sofá y durmió. Sus sueños estuvieron colmados de temor. Se vio a sí mismo vestido como una mujer, aunque sabía que era un hombre. Estaba en una calle atestada de gente y se acercaba a un policía, tratando de explicarle que estaba perdido y atemorizado. El policía se negaba a escucharlo y, en cambio, empezaba a dirigir el tránsito alrededor de Thorn, hasta que los vehículos pasaban tan cerca que podía sentir las corrientes de aire que causaban. Las corrientes aumentaron de intensidad a medida que el tránsito se aceleró, y Thorn sintió como si estuviese en medio de un ventarrón. Tan fuerte era el viento, que no podía respirar y se sofocaba, mientras se aferraba al policía, que se negaba a tener en cuenta que él estaba allí. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie podía oírlo, ya que sus gritos se perdían en el aullido del viento. De pronto, un automóvil negro se lanzó hacia él y Thorn luchó para ponerse fuera de su alcance, pero el viento lo presionaba desde todas partes y lo mantenía fijo en su sitio. Cuando el vehículo se fue acercando, pudo ver el rostro del conductor. No tenía rasgos pero emitía una risa, y donde debía estar la boca, la carne se rasgaba y brotaba sangre en el momento en que el coche se acercó más.

En el instante del contacto, Thorn se despertó. Su respiración era anhelante y estaba bañado en sudor. Lentamente, el sueño se fue desvaneciendo y Thorn quedó inmóvil. Amanecía y la casa estaba en silencio. Debió reprimir el impulso de llorar.

7

El discurso de Thorn a los hombres de negocios tuvo lugar en el Hotel Mayfair. Hacia las siete de la tarde, la sala para congresos del hotel estaba colmada. Thorn había dicho a sus ayudantes que deseaba se hiciera alguna publicidad al asunto, de modo que ellos enviaron una gacetilla a los periódicos de la tarde, y fue tanta la gente que acudió que muchos no pudieron entrar. Estuvieron no sólo los invitados especiales sino muchísimos periodistas, e incluso un grupo de gentes de la calle a las que se permitió escuchar la conferencia, de pie, al extremo del salón. El Partido Comunista se interesaba por Thorn y en dos ocasiones había enviado representantes a molestarlo e interrumpirlo cuando el embajador habló al aire libre. Thorn esperaba que no se presentasen esa noche.

Cuando se acercaba al escritorio desde donde pronunciaría su discurso, Thorn notó que entre un pequeño grupo de fotógrafos estaba agazapado aquel cuya cámara él mismo, en persona, había roto frente a la embajada. El fotógrafo le sonrió, mostrándole en alto una nueva cámara. Thorn le devolvió la sonrisa y apreció el gesto conciliador. Luego esperó a que el público guardase silencio e inició su alocución. Habló de la estructura económica mundial y de la importancia del Mercado Común. En toda sociedad, dijo, incluso las prehistóricas, el mercado era el territorio común, el igualador de la riqueza, el crisol de distintas culturas. Cuando uno necesita comprar y el otro necesita vender, se tiene los componentes básicos de la paz. Cuando uno necesita comprar y el otro
se niega
a vender, se ha dado el primer paso hacia la guerra. Habló de la comunidad de los hombres, de la necesidad de reconocer que somos hermanos y compartimos una tierra cuyos recursos fueron destinados a todos.

—Estamos todos juntos atrapados en la red de la vida y el tiempo —dijo, citando a Henry Beston—. Somos todos prisioneros del esplendor y del dolor de la tierra.

Era un discurso sugerente y el auditorio bebía cada palabra. Thorn se refirió a los problemas políticos y su relación con la economía, reconociendo los rostros de los árabes entre el público y dirigiéndose directamente a ellos.

—Podemos entender bien la relación de los disturbios con la pobreza —dijo—, pero también debemos tener en cuenta que algunas civilizaciones han sido destruidas por causas derivadas del exceso de
lujo.

Thorn estaba ya muy enfervorizado con sus propias palabras. Desde su posición a la altura de los pies del orador, el fotógrafo Jennings enfocó su rostro y empezó a tomar fotos.

—Es una verdad triste e irónica —continuó Thorn—, que se remonta a los tiempos del rey Salomón en Egipto, el hecho de que aquellos nacidos en la riqueza y la posición...

—¡Algo de eso debe saber usted! —gritó una voz desde la parte posterior del salón.

Thorn se detuvo, mirando hacia la oscuridad del auditorio, con ojos entrecerrados. La voz no se volvió a oír y Thorn continuó.

—...que data de los tiempos de los faraones en Egipto, decía, que encontramos que los que nacen en la riqueza y la posición...

—¡Cuéntenos cómo es eso! —volvió a gritar la misma voz. Esta vez se percibió una actitud de fastidio en el auditorio. Thorn se esforzó por ver. Se trataba de un estudiante de barba, vestido con un
blue jean,
probablemente de la facción comunista—. ¿Qué sabe usted de la pobreza, Thorn? —se mofó—. ¡Usted no tendrá necesidad jamás de trabajar un solo día de su vida!

El público siseó para expresar su resentimiento hacia el joven. Algunos lo insultaban, pero Thorn levantó las manos para pedir calma.

—El joven tiene algo que decir. Oigámoslo.

El joven se adelantó y Thorn esperó que continuara hablando. Lo dejaría vociferar hasta que se hartara.

—Si le preocupa tanto compartir la riqueza, ¿por qué no comparte la suya? —gritó el muchacho—. ¿Cuántos millones tiene? ¿Sabe cuánta gente se está muriendo de hambre? ¿Sabe lo que se podría hacer con el cambio que lleva en los bolsillos? ¡Con lo que le paga a su chófer podría alimentar a una familia de la India durante un mes! ¡Con la hierba que hay en el prado del frente de su casa podría alimentar a la mitad de la población de Bangladesh! ¡Con el dinero que tira en las fiestas para su hijo podría fundar una clínica en el extremo sur de Londres! Si es que va a alentar a la gente a dar su riqueza, ¡veamos un ejemplo! ¡No esté ahí con su traje de cuatrocientos dólares, para decirnos qué es la pobreza!

El ataque era apasionado. Obviamente, el muchacho se había lucido. Del público llegó el sonido de un débil aplauso y fue el turno de Thorn para contestar.

—¿Ha terminado? —preguntó Thorn.

—¿Cuánto dinero tiene usted, Thorn? —gritó el joven—. ¿Tanto como Rockefeller?

—Ni me acerco.

—Cuando Rockefeller fue nombrado vicepresidente, los periódicos mencionaron su renta como de poco más de trescientos millones. ¿Sabe cuánto era el
poco más
? ¡Treinta y tres millones! ¡Ni valía la pena contarlo! ¡Ése era su dinero suelto, mientras la mitad de la población mundial moría de hambre! ¿No hay algo obsceno en eso? ¿Es que alguien necesita tanto dinero?

—Yo no soy el señor Rockefeller.

—¡Demonio, si llega a serlo!

—¿Me quiere dejar contestar, por favor?

—¡Un niño! ¡Un niño que sufre de hambre! ¡Haga algo por un solo niño que sufre de hambre! ¡Entonces empezaremos a creerle! ¡Sólo llegue con la mano, no con palabras, con la mano, a un niño que sufre de hambre!

—Tal vez ya lo he hecho —replicó Thorn en tono tranquilo.

—¿Dónde está ese niño? —preguntó el muchacho—. ¿Quién es el niño? ¿A quién ha salvado, Thorn? ¿A quién está tratando de salvar?

—Algunos de nosotros tenemos responsabilidades más grandes que la de salvar a un niño que muere de hambre.

—Usted no podrá salvar al mundo, Thorn, hasta que se acerque a ese primer niño que sufre de hambre.

El público estaba ahora de parte del joven. La reacción a sus últimas palabras fue un fuerte aplauso inmediato.

—Estoy en desventaja con usted —dijo Thorn en tono sosegado—. Usted está en la oscuridad lanzándome invectivas...

—¡Que enciendan las luces, entonces, y gritaré más fuerte!

El público se echó a reír y las luces de la sala empezaron a encenderse. Los periodistas y los fotógrafos se incorporaron rápidamente, dirigiendo su atención a la parte posterior del auditorio. Jennings, el fotógrafo, se maldijo por no tener un teleobjetivo y enfocó a varias cabezas entre las que se encontraba el airado joven.

En el estrado, Thorn estaba sereno, pero cuando las luces se encendieron por completo su ánimo cambió repentinamente. Sus ojos no estaban puestos en el joven sino en otra figura oculta entre las sombras a alguna distancia de aquél. Era la figura de un sacerdote de baja estatura, con un bonete apretado con fuerza en la mano. Era Brennan. Aunque Thorn no pudiera ver sus rasgos, sabía que era él y eso lo dejaba inmóvil.

—¿Qué ocurre, Thorn? —le desafió el joven—. ¿No tiene nada que decir?

La energía de Thorn había desaparecido repentinamente. Una oleada de terror se abatía sobre él, que quedó mudo mientras miraba fijamente hacia las sombras. Desde su lugar, Jennings dirigió su cámara en el sentido de la atemorizada mirada de Thorn y tomó una serie de fotos.

—¡Vamos, Thorn! —insistió el joven—. Ahora me puede ver, ¿qué tiene que decir?

—Creo... —dijo Thorn con voz vacilante—, que sus palabras tienen sentido. Todos deberíamos compartir nuestra fortuna. Trataré de hacer más.

El joven quedó desconcertado. Otro tanto ocurrió con el público. Alguien pidió que se apagaran las luces y Thorn volvió a situarse tras el escritorio. Tuvo que esforzarse para poder recobrar el hilo y entonces volvió a mirar hacia la oscuridad. En un distante haz de luz vio las vestiduras del que lo estaba persiguiendo.

Esa noche, Jennings había vuelto tarde a su apartamento y había puesto las películas en el revelador. Como de costumbre, el embajador había conseguido impresionarlo e intrigarlo. Jennings podía detectar el miedo con tanta facilidad como una rata huele el queso y era miedo lo que había visto a través del visor de su cámara. No era un miedo cuyo origen estuviese en otra parte, porque era evidente que Thorn había visto algo o a alguien en la oscuridad del auditorio. La luz había sido escasa y el ángulo de la cámara amplio, pero Jennings había enfocado en la dirección de la mirada del embajador y esperaba descubrir algo cuando la película estuviera revelada. Mientras esperaba, se dio cuenta de que tenía hambre y abrió una bolsa de comestibles que había comprado cuando regresaba del hotel. Había elegido un pollito asado y una gran botella de gaseosa, que colocó en la mesa, ante sí, para darse una fiesta. El pollo estaba entero, salvo la cabeza y las patas. Jennings lo ensartó en el cuello de la botella de gaseosa, de modo que el pollo parecía sentado y lo miraba, sin cabeza, a través de la mesa. Fue un error porque entonces no quiso ya comerlo y se limitó a sacudir un poco las alitas asadas, mientras emitía un cloqueo, como si el ave estuviese conversando con él. Abrió una lata de sardinas y comió, en silencio, frente a su mudo invitado.

El contador de tiempo emitió un sonido y Jennings fue hacia el cuarto oscuro. Utilizó pinzas para sacar las pruebas de los baños de ácido. Lo que vio le produjo gran júbilo y aulló de alegría. Encendió una luz potente y colocó la hoja bajo una lente de aumento. El fotógrafo fue revisando las fotos, mientras movía la cabeza con deleite. Era una serie de fotos tomadas en la parte posterior de la sala. Si bien ni un solo rostro o cuerpo podía verse claramente en la oscuridad, allí estaba el apéndice en forma de jabalina, destacándose como una bocanada de humo gris.

—¡Carajo! —murmuró Jennings cuando su vista reparó en otra cosa.

Era un hombre grueso que fumaba un cigarro. El apéndice podía ser realmente humo. Buscando entre sus negativos, separó los tres en cuestión y los puso en la ampliadora, esperando unos angustiosos quince minutos, hasta que las copias estuvieron listas. No, no era humo. El color y la textura eran diferentes y también lo era la distancia con respecto a la cámara. De ser humo de cigarro, el hombre grueso habría debido echar una gran cantidad para crear tal nube. Habría molestado a las personas que lo rodeaban y éstas aparecían completamente indiferentes al hombre que fumaba y miraban hacia el frente, tranquilas. El apéndice fantasmal parecía estar suspendido más atrás en el auditorio, tal vez contra la pared más apartada. Jennings colocó la ampliación bajo su lente de aumento y la estudió cuidadosamente. Debajo de la mancha vio el borde de las vestiduras sacerdotales. Levantó sus brazos y emitió un grito de guerra. Se trataba, otra vez, del pequeño sacerdote. Sin duda, de alguna manera tenía que ver con Thorn.

—¡Mierda! —gritó—. ¡Buen descubrimiento!

Para celebrarlo volvió a la mesa, donde arrancó las alas a su silencioso compañero y las devoró hasta los huesos.

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