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Authors: David Seltzer

La profecía (14 page)

BOOK: La profecía
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Miró el reloj del cuadro de mandos del automóvil. Era la una en punto. Reunió sus fuerzas y entró lentamente en el parque. Se había puesto un impermeable y gafas oscuras, para que no lo reconocieran, pero esos mismos detalles aumentaban su ansiedad, mientras buscaba la figura del sacerdote. Lo divisó y sintió que su sangre se helaba. Debió combatir el impulso de no seguir avanzando. Brennan estaba solo en un banco, de espaldas a él. Thorn habría podido fácilmente marcharse sin que lo viera. Pero decidió dar una vuelta para acercarse de frente al sacerdote.

Brennan se sobresaltó ante la súbita aparición de Thorn. Su rostro estaba tenso y bañado en sudor, como si sufriera un dolor insoportable. Por un largo momento se miraron en silencio.

—Debí haber venido con la policía —dijo Thorn.

—Ella no podría ayudarle.

—Adelante. Diga lo que tenga que decir.

Los ojos de Brennan se agitaron y sus manos empezaron a temblar. Era evidente que estaba realizando un gran esfuerzo para combatir un dolor.

—Cuando los judíos regresen a Sión... —murmuró.

—¿Qué?

—...Cuando los judíos regresen a Sión. Y un cometa ocupe el cielo. Y surja el Sacro Imperio Romano. Entonces usted y yo... debemos morir.

El corazón de Thorn dio un brinco. El hombre
estaba
loco. Estaba recitando un versículo, con el rostro tenso y como en trance, y la voz elevada en estridente intensidad.

—Del Mar Eterno él se levanta. Creando ejércitos en cada orilla. Volviendo al hombre contra su hermano. ¡Hasta que el hombre ya no exista!

Thorn lo miró, mientras el sacerdote temblaba, esforzándose por hacerse oír.

—¡El Apocalipsis lo predijo todo! —consiguió articular.

—No he venido a oír un sermón religioso.

—Mediante una personalidad humana, que esté bajo su total dominio, Satán lanzará su ofensiva más formidable y final. Libro de Daniel, de Lucas...

—Usted dijo que mi esposa estaba en peligro.

—Vaya al pueblo de Meguido —rogó Brennan—. En la antigua ciudad de Jezreel. Vea allí al anciano Bugenhagen. Sólo él puede describir de qué manera el niño debe morir.

—¿Cómo...?

—Aquel que no sea salvado por el cordero será destrozado por la bestia.

—¡Basta!

Brennan quedó silencioso, con el cuerpo encorvado, mientras con una mano temblorosa trataba de enjugar el sudor que bañaba sus cejas.

—He venido —dijo Thorn en tono sereno— porque usted dijo que mi esposa estaba en peligro.

—Tuve una visión, señor Thorn.

—Usted dijo que mi esposa...

—¡Ella está encinta!

Thorn quedó silencioso, sorprendido.

—Usted se equivoca.

—Sí, está encinta.

—No lo está.

—Él no permitirá que el niño nazca. Lo matará mientras se forma en el vientre.

El sacerdote se quejó, atacado otra vez por un dolor violento.

—¿De qué está hablando? —le preguntó Thorn con tono airado.

—¡De
su
hijo, señor Thorn! ¡Del hijo de
Satán
! Él matará al niño que aún no ha nacido y luego matará a su esposa. Y cuando esté seguro de heredar todo lo que es suyo, entonces ¡lo matará a
usted
!

—¡Basta!

—...Y con su fortuna y su poder establecerá su falso Reino aquí en la Tierra, para recibir las órdenes directamente de Satán.

—Usted está loco —murmuró Thorn.

—¡Él debe morir, señor Thorn!

El sacerdote sollozó y una lágrima se deslizó de sus ojos; Thorn lo miró, incapaz de moverse.

—Por favor, señor Thorn... —imploró el sacerdote.

—Usted me pidió cinco minutos.

—Vaya al pueblo de Meguido —suplicó Brennan—. ¡Vea a Bugenhagen, antes de que sea demasiado tarde!

Thorn sacudió la cabeza y apuntó un dedo tembloroso hacia el sacerdote.

—Lo he escuchado. Ahora... —advirtió— quiero que usted me escuche a mí. Si alguna vez vuelvo a verlo... lo haré arrestar.

Thorn empezó a alejarse, mientras Brennan lo llamaba, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Me verá en el infierno, señor Thorn! ¡Allí compartiremos nuestra sentencia!

Un momento después, Thorn había desaparecido ya. Brennan quedó solo, con la cabeza entre las manos. Permaneció allí varios minutos, tratando de contener las lágrimas, pero fue imposible. Todo había terminado con su fracaso.

Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. El parque estaba vacío y tranquilo ahora. Pero esta calma le parecía un tanto ominosa. Brennan sintió que se encontraba en un vacío, mientras el aire contenía su aliento. Luego empezó a oír apenas el sonido. Parecía lejano al principio, casi pura imaginación, pero gradualmente fue creciendo en intensidad hasta que llenó la atmósfera que rodeaba al sacerdote. Era el sonido del OHM. A medida que iba aumentando su intensidad, Brennan aferró su crucifijo y su respiración se tornó anhelante, mientras miraba con temor a su alrededor. El cielo se estaba oscureciendo y empezó a levantarse una brisa que fue acentuándose rápidamente hasta que las ramas de los árboles fueron sacudidas con violencia.

Aferrando su cruz con ambas manos, Brennan empezó a caminar, buscando la seguridad de la calle. Pero allí el viento pareció precipitarse sobre él. Papeles y residuos se arremolinaban a sus pies, mientras jadeaba y una fuerte ráfaga le daba de lleno en la cara. Al otro lado de la calle veía una iglesia, pero cuando descendió el borde de la acera, el viento se lanzó de nuevo contra él, con toda su fuerza. Brennan tuvo que realizar un gran esfuerzo para resistirlo e iniciar su marcha hacia el lugar seguro. El sonido del OHM resonaba ahora en sus oídos, mezclado con el aullido del viento. Gemía de cansancio, mientras se esforzaba por avanzar con la visión oscurecida por una nube de polvo en movimiento. Ni vio ni oyó el camión que se acercaba. Sólo le llegó el ruido de los enormes neumáticos cuando el vehículo se desvió a pocos centímetros de él, precipitándose sobre una hilera de automóviles estacionados contra los que chocó.

De pronto cesó el viento y apareció gente que gritaba y corría hacia el camión que acababa de chocar, en el que la cabeza del conductor asomaba flojamente, sangrante, contra la ventanilla. El retumbar de un trueno atravesó el cielo y Brennan se detuvo en el centro de la calle, gimiendo de temor. La luz de un relámpago iluminó el cielo por encima de la iglesia y Brennan retrocedió, volviendo al parque. Tras un trueno, la lluvia empezó a caer y Brennan corrió desesperado, mientras los relámpagos se sucedían a su alrededor y un enorme árbol casi se desmoronó a su paso. Gritando de temor, cayó en el barro y luchó por volver a incorporarse, mientras un rayo destrozaba un banco del parque, que quedó ardiendo cerca del sacerdote. Dio vueltas y atinó a atravesar un grupo de arbustos por donde salió a una calle lateral. Otro rayo cayó y golpeó un buzón próximo a Brennan, derribándolo.

Sollozando, el pequeño sacerdote se incorporó y avanzó vacilante, con los ojos vueltos hacia el airado cielo. La lluvia caía con fuerza, golpeando su rostro. La ciudad se veía desdibujada a través del traslúcido velo de agua. En todo Londres la gente corría buscando refugio y las ventanas se cerraban. A seis manzanas del parque una maestra estaba tratando, con una larga vara, de cerrar la ventana, mientras sus pequeños alumnos la observaban y oían el fuerte ruido de la lluvia. Ella jamás había oído hablar del padre Brennan ni sabía que su propio destino se vincularía con el de él. Pero en ese momento, por las resbaladizas calles, Brennan estaba avanzando inexorablemente hacia ella. Respirando con dificultad, caminaba al azar por pequeños callejones, huyendo de la furia que lo perseguía. Los relámpagos se veían lejanos ahora, pero las fuerzas de Brennan lo estaban abandonando y su corazón parecía punzarle las entrañas, mientras doblaba una esquina y se detenía frente a un edificio, con la boca abierta tratando desesperadamente de respirar. Sus ojos estaban fijos en el lejano parque, donde los relámpagos y los truenos se sucedían. Ni pensó en mirar hacia arriba, donde se produjo un movimiento repentino. Desde una ventana del tercer piso cayó una larga vara escapada de las manos de una mujer que había intentado, en vano, impedirlo. Se desplomó, con su punta de metal atravesando el aire como si fuese una jabalina. Atravesó la cabeza del sacerdote y penetró en su cuerpo, dejándolo clavado en la tierra cubierta de hierba.

Brennan quedó suspendido, con los brazos en jarras, como un títere después de la función.

En todo Londres, la lluvia de verano cesó repentinamente.

Desde el tercer piso de una escuela, una maestra sacó la cabeza por la ventana y empezó a gritar. En la calle, en el otro lado del parque, un grupo de personas retiraba el cuerpo muerto del conductor del camión que había chocado. En la frente se veía la marca ensangrentada que había dejado el volante contra el que se estrelló.

Mientras las nubes se abrían y los rayos del sol volvían a brillar apaciblemente, un grupo de niñitos se reunieron con silenciosa extrañeza alrededor de la figura de un sacerdote sostenido tiesamente por una vara. De su sombrero caían gotitas de lluvia que corrían sobre un rostro helado en una expresión de boquiabierto azoramiento. Una mosca zumbó alrededor del sacerdote y se posó en sus labios entreabiertos.

A la mañana siguiente, Horton recogió el periódico que estaba junto al portón de entrada y lo llevó a la sala soleada donde Katherine y Thorn estaban tomando el desayuno. Cuando se retiraba, Horton observó que el rostro de la señora Thorn aparecía enjuto y tenso. Ya hacía semanas que se la veía así, y él sospechaba que ello tenía algo que ver con sus idas regulares a Londres para ver al médico. Al principio, había pensado que las visitas a las que él mismo la llevaba tenían que ver con su salud física, pero un día leyó el registro de inquilinos del edificio y supo que el doctor Greer era un psiquiatra. Horton no había sentido nunca necesidad de un psiquiatra y tampoco conocía a nadie que lo hubiera necesitado, pero tenía la sensación de que sólo servían para enloquecer a la gente. La prensa da cuenta, a menudo, de atrocidades cometidas, y en estas informaciones se añade, también frecuentemente, que el autor de dichas atrocidades acababa precisamente de visitar a un psiquiatra. La causa y el efecto eran muy evidentes. Ahora, mientras observaba a la señora Thorn, la teoría de Horton sobre la psiquiatría se estaba confirmando. Por alegre que ella pareciera en el viaje hacia la ciudad, se mostraba silenciosa y retraída cuando volvía al hogar.

Desde que empezaron las visitas, su estado de ánimo se había ido deteriorando y ahora Katherine sufría una gran tensión. Su relación con el personal de la casa se limitaba a breves órdenes y con su hijo se había cortado casi por completo. Lo triste del caso era que el niño mismo había empezado a necesitarla. Las semanas en que ella intentó conquistar el cariño del niño habían tenido su efecto. Pero, ahora, cuando Damien la buscaba no podía encontrarla.

Para la propia Katherine, la terapia había sido verdaderamente perturbadora, porque había conseguido rasgar la superficie de sus temores y encontró debajo un enorme pozo de ansiedad y desesperación. La vida que ella llevaba estaba cargada de confusión. Sentía que ya no sabía quién era. Recordaba lo que ella era antes y lo que fueran sus deseos, pero todo ello había desaparecido ahora y no podía imaginar un futuro. Las cosas más simples la llenaban de temor: el timbre del teléfono, el reloj del horno que emitía su sonido, la tetera que silbaba como si exigiese que se la atendiera. Estaba llegando a un punto en que simplemente no podía hacer frente a nada y vivir le exigía cada día un enorme coraje.

Ese día le demandaba más coraje que la mayoría, porque había descubierto algo que exigía acción. Le requería el tipo de enfrentamiento con su esposo, que ella temía, y, para completar su angustia, estaba su hijo. El niño se había acostumbrado a andar a su alrededor por las mañanas, tratando de llamar su atención. Ese día estaba haciendo rodar ruidosamente un coche sobre el piso de la sala, golpeando una y otra vez contra la silla de Katherine e imitando el sonido de una locomotora.

—¡¡¡Señora Baylock!!! —gritó Katherine.

Thorn, que estaba sentado frente a ella y abría el periódico, quedó impresionado por el fastidio que delataba su tono.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Damien. No puedo soportar ese ruido.

—No es para tanto...

—¡Señora Baylock! —insistió ella.

La pesada mujer entró casi corriendo.

—¿Señora?

—Lléveselo —ordenó Katherine.

—Está jugando —objetó Thorn.

—¡Dije que se lo lleve!

—Sí, señora —replicó la señora Baylock.

Ella cogió a Damien de la mano y lo sacó de la sala. Mientras se marchaba, el niño volvió la mirada hacia su madre, con los ojos llenos de dolor. Thorn lo vio y miró con tristeza a Katherine. Ella siguió comiendo, evitando los ojos de él.

—¿Para qué hemos tenido un hijo, Katherine?

—Nuestra imagen —replicó ella.

—¿Qué?

—¿Cómo podíamos no tener un hijo, Robert? ¿Quién oyó hablar nunca de una hermosa familia que no tenga un hermoso hijo?

Thorn absorbió las palabras de ella, en silencio, sorprendido por su tono.

—Katherine...

—Es verdad, ¿no? Nunca pensamos cómo sería criar un hijo. Sólo pensábamos cómo serían nuestras fotos en los periódicos.

Thorn la miró confundido; ella le devolvió una mirada firme.

—Es verdad, ¿no?

—¿Es esto lo que está haciendo tu médico contigo?

—Sí.

—Entonces creo que será mejor que hable con él.

—Sí, él tiene algo que conversar contigo, también.

Su manera era directa y fría. Thorn instintivamente temía lo que ella iba a decir.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Tenemos un problema, Robert.

—¿Sí?

—No quiero tener más hijos. Nunca más.

Thorn escrutó su rostro, esperando que siguiera.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Si es eso lo que tú deseas... —replicó él.

—Entonces estarás de acuerdo en que me hagan un aborto.

Thorn sintió que su sangre se había helado. Quedó boquiabierto, atontado.

—Estoy embarazada, Robert. Lo descubrí ayer por la mañana.

Se produjo un silencio. La cabeza de Thorn era un torbellino.

—¿Me oíste? —preguntó Katherine.

—¿Cómo pudo ser? —murmuró Thorn.

—A veces, los anticonceptivos fracasan.

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