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Authors: David Seltzer

La profecía (8 page)

BOOK: La profecía
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En el coche, mientras se trasladaba a la embajada, hizo rápidas notas sobre pólizas de seguro y detalles de negocios que deberían tenerse en cuenta en el caso de su muerte. Lo hizo desapasionadamente y sin tener conciencia de que se trataba de algo que jamás había hecho antes, ni siquiera considerado. Sólo cuando terminó sus notas, el hecho lo atemorizó y se quedó sentado, en un tenso silencio, mientras el coche se acercaba a la embajada, sintiendo que en cualquier momento algo iba a ocurrir.

Cuando el coche se detuvo, Thorn bajó rígido, esperando en el lugar hasta que el vehículo se alejó. Entonces los vio abalanzándose sobre él: dos hombres que se movían con rapidez, uno tomando lotos, el otro disparándole preguntas. Thorn se encaminó hacia la embajada, pero ellos se interpusieron en su camino. Trató de eludirlos, sacudiendo la cabeza en respuesta a las preguntas.

—¿Ha leído el
Reporter
de hoy, señor Thorn?

—No, no he...

—Hay un artículo acerca de su niñera, la que saltó...

—No sé nada.

—Se dice que ella dejó una nota antes de suicidarse.

—Tonterías.

—¿Quiere mirar hacia aquí, por favor? —Era Jennings con su cámara, moviéndose rápidamente, tomando fotos.

—¿Me hace el favor de apartarse? —pidió Thorn cuando Jennings le bloqueó el paso.

—¿Es cierto que ella tenía que ver con las drogas? —preguntó el otro.

—Por supuesto que no.

—En el informe del médico forense aparece que había una droga en la sangre.

—Era una droga antialérgica —repuso bruscamente Thorn con la mandíbula tensa—. Sufría de alergia...

—Se dice que era una dosis excesiva.

—¿Puede quedarse así un momento? —pidió Jennings.

—¿Quiere dejarme libre el camino? —gruñó Thorn.

—Estoy haciendo mi trabajo, señor.

Thorn trató de seguir su camino, pero ellos lo siguieron y volvieron a acorralarlo.

—¿Tomaba ella drogas, señor Thorn?

—Le dije...

—El artículo decía...

—¡No me interesa lo que el artículo diga!

—¡Magnífico así! —dijo Jennings—. ¡Quédese un instante así!

La cámara se le acercó mucho y Thorn la empujó apartándola; en el forcejeo cayó de las manos de Jennings. Golpeó con fuerza en el cemento y por un instante todos quedaron en silencio, alarmados por el repentino estallido de violencia.

—¿Es que ustedes no pueden tener un poco de respeto? —dijo Thorn, exaltado.

Jennings se arrodilló y miró a Thorn hacia arriba.

—Lo siento —dijo Thorn con voz temblorosa—. Envíeme la cuenta por los daños.

Jennings recogió la cámara rota y se incorporó lentamente, encogiéndose de hombros mientras miraba a Thorn a los ojos.

—Está bien, señor embajador —dijo—. Digamos... que está en deuda conmigo.

Después de asentir con la cabeza, disgustado, Thorn dio media vuelta y entró en la embajada, mientras un guardia marina se acercaba desde la calle, demasiado tarde para ver los resultados del incidente.

—Me destrozó la cámara —le dijo Jennings al guardia—. El embajador destrozó mi cámara.

Quedaron perplejos; luego se separaron y cada cual se marchó por su lado.

En el despacho de Thorn había gran actividad. El viaje a Arabia Saudita estaba en peligro porque Thorn se resistía, diciendo, sin mayores explicaciones, que no podía ir. Los planes del viaje habían tenido ocupado al personal por casi dos semanas y sus dos ayudantes estaban sublevados ante la idea de que todo su esfuerzo no sirviera para nada.

—No puede cancelarlo —insistía uno de ellos—. Después de todo este despliegue, no puede llamar simplemente y decir...

—No está cancelado —replicó Thorn—, sino pospuesto.

—Lo tomarán como un agravio.

—Lo lamento.

—Pero ¿por qué esa decisión?

—No estoy con ánimo de viajar ahora —replicó Thorn—. No es un buen momento.

—¿Comprende usted lo que está en juego? —preguntó su segundo ayudante.

—La diplomacia —respondió Thorn.

—Más que eso.

—Ellos tienen el petróleo y el poder —dijo Thorn—. Nada puede cambiar eso.

—Precisamente por eso...

—Enviaré a otra persona.

El Presidente espera que usted vaya.

—Hablaré con él. Le explicaré.

—¡Dios mío, Robby! ¡Esto se ha planeado durante semanas!

—¡Entonces vuelvan a planearlo! —gritó Thorn.

Ese repentino estallido creó un silencio. Un aparato intercomunicador emitió un zumbido y Thorn se acercó para atenderlo.

—¿Sí?

—Está aquí el padre Brennan que quiere verlo —replicó la voz de una secretaria.

—¿Quién?

—El padre Brennan, de Roma. Dice que es un asunto personal de suma urgencia.

—No sé quién es —replicó Thorn.

—Dice que sólo necesita verlo un minuto —respondió la voz—. Algo acerca de un hospital.

—Probablemente, pida una donación —susurró uno de los ayudantes de Thorn.

—O una dedicatoria —agregó el otro.

—Está bien —suspiró Thorn—. Hágalo pasar.

—No sabía que era tan fácil de convencer —observó uno de los ayudantes.

—Relaciones públicas —murmuró Thorn.

—No tome todavía una decisión acerca de Arabia Saudita, ¿eh? Usted está deprimido hoy. Deje descansar el asunto un poco.

—La decisión está tomada —repuso Thorn con fatiga—. O va otra persona o lo posponemos.

—¿Lo posponemos hasta cuándo?

—Hasta que pase un tiempo —respondió Thorn—. Hasta que me sienta en condiciones de partir.

Las puertas se abrieron y en el alto vano apareció un hombre diminuto. Era un sacerdote. Sus ropas estaban desaliñadas, y tenía un aire tenso. Los que estaban en el despacho percibieron su urgencia. Los ayudantes intercambiaron una intranquila mirada, sin saber si era prudente salir del salón.

—¿Sería... posible... —preguntó el sacerdote con tuerte acento irlandés— hablar a solas con usted?

—¿Es sobre un hospital? —preguntó Thorn.

—Sí
—replicó el sacerdote, en italiano.

Después de una breve indecisión, Thorn asintió con la cabeza y sus ayudantes salieron en actitud de duda. Cuando se marcharon, el sacerdote cerró las puertas detrás de ellos. Luego se volvió, con una expresión que denotaba dolor.

—Bien... —dijo Thorn en tono aprensivo.

—No tenemos mucho tiempo.

—¿Qué?

—Usted debe escuchar lo que tengo que decirle.

El sacerdote se negó a acercarse, y se quedó apoyado contra las puertas cerradas.

—¿De qué se trata? —preguntó Thorn.

—Debe aceptar a Cristo como a su Salvador. Debe aceptarlo ahora.

Se produjo un momento de silencio, ya que Thorn no encontraba palabras.

—Por favor,
signor...

—Discúlpeme —le interrumpió Thorn—. Entendí que se trataba de un asunto personal urgente...

—Usted debe tomar la comunión —continuó el sacerdote—. Beber la sangre de Cristo y comer su carne, porque sólo si Él está dentro de su cuerpo podrá vencer al hijo del Demonio.

El clima del despacho había alcanzado una gran tensión. La mano de Thorn alcanzó el intercomunicador.

—Él ha matado una vez —susurró el sacerdote— y volverá a matar. Matará hasta que todo lo que es suyo sea de él.

—Por favor, si quiere esperar afuera...

El sacerdote había empezado a acercarse y su voz crecía en intensidad.

—Sólo por medio de Cristo podrá combatirlo —insistió—. Acepte a Jesús. Beba Su sangre.

La mano de Thorn había encontrado el botón del intercomunicador y lo oprimió.

—He cerrado la puerta, señor Thorn —dijo el sacerdote.

Thorn se puso tenso, asustado ahora por el tono del hombre.

—¿Sí? —preguntó la voz de la secretaria por el intercomunicador.

—Envíe un agente de seguridad —replicó Thorn.

—¿Qué ocurre, señor?

—Le ruego,
signor
—suplicó el sacerdote—, escuche lo que le digo.

—¿Señor? —repitió la secretaria.

—Yo estaba en el hospital, señor Thorn —dijo el sacerdote—, la noche en que nació su hijo.

Fue un golpe para Thorn, que quedó petrificado en su lugar.

—Yo... fui uno de... los parteros —dijo el sacerdote con voz entrecortada—. Yo... presencié... el
nacimiento.

Volvió a oírse la voz de la secretaria, esta vez cargada de preocupación.

—¿Señor Thorn? —dijo—. Lo siento, no le entendí.

—Nada —respondió Thorn—. Sólo... esté atenta.

Liberó el botón, volviendo a mirar con temor al sacerdote.

—Le ruego... —dijo Brennan, ahogando las lágrimas.

—¿Qué desea?

—Salvarlo, señor Thorn. Para que Cristo me perdone.

—¿Qué sabe de mi hijo?

—Todo.

—¿Qué es lo que sabe? —exigió Thorn.

El sacerdote temblaba ahora; su voz estaba cargada de emoción.

—Vi a su madre —replicó.

—¿Vio a mi esposa?

—¡Vi a su madre!

—¿Se refiere a mi esposa?

—¡La
madre
del niño, señor Thorn!

El rostro de Thorn se endureció y miró fijamente al sacerdote.

—¿Se trata de un chantaje? —preguntó en tono tranquilo.

—No, señor.

—¿Entonces, qué desea?

—Decirle
, señor.

—¿Decirme qué?

—Su madre, señor...

—Siga, ¿qué ocurrió con ella?

—Su madre, señor... ¡era un
chacal
! —De la garganta del sacerdote escapó un sollozo—. ¡Nació de un
chacal
! ¡Yo mismo lo vi!

Con un estrépito repentino se abrieron las puertas y entró un guardia marina, seguido por los ayudantes y la secretaria de Thorn. El embajador estaba pálido, inmóvil. El rostro del sacerdote se hallaba cubierto de lágrimas.

—¿Ocurre algo aquí, señor? —preguntó el guardia.

—Me pareció extraña su voz —agregó la secretaria—. Y la puerta estaba cerrada.

—Quiero que saquen a este hombre de aquí —dijo Thorn—. Y si alguna vez vuelve... quiero que lo metan en prisión.

Nadie se movió. El guardia dudaba en poner sus manos sobre el sacerdote. Lentamente, Brennan dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Allí se detuvo, volviéndose para mirar a Thorn.

—Acepte a Cristo —murmuró con tristeza—. Cada día beba Su sangre.

Entonces se marchó, seguido por el guardia. Todos los demás permanecieron parados en turbado silencio.

—¿Qué quería? —preguntó un ayudante.

—No sé —murmuró Thorn, mirando hacia la puerta por donde se había marchado el sacerdote—. Estaba loco.

En la calle, frente a la embajada, Haber Jennings estaba recostado contra un automóvil, controlando su otra cámara, después de guardar la que se había estropeado. Sus ojos divisaron al guardia que escoltaba al sacerdote por los escalones de la entrada y tomó un par de fotos de ambos cuando el padre se alejaba lentamente. El guardia vio a Jennings y fue hacia él, mirándolo molesto.

—¿No ha tenido ya hoy suficientes problemas con esa cámara? —preguntó.

—¿Suficientes
problemas
? —sonrió Jennings—.
Nunca
son suficientes.

Y tomó dos fotos más del guardia, a quemarropa; éste le dirigió una mirada furiosa mientras se alejaba. Entonces Jennings cambió de foco y divisó al diminuto sacerdote. Tomó otra foto de él mientras desaparecía en la distancia.

Ya tarde esa noche, Jennings estaba sentado en su cuarto oscuro mirando una serie de fotografías, con ojos curiosos y sorprendidos. Para asegurarse de que su cámara de repuesto funcionaba bien, había tomado un rollo completo de treinta y seis fotos en distintas exposiciones y velocidades. Sólo tres habían salido defectuosas. Era el mismo tipo de defecto que había observado, hacía pocos meses, en la foto de la niñera en la residencia de los Thorn. Ahora se trataba de las fotos del sacerdote. Una vez más parecía ser un defecto de la emulsión, pero ahora se veía en más de una foto. Se producía en dos fotos consecutivas, luego no se daba en otras dos y se repetía exactamente como antes. Lo que resultaba más curioso era que estaba vinculada con el sujeto. El extraño borrón de movimiento pendía sobre la cabeza del sacerdote, como si de alguna manera estuviera realmente allí.

Jennings sacó cinco fotos del revelador y las examinó cuidadosamente bajo la luz: dos del sacerdote con el guardia marina y luego una más del sacerdote solo a lo lejos. No sólo la mancha desaparecía en las dos fotos del guardia, sino que, cuando reaparecía en la foto final, era de tamaño menor y guardaba relación con el tamaño del sacerdote. Como antes, era una especie de halo, pero á diferencia de la mancha que estropeaba la foto de la niñera, este halo era de forma oblonga y estaba suspendido por encima de la cabeza del sujeto. La bruma que envolvía la cabeza de la niñera era inerte y daba una sensación de paz, pero la que observaba sobre la cabeza del sacerdote era dinámica, como si estuviera en movimiento. Parecía una jabalina fantasmal a punto de clavarlo en el suelo.

Jennings tomó un cigarrillo de opio y se sentó a pensar. Alguna vez había leído que la emulsión de la película era tan sensible al calor extremo como a la luz. El artículo pertenecía a una revista de fotografía y se refería a imágenes fantasmales que aparecían en una película tomada en una de las famosas casas inglesas con fantasmas. El autor del artículo, un experto en ciencia fotográfica, había especulado acerca de la relación del nitrato con el cambio de temperatura, observando que en los experimentos de laboratorio se había comprobado que el calor intenso afecta la emulsión de la película de la misma manera que la luz. El calor es energía y la energía es calor, de modo que si en verdad las apariciones eran, como decían algunos, energía humana residual, entonces en circunstancias favorables sus formas podían registrarse en la película. Pero la energía a la que se refería el artículo no tenía relación con el cuerpo humano. ¿Cuál era el significado de la energía que estaba suspendida fuera de la forma humana? ¿Aparecía al azar o tenía algún significado? ¿Tendría que ver con las influencias externas o tal vez era el producto de ansiedades que se acumulaban dentro del cuerpo?

Se sabía que la ansiedad creaba energía, siendo ése el principio del polígrafo utilizado en las pruebas con el detector de mentiras.
Esa
energía era de naturaleza eléctrica. La electricidad era también calor. Tal vez el calor generado por la ansiedad extrema conseguía atravesar la carne humana y entonces se podía fotografiarlo en torno a personas que se hallan en estado de gran
stress.

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