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Authors: David Seltzer

La profecía (9 page)

BOOK: La profecía
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Todo eso interesaba mucho a Jennings y buscó entre sus fichas de emulsión de película, encontrando el número de orden de la película más sensible a la luz que se fabricaba —Tri-X-600—, un nuevo producto tan sensible que se podía fotografiar la acción rápida, a la simple luz de una vela. Probablemente, también fuese la más sensible al calor.

A la mañana siguiente, Jennings compró veinticuatro rollos de Tri-X-600 y una serie de filtros adecuados para experimentar con la película al aire libre. Los filtros tamizarían la luz, pero posiblemente no el calor, y Jennings tendría una mejor oportunidad de hallar lo que estaba buscando. Necesitaba encontrar individuos en estado de tensión extrema y por lo tanto fue a un hospital, donde fotografió secretamente a los pacientes de la sala de desahuciados, quienes sabían que iban a morir. Los resultados fueron decepcionantes porque en diez rollos que tomó no apareció ni una sola mancha. Era evidente que, fueran lo que fuesen las manchas, no tenían nada que ver con la conciencia de la muerte.

Jennings se sentía frustrado pero no desalentado, porque instintivamente sabía que se estaba acercando a algo. Volvió al cuarto oscuro y realizó nuevas copias de las fotos del sacerdote y de la niñera, experimentando con diferentes texturas de papel, ampliándolas para hacer un minucioso examen de cada grano. En las ampliaciones parecía evidente que realmente había algo allí. La simple vista no lo había notado, pero el nitrato había respondido. En verdad, había imágenes invisibles en el aire.

Todo esto ocupó su tiempo y sus pensamientos por toda una semana. Al cabo de ese tiempo, emergió para seguir una vez más a Thorn.

El embajador había iniciado una serie de conferencias y a Jennings le resultó fácil seguirlo. Thorn se presentó en universidades, en reuniones de empresarios e incluso en una o dos fábricas. El estilo del embajador era elocuente, lleno de fervor, con lo que conseguía granjearse la admiración de su auditorio en todas partes. Si ése era su fuerte, entonces contaba con la más valiosa de las cualidades que un joven político puede poseer. Conmovía a su público, que creía en él, en especial la clase trabajadora, los de menores recursos, porque el embajador parecía genuinamente interesado.

“¡Estamos divididos de tantas maneras! —le oían exclamar—. Viejos y jóvenes, ricos y pobres... pero, más importante, ¡los que tienen oportunidades y los que
no
las tienen! La democracia es igualdad de oportunidades. Y sin igualdad de oportunidades, la palabra ‘democracia’ es una mentira.”

En tales ocasiones se acercaba mucho al público y a menudo hacía esfuerzos especiales para tomar contacto con los incapacitados que detectaba entre sus oyentes. Ofrecía la imagen de un adalid y más importante que sus talentos innatos era el hecho de que podía hacer
creer
a la gente.

Pero, en verdad, el fervor al que la gente respondía era el producto de la desesperación. Thorn huía, utilizando sus deberes públicos para evitar su angustia personal, porque una creciente sensación ominosa lo seguía a todas partes. En dos oportunidades, había divisado, entre la gente que se congregaba para escucharlo, un familiar traje negro de clérigo y Thorn empezó a sentir que el pequeño sacerdote lo estaba persiguiendo. Evitó comentar el asunto porque temió que fuera producto de su imaginación, pero llegó a preocuparse. Escrutaba a su público mientras hablaba, temiendo la aparición del sacerdote. Había desechado las palabras de Brennan. Obviamente, el hombre era un loco, un fanático religioso, obsesionado con una figura pública. El hecho de que su obsesión implicara al hijo de Thorn no podía ser más que una mera coincidencia. Sin embargo, las palabras del sacerdote lo perseguían. Por absurdas que parecieran, resonaban en la mente de Thorn, y éste debía luchar continuamente para restarles importancia.

Se le ocurrió que el sacerdote podía ser un asesino en potencia, porque, en los casos de Lee Harvey Oswald y Arthur Bremmer, los asesinos habían intentado establecer un contacto personal del tipo que el sacerdote había realizado. Pero también desechó esa idea. Ya no podría mantener sus compromisos si continuaba pensando en el espectro de la muerte que lo aguardaba entre las multitudes. Sin embargo, el sacerdote se le aparecía en las horas del día y en su sueño, hasta que Thorn tomó conciencia de que estaba tan obsesionado con el hombre como el hombre lo estaba con él. Brennan era el ave de presa, Thorn la presa. Se sentía como un ratón de campo debe sentirse temiendo que desde la altura un halcón lo haya divisado.

En Pereford, la superficie aparecía tranquila. Pero en la profundidad de los sentimientos ocultos los fuegos de la ansiedad ardían con fuerza. Thorn y Katherine se veían poco, ya que las conferencias de él y sus otras ocupaciones lo mantenían alejado. Cuando se encontraban tenían conversaciones superficiales, evitando todo lo que pudiera causar angustia. Katherine pasaba más tiempo con Damien, tal como lo había prometido, pero ello sólo sirvió para acentuar la distancia que los separaba. El niño pasaba esas horas en silencio, soportándolas antes que gozándolas, hasta que volvía la señora Baylock.

Con su niñera, él podía reír y jugar, pero con Katherine se mostraba retraído. En su frustración, ella intentaba hallar, día a día, nuevas maneras de sacarlo de su caparazón. Le compró libros para colorear y juegos de pinturas, bloques para construir objetos y juguetes con ruedas, pero el niño siempre los recibía con la misma actitud apática. Una tarde demostró interés por un libro de animales para recortar. Entonces Katherine decidió llevarlo al zoológico.

Mientras hacía preparar su camioneta para la mañana siguiente, se le ocurrió pensar en qué diferente era la vida de ellos de la vida de la gente común. Su hijo tenía cuatro años y medio y nunca había estado en el zoológico. Como familia del embajador, todo lo recibían y rara vez tenían que salir a buscar algo. Tal vez era esa falta de aventuras infantiles normales lo que había adormecido el sentido del humor de Damien. Pero ese día había vida en sus ojos y en cuanto se sentó a su lado en el coche, Katherine comprendió que había acertado por fin. Hasta conversaba, no mucho, pero más que de costumbre. Luchó por pronunciar la palabra “hipopótamo” y rió cuando consiguió articularla bien. ¡Qué poco se necesitaba para hacer feliz a Katherine! Una risita de su hijo conseguía levantarle el ánimo. Mientras se dirigían a la ciudad, ella habló todo el tiempo, y Damien la escuchaba atentamente. Los leones no eran más que gatos grandes y los gorilas no eran más que monos grandes. Las ardillas eran parientes de las ratas y los caballos parientes de los asnos. El niño estaba encantado y absorbió toda la información, con la que Katherine formó un poema que fue repitiendo mientras viajaban. Los leones son gatos y los gorilas monos y las ardillas son ratas y los caballos asnos. Lo dijo rápidamente y Damien rió; luego lo repitió más rápidamente y el niño rió más fuerte. Se convulsionaba de risa y madre e hijo se divirtieron todo el camino hasta el zoológico.

Cuando en Londres un domingo de invierno amanece soleado, todo el mundo trata de salir al aire libre. La gente estaba en todas partes, tratando ansiosamente de tomar aire fresco y sol. Era un día excepcionalmente hermoso y el zoológico estaba lleno de gente. Los animales también parecían gozar del sol. Sus gruñidos y aullidos se oían desde el portón de entrada, donde Katherine alquiló un cochecito para llevar a Damien, sin que el paseo se viera malogrado por la fatiga.

Se detuvieron primero ante los cisnes y observaron a los hermosos animales que se reunían en torno a un grupo de niños que les daban pan. Consiguieron adelantarse hasta colocarse en primera lila, pero en ese momento los cisnes parecieron desinteresarse repentinamente del alimento y giraron sus colas en actitud majestuosa, alejándose con lentitud. En la mitad del estanque se detuvieron, mirando hacia atrás como desdeñosos monarcas, mientras los niños trataban de atraerlos y les arrojaban más pan. Pero los cisnes no se dignaban volver a la orilla a alimentarse. Katherine notó que sólo cuando ella y Damien se marcharon pareció volverles el apetito.

Estaba ya cercana la hora del almuerzo y el público era cada vez más numeroso. Katherine buscó alguna jaula o pabellón que no estuviera rodeado por el público. A la derecha había un cartel que indicaba MARMOTAS y hacia allí se dirigió, contándole a Damien todo lo que sabía de esos animales, mientras se acercaban. Vivían en madrigueras en el desierto y eran muy sociables, le dijo; en América, la gente, a menudo, los capturaba y los criaba como a animalitos domésticos. Cuando se acercaron al lugar, Katherine vio que también estaba rodeado de gente, que miraba hacia una hondonada. Consiguió acercarse al borde, pero sólo vio a los animales un instante porque, en un repentino movimiento, todos desaparecieron en sus guaridas. Las personas que estaban allí reunidas manifestaron su decepción y empezaron a dispersarse. Cuando Damien agachó la cabeza para mirar, todo lo que había era un montículo de suciedad lleno de agujeros y el niño miró a su madre, entristecido.

—Debe ser la hora del almuerzo también para ellos —dijo Katherine, encogiéndose de hombros.

Siguieron andando y se detuvieron a comprar bocadillos de salchicha, que comieron sentados en un banco.

—Iremos a ver los monos —dijo Katherine—. ¿Quieres ir a ver los monos?

El camino hacia la Casa de los Monos estaba claramente delineado con señales. Las siguieron y se acercaron a una serie de jaulas. Los ojos de Damien se iluminaron de entusiasmo cuando el primer animal estuvo a la vista. Era un oso que se paseaba mecánicamente de uno a otro lado en su confinamiento, ignorando a la gente que lo observaba desde el otro lado de los barrotes. Pero en cuanto Katherine y Damien se acercaron, el oso pareció notarlos. Se detuvo y los miró; y mientras ellos fueron pasando frente a la jaula, su lomo se encrespó. En la jaula contigua había un gran gato que también dejó de moverse. Sus ojos amarillos se clavaron en ellos mientras pasaban. Luego había un mandril, que de repente mostró los dientes, distinguiéndolos visiblemente de los muchos otros que pasaban. Katherine empezó a percibir el efecto que estaban causando sobre los animales y los observó cuidadosamente cuando pasaban frente a sus jaulas. Era a Damien a quien estaban mirando. Damien pareció sentirlo también.

—Supongo que piensan que eres un encanto —sonrió Katherine—. Yo también lo creo.

Ella lo alejó de las jaulas, tomando otro sendero. Se oía el resonar de alaridos y chirridos en un edificio cercano y Katherine supo que estaban cerca de los monos. Era el lugar más popular de entre las exhibiciones bajo techo y tuvieron que esperar en lila. Katherine estacionó el cochecito y llevó a Damien en sus brazos.

Adentro, la atmósfera era calurosa y fétida. El bullicio de los gritos de los niños hacía eco en las paredes y se ampliaba por lo cerrado del recinto. Desde su lugar junto a la puerta no podían ver nada, pero Katherine supuso, por la reacción de la gente, que los monos estaban dando una de sus representaciones en una jaula lejana. Con Damien en los brazos, presionó entre la gente, tratando de ver lo que hacían los animales. Era una jaula de monos aracnoides muy divertidos con su actuación. Se balanceaban sobre neumáticos y saltaban en todas las direcciones, complaciendo con su acrobacia al público. Damien estaba entusiasmado y había empezado a reírse, de modo que Katherine forzó su marcha hacia delante, decidida a conseguir un puesto de visión más cómodo para el niño. Los monos no tenían en cuenta a su público, pero cuando Katherine y Damien se adelantaron pareció cambiar el clima de la jaula. La regocijante actividad se detuvo cuando uno por uno los animales empezaron a girar, con sus pequeños ojos como dardos, que escudriñaban a la gente reunida. También el público quedó silencioso, sorprendido de que los animales se hubieran aquietado, pero esperando con sonrisas anticipadas que la acción se reiniciara de pronto. Cuando eso ocurrió fue de una manera que nadie esperaba. Hubo un repentino aullido dentro de la jaula, un quejido de temor o advertencia, y a medida que se elevaba todos los animales unieron sus voces. En una oleada de desesperación, la jaula estalló en movimiento, mientras los monos saltaban frenéticamente de un lado a otro tratando de salir. Apretujados hacia el fondo de la jaula, se esforzaron por romper la ventana cubierta por una malla de alambre. Parecían sumidos en el pánico, como si un animal de presa hubiera invadido de pronto la jaula. En su frenesí, se clavaban las uñas unos a otros y la sangre empezaba a fluir, mientras con dientes y garras buscaban desesperadamente la forma de escapar. El público quedó silencioso, horrorizado, pero Damien se reía, señalando la horrible escena y lanzando gritos de gozo. Dentro de la jaula crecía el pánico. Un gran mono se arrojó contra el techo cubierto por alambres entretejidos y quedó sujeto por el cuello, con el cuerpo meciéndose hasta que se aflojó. La gente gritaba de horror y algunos se dirigían hacia las puertas, pero sus gritos eran ahogados por los gemidos de los animales. Éstos tenían los ojos desorbitados y salivaban ahora, impulsados por el terror a saltar de una pared a la otra. Uno de ellos empezó a arrojarse de cabeza contra el piso de cemento; la sangre le cubría la cara, hasta que vaciló y cayó entre convulsiones, mientras los otros saltaban alrededor y gemían de horror. Ahora la gente empezaba a empujarse para salir, presa de pánico. A pesar de que la pisaban y la empujaban, Katherine permanecía como congelada en su lugar. Su hijo estaba riendo. Señalando y riendo, como si de alguna manera estuviese alentando aquel alboroto suicida. De
él
estaban asustados los animales.
Él
era quien estaba promoviendo el episodio. Y a medida que la degollina aumentaba, Katherine comenzó a gritar.

6

Katherine volvió tarde esa noche al hogar, con Damien, ya dormido, en el automóvil. Después de su visita al zoológico, se habían limitado a dar vueltas con el coche. El niño permaneció sentado, en silencio, humillado y sin saber qué era lo que no estaba bien. Trató de repetir el poema una vez, el poema sobre gorilas, monos, caballos y asnos, pero Katherine permaneció en silencio, con la vista lija hacia delante. Cuando se hizo de noche, Damien manifestó que tenía hambre, pero la madre se negó a responderle. El niño consiguió pasarse al asiento posterior, donde encontró una manta y se quedó dormido.

Katherine conducía rápidamente, pero sin rumbo fijo, tratando de escapar al temor que la estaba invadiendo. No era el temor a Damien, ni a la señora Baylock. Era el temor de estar volviéndose loca.

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