Authors: David Seltzer
Robert Thorn recibe la noticia de que su primer hijo ha nacido muerto. Para evitar el dolor de su mujer, Katherine, acepta adoptar a otro niño nacido en la misma clínica, cuya madre ha fallecido durante el parto. Katherine, ignorante de la suplantación, se entrega con ternura al cuidado de su supuesto hijo Damien.
Pero mientras el niño crece, también lo hace el terror que lo rodea. Accidentes fatales, suicidios y una violencia inexplicable parecen seguir a los Thorn adonde quiera que vayan, pero ¿por qué razón? ¿Y cómo es posible que el pequeño Damien tenga algo que ver con tan terribles sucesos? Es sólo un niño...
Pero Damien Thorn no se parece a ningún otro niño. Damien lleva la marca de la bestia, y su momento se acerca.
«¡Aquí está la sabiduría! Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666.» Apocalipsis, 13:18
David Seltzier
La profecía
ePUB v1.1
Eibisi08.07.12
Aquél que es inteligente
calcule el número de la bestia;
pues es número de hombre,
Y su número es Seiscientos Sesenta y Seis.
APOCALIPSIS (13, 18)
Ocurrió en una milésima de segundo. Un movimiento en las galaxias que debería haber tardado eones, se produjo en un abrir y cerrar de ojos.
En el observatorio de Cape Hattie, un joven astrónomo quedó perplejo y sus manos no llegaron a activar a tiempo la cámara que pudo haberlo registrado: la desintegración de tres constelaciones que produjo la estrella oscura y ardiente. De pronto, habían fluido partes de Capricornio, Cáncer y Leo, uniéndose entre sí con magnética certeza, fusionándose para crear una vibrante masa galáctica. Ahora se tornaba más brillante y las constelaciones vacilaron, ¿o es qué temblaban las manos sobre el visor, mientras el astrónomo se esforzaba por sofocar un grito de asombro?
Temía estar a solas ante el fenómeno, pero en realidad no lo estaba. Porque desde las entrañas mismas de la Tierra llegaba un sonido distante. Era el sonido de voces, que parecían humanas pero no lo eran, que se elevaban en devota cacofonía con la creciente potencia de la estrella. En cuevas, sótanos y campos abiertos se habían reunido. Eran los parteros del nacimiento, unos veinte mil seres. Con manos unidas y cabezas inclinadas, sus voces se elevaron hasta que la vibración pudo oírse y sentirse en todas partes. Era el sonido del OHM, que se elevaba hacia el cielo y también entraba en el núcleo prebíblico de la Tierra.
Eran el sexto mes, el sexto día, la hora sexta. El preciso momento predicho por el Antiguo Testamento, cuando la Historia de la Tierra cambiaría. Las guerras, los disturbios de siglos recientes no habían sido más que ensayos, como una probatura del clima para determinar cuándo la Humanidad estaría en condiciones de ser conducida. Bajo César, se habían regocijado cuando los cristianos eran arrojados a los leones. Con Hitler, cuando los judíos eran reducidos a restos calcinados. Ahora la democracia se estaba debilitando, las drogas que perturban la mente se habían convertido en un modo de vida y, en los pocos países donde la libertad de cultos aún se permitía, se sostenía unánimemente que Dios había muerto. De Laos al Líbano, el hermano se había vuelto contra el hermano, los padres contra los hijos. Los ómnibus escolares y los mercados explotaban diariamente en el fragor creciente de la vehemencia preparatoria.
También los estudiosos de la Biblia habían visto la aparición de símbolos bíblicos que anunciaban el acontecimiento que ahora se verificaba. Bajo la forma del Mercado Común había surgido el Sacro Imperio Romano y, con la creación del Estado de Israel, los judíos habían vuelto a la Tierra Prometida. Unido al hambre mundial y a la desintegración de la estructura económica internacional, eso demostraba algo más que una mera coincidencia de acontecimientos. De manera obvia, se trataba de una
conspiración
de éstos. El Apocalipsis lo había predicho todo.
A medida que la estrella negra se fue tornando más brillante en las alturas del cielo, el canto se hizo más fuerte y el centro de basalto del planeta reverberó con su potencia. Entre las sumergidas ruinas de la antigua ciudad de Meguido, el anciano Bugenhagen pudo sentirlo y lloró. Sus pergaminos y tablillas eran inútiles ahora. En el desierto, en las afueras de Israel, el turno de noche de estudiosos arqueólogos se detuvo en su trabajo y las herramientas quedaron silenciosas mientras el suelo comenzaba a temblar.
En su butaca de primera clase del vuelo 747 que se dirigía de Washington a Roma, Robert Thorn también lo sintió y rutinariamente ajustó el cinturón de su asiento, preocupado con lo que le esperaba abajo. Aun cuando hubiese sabido la razón de la turbulencia repentina, habría sido demasiado tarde, porque en ese momento, en el subsuelo del Ospedale Generale de Roma, una piedra destrozaba la cabeza del que debía ser su hijo.
En cualquier momento dado hay más de cien mil personas viajando en aviones que surcan los cielos. Ésa era la clase de estadística que intrigaba a Thorn y, cuando la leyó en la revista
Skyliner,
de inmediato dividió a los humanos en dos grupos: los que permanecían sobre la tierra y los que se desplazaban por el aire. Normalmente, ocupaba su mente en meditaciones más serias, pero en ese vuelo en particular intentaba aferrarse a todo lo que pudiera desviar sus pensamientos de la incertidumbre que lo aguardaba. Lo que la estadística significaba era que si de repente la población de la Tierra resultaba aniquilada, habría más de cien mil personas que quedarían en el aire, bebiendo martinis y viendo películas, sin tener conciencia de que todo se había perdido.
Mientras el avión atravesaba estrepitosamente el oscuro cielo sobre Roma, Thorn se preguntaba cuántos de los que estaban en el aire en ese momento eran varones, cuántas mujeres, y de qué manera, de hallar todos un lugar seguro donde aterrizar, reconstruirían una sociedad. Probablemente, en su mayoría fuesen varones de la clase económica media a alta, lo que significaba que poseerían talentos relativamente inútiles si debían volver a una tierra donde todos los trabajadores hubieran desaparecido. Directores sin personal a quien dirigir, contadores sin qué contabilizar. Tal vez fuera una buena idea que hubiese siempre en el aire algunos aviones cargados con personal de mantenimiento y trabajadores de la construcción, de modo que hubiera fuerza física para empezar de nuevo. ¿No fue Mao Tse-Tung quien lo dijo? Será el país con los mejores hombres para el mantenimiento el que sobrevivirá mejor a una catástrofe.
Las partes hidráulicas del avión resonaron bajo sus pies y Thorn apagó el cigarrillo, mientras miraba las luces que apenas se veían allá abajo. Había viajado mucho en los últimos meses y lo que le rodeaba ahora era, para él, algo ya familiar, pero esa noche le produjo ansiedad. El telegrama recibido en Washington tenía ya doce horas de antigüedad y en ese momento, fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, debía haber terminado. Hallaría a Katherine satisfecha por fin, acostada en la cama de un hospital, amamantando al hijo de ambos recién nacido, o en un estado de desesperación total por haberlo perdido una vez más. A diferencia de los otros dos embarazos que se interrumpieron a los pocos meses, el presente había continuado hasta el octavo mes. Y si esta vez las cosas no salían bien, sabía que Katherine se sentiría perdida.
Katherine y él habían estado juntos casi desde la niñez y aun entonces, a los diecisiete años de edad, la inestabilidad de ella era evidente. Sus ojos angustiados parecían pedir protección. Por otra parte, el papel de protector satisfacía las necesidades de Thorn. Fue eso lo que dio una base sólida a la relación, pero en los últimos años, a medida que las responsabilidades de él se fueron extendiendo, Katherine se había ido quedando atrás, solitaria y aislada, incapaz de asumir los deberes propios de la esposa de un político.
La primera señal de su desesperación pasó casi inadvertida, ya que Thorn expresó enojo en lugar de preocupación cuando un día volvió al hogar y descubrió que ella había tomado unas tijeras y se había estropeado el pelo. Una peluca Sassoon se lo cubrió hasta que volvió a crecer, pero un año más tarde la encontró en el baño haciéndose pequeños cortes en las yemas de los dedos, con una hoja de afeitar, consternada y sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo. Fue entonces cuando buscaron la ayuda de un psiquiatra, que no hacía más que escucharla en un cómodo silencio. Al cabo de un mes, Katherine prescindió de él, decidiendo que todo lo que necesitaba era un hijo.
La fecundación se produjo de inmediato y los tres meses de ese primer embarazo fueron los mejores de la vida de ambos. Katherine se sentía bien y se la veía hermosa. Incluso se animó a viajar al Lejano Oriente, con su esposo. El embarazo terminó en el inodoro de un avión, mientras Katherine lloraba y un agua azulada se llevaba sus esperanzas.
El segundo embarazo tardó dos años en producirse y casi destruyó la vida sexual que había sido uno de los pilares de esa relación. El especialista en fertilidad había señalado el momento exacto en el ciclo de ovulación de ella, a una hora del día en que a Thorn le resultaba difícil estar con su esposa. Él se había sentido inútil y como manipulado, mes tras mes, cuando salía de su oficina, para realizar la tarea mecánica y rutinaria. Incluso se le llegó a sugerir que se masturbara para poder inyectar su semen artificialmente, pero se negó. Si para ella era tan importante un hijo, podía adoptarlo. Pero Katherine se negó rotundamente: el niño debía ser un hijo de ellos.
Por último, una célula solitaria se encontró con otra y durante cinco meses y medio la esperanza volvió a florecer. Esa vez los dolores empezaron en un supermercado y Katherine continuó empecinadamente haciendo sus compras, tratando de negar el hecho hasta que fue imposible seguir negándolo. Fue una suerte, comentaron los médicos, porque el feto presentaba malformaciones, pero eso no hizo más que acentuar la tristeza de Katherine, produciéndole una depresión de la que sólo a los seis meses comenzó a mejorar. Ahora era la tercera vez y Thorn sabía que era la última. Si las cosas no iban bien, la salud mental de Katherine se resentiría irreparablemente.
El avión tomó contacto con la pista y se oyó un pequeño aplauso, la admisión franca de que los pasajeros estaban encantados, incluso un tanto sorprendidos, de haber podido aterrizar con vida. ¿Por qué volamos?, se preguntó Thorn. ¿Es tan prescindible la vida? Se quedó en su asiento, mientras los otros se afanaban por recoger sus bolsos de mano y se apresuraban hacia la puerta. Él recibiría el trato que se dispensa a las personas importantes: pasaría rápidamente por la aduana y subiría a un automóvil que lo estaba esperando. Era la parte más grata de sus vueltas a Roma, porque en esa ciudad se estaba convirtiendo en una celebridad. Como consejero económico del presidente de su país, presidía la Conferencia Económica Mundial, que había sido trasladada de Zurich a Roma. El programa inicial de cuatro semanas se había extendido a casi seis meses y durante ese tiempo los
paparazzi
habían empezado a tenerlo en cuenta, ya que corría el rumor de que en unos pocos años más sería un candidato presidenciable en los Estados Unidos.
A la edad de cuarenta y dos años estaba en la plenitud de la vida, después de preparar cuidadosamente el camino para lo que ahora parecía inevitable. Su nombramiento como presidente de la Conferencia Económica le dio notoriedad pública, brindándole un escalón para poder acceder a una embajada, a un puesto en el Gabinete y luego, probablemente, a la presidencia de su país. El hecho de que el hombre que ahora asumía la presidencia de los Estados Unidos hubiera sido su compañero de cuarto en el colegio pre-universitario no era un obstáculo, sin duda; ahora bien, Thorn lo había conquistado todo con su propio esfuerzo.