La profecía (19 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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—¿Ha perdido la gracia? —preguntó Thorn.

—Sí.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Por abandonar a Cristo.

Thorn y Jennings intercambiaron una mirada de entendimiento.

—¿Cómo sabe usted que él ha abandonado a Cristo? —le preguntó Thorn al monje.

—Por la confesión.

—Pero él no habla.

—Confesión escrita. Puede hacer algún movimiento con su mano izquierda.

—¿Qué clase de confesión? —insistió Thorn.

El monje hizo una pausa.

—¿Puedo preguntarle el porqué de sus preguntas?

—Es de importancia vital —replicó Thorn con ansiedad—. Le ruego que nos ayude. Hay una vida en juego.

El monje estudió el rostro de Thorn y entonces asintió.

—Vengan conmigo.

La celda de Spilletto era muy austera y sólo contenía un colchón de paja y una mesa de piedra. Como la rotonda, tenía una claraboya abierta que permitía entrar la luz y también la lluvia. En el suelo había un charco de agua de la lluvia de la noche anterior. Thorn observó que el jergón estaba húmedo y se preguntó si todos sufrirían la misma incomodidad o si ésa era parte de la penitencia particular de Spilletto.

—Está dibujada sobre la mesa —dijo el monje cuando entraron—. La escribió con carbón.

La silla de ruedas de Spilletto crujió cuando se desplazó sobre las piedras desiguales. Se reunieron alrededor de la pequeña mesa, observando el extraño símbolo que el sacerdote había trazado.

—Lo hizo en cuanto llegó aquí —dijo el sacerdote—. Dejamos el carbón sobre la mesa, pero no ha vuelto a dibujar.

Era una grotesca figura, trazada rudimentariamente, como un dibujo infantil. Aparecía inclinada y deforme y la cabeza estaba rodeada por una línea semicircular. Lo que llamó de inmediato la atención de Jennings fueron los tres números que rodeaban el semicírculo sobre la cabeza de la figura. Eran tres 6. Como los de la marca en el muslo de Brennan.

—Notarán la línea curva sobre la cabeza —dijo el monje—. Representa la capucha de un monje, su propia capucha.

—¿Es un autorretrato? —preguntó Jennings.

—Creo que sí.

—¿Y los 6?

—Seis es el signo del Demonio —respondió el monje—. Siete es el número perfecto, el número de Jesús. Seis es el signo de Satán.

—¿Por qué aparece tres veces? —preguntó Jennings.

—Creemos que significa la Trinidad Diabólica. El Demonio, el Anticristo y el Falso Profeta.

—Padre, Hijo y Espíritu Santo —observó Thorn.

El monje asintió.

—Frente a todo lo santo hay algo profano. Es la esencia de la tentación.

—¿Por qué usted considera esto una confesión? —preguntó Jennings.

—Es, como usted dice, un autorretrato. O así lo creemos. Está rodeado simbólicamente por el triunvirato del Infierno.

—¿De modo que usted no conoce, específicamente, el acto que él confiesa?

—Los detalles no son importantes —replicó el monje—. Lo que importa es que desea arrepentirse.

Jennings y Thorn intercambiaron una larga mirada. El rostro de Thorn mostraba frustración.

—¿Puedo hablarle? —preguntó Thorn.

—No servirá de nada.

Thorn observó a Spilletto y tembló ante la vista del rostro helado y brillante.

—Padre Spilletto —dijo con firmeza—, mi nombre es Thorn.

El sacerdote miraba en silencio, hacia arriba, sin moverse, sin oír.

—No vale la pena —aconsejó el monje.

Pero no era fácil disuadir a Thorn.

—Padre Spilletto —repitió—. Hubo un
niño.
Quiero saber de dónde vino.

—Por favor,
signor
—rogó el monje.

—¡Usted se lo confesó a
ellos
! —gritó Thorn—. ¡Ahora confiésemelo a

! ¡Quiero saber de dónde vino el niño!

—Tendré que pedirle que...

—¡Padre Spilletto! ¡Escúcheme! ¡Contésteme!

El monje intentó llegar hasta la silla de Spilletto, pero Jennings le bloqueó el paso.

—¡Padre Spilletto! —gritó Thorn, junto al rostro mudo e inmóvil—. ¡Se lo ruego! ¿Dónde está ella? ¿Quién era ella? ¡Por favor! ¡Contésteme
ahora
!

Y, de pronto, se estremecieron porque el aire en torno de ellos resonó cuando las campanas de la torre de la iglesia empezaron a tañer. Era ensordecedor. Thorn y Jennings se estremecían, mientras el sonido hacía eco en la pared de piedra del monasterio. La mano del sacerdote estaba comenzando a temblar y a levantarse lentamente.

—¡El carbón! —gritó Thorn—. ¡Dele el carbón!

La mano de Jennings se movió rápidamente para tomar el trozo de carbón que estaba en la mesa y colocarlo en la temblorosa mano. Mientras las campanas seguían tañendo, la mano del sacerdote hacía movimientos espasmódicos sobre la piedra, formando torpes letras que ondulaban con cada tañido ensordecedor.

—¡Es una palabra! —exclamó Jennings con gran excitación—. C... E... R...

El sacerdote temblaba intensamente, mientras se esforzaba por continuar. El dolor del esfuerzo se evidenció cuando su boca desfigurada se abrió, emitiendo un quejido casi animal.

—¡Siga! —lo urgió Thorn.

—V... —leía Jennings—, E... T...

De pronto, las campanas cesaron de sonar; el sacerdote dejó caer el carbón, de entre sus temblorosos dedos, y apoyó su cabeza sobre el respaldo de la silla. Exhausto, sus ojos miraban hacia arriba y su rostro estaba bañado en sudor.

Cuando el sonido se desvaneció en torno de ellos, quedaron en silencio, mirando la palabra garabateada en la mesa.

—¿Cervet...? —preguntó Thorn.

—Cervet —repitió Jennings.

—¿Es eso italiano?

Se volvieron hacia el monje, que miró la palabra y luego, con ojos confundidos a Spilletto.

—¿Significa algo para usted? —preguntó Thorn.

—Cerveteri —replicó el monje—. Creo que es Cerveteri.

—¿Qué es eso? —preguntó Jennings.

—Es un antiguo cementerio. De los tiempos de los etruscos. Cimitero di Sant’Angelo.

El cuerpo rígido del sacerdote volvió a temblar. Spilletto gimió, como si tratara de hablar. Pero luego quedó silencioso y su cuerpo se relajó cuando se rindió a sus limitaciones.

Thorn y Jennings miraron al monje, que sacudió la cabeza entristecido.

—No hay más que ruinas en Cerveteri. Los restos del altar de Techulca.

—¿Techulca? —preguntó Jennings.

—El dios demonio etrusco. Los etruscos eran adoradores del demonio. Su cementerio era lugar de sacrificios.

—¿Por qué habrá escrito ese nombre? —preguntó Thorn.

—No lo sé.

—¿Dónde queda ese lugar? —preguntó Jennings.

—No hay nada allí,
signor,
excepto tumbas... y unos pocos perros salvajes.

—¿Dónde está? —repitió Jennings con insistencia.

—El conductor de su coche debe saberlo. Tal vez a unos cincuenta kilómetros al norte de Roma.

Fue difícil despertar al conductor del automóvil. Luego, Thorn y Jennings debieron esperar hasta que el hombre defecó en el campo, junto al camino. Estaba disgustado ahora y lamentaba haber aceptado el trabajo, en especial desde que se enteró del lugar adonde deseaban ir. Cerveteri era un lugar que evitaban los hombres temerosos de Dios. Además, no llegarían hasta después de medianoche.

La tormenta que se cernía sobre Roma se había extendido hacia fuera, y las fuertes lluvias entorpecían el viaje cuando abandonaron la carretera principal y pasaron a una ruta más antigua que estaba llena de barro y de baches. El coche vaciló cuando su rueda trasera izquierda se deslizó en un surco, y todos debieron descender para empujarlo. Cuando volvieron a sentarse en el vehículo, estaban empapados y temblaban de frío. Jennings miró su reloj y vio que eran cerca de las doce de la noche. Fue su último pensamiento antes de quedarse dormido. Cuando se despertó varias horas más tarde, se dio cuenta de que el coche no se movía y de que todo estaba en silencio. Thorn estaba dormido a su lado, envuelto en una manta. Del conductor, sólo podía divisar los zapatos embarrados, porque se había tendido en el asiento delantero y roncaba.

Jennings manipuló la manecilla de la portezuela y salió a la noche, vacilando hasta alcanzar un grupo cercano de arbustos, donde orinó. Faltaba poco para el amanecer y el cielo estaba empezando a mostrar las primeras señales de luz. Jennings parpadeó repetidas veces, tratando de ver entre las sombras que lo rodeaban. Lentamente, comprendió que habían llegado a Cerveteri. Frente a él había un cerco formado con espigones de hierro, e inmediatamente detrás se percibían los contornos de las lápidas bajo el cielo que se iba iluminando.

Volvió hacia el coche y miró a Thorn. Luego miró su reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Caminando, sin hacer ruido, hasta la portezuela del conductor, pasó el brazo y quitó las llaves del contacto, y luego fue hasta el maletero, que abrió cuidadosamente, levantando después la tapa, que se movió con un chirrido. Pero el ruido no despertó a los hombres que dormían. Jennings, en la oscuridad, buscó su cámara y le puso un rollo nuevo de película. Luego probó el flash, que se encendió ante sus ojos y lo cegó por un momento, haciéndolo vacilar. Esperó que su visión se normalizara y entonces cargó el equipo al hombro, deteniéndose cuando sus ojos divisaron un trozo de hierro que estaba envuelto, con trapos sucios de grasa, en un rincón del maletero. Lo cogió y lo colocó debajo de su cinturón. Luego cerró la tapa con cuidado y caminó en silencio hasta el cerco de hierro herrumbroso. El suelo estaba húmedo y Jennings se sentía helado. Tiritó mientras caminaba a lo largo del cerco, buscando un punto de entrada. No había ninguno. Asegurando su equipo, escaló el cerco, con la ayuda de un árbol cercano, perdiendo pie por un instante y desgarrándose el abrigo cuando cayó al suelo del otro lado. Después de incorporarse y ajustar sus cámaras, se dirigió hacia el interior del cementerio. El cielo se estaba tornando más claro ahora y Jennings podía ver los detalles de las lápidas y de las deterioradas estatuas que lo rodeaban. Eran muy complejas y aparatosas y estaban bastante desfiguradas por el deterioro. Rostros como gárgolas con expresiones desgarradas, criptas, algunas semiderruidas, en las que se movían los ratones, despreocupados de su presencia, entrando y saliendo de los oscuros agujeros.

Aunque estaba helado, Jennings sintió que transpiraba. Miró a su alrededor, inquieto, mientras avanzaba a través de la hierba abundante. Sintió como si lo estuviesen vigilando. Los ojos vacíos de las gárgolas parecían seguirlo cuando él pasaba. Se detuvo, tratando de aquietar su desasosiego. Sus ojos miraban hacia arriba y quedaron clavados en lo que vieron. Era un gigantesco ídolo de piedra que miraba hacia abajo desde su altura, con el rostro congelado en una expresión de ira, como si se sintiera ultrajado por la invasión del fotógrafo. Jennings tuvo dificultades para respirar mientras miraba hacia arriba. Los ojos salientes del ídolo parecían exigirle que se retirara. Su rostro parecía humano, pero su expresión era animal: una frente profundamente arrugada y una nariz bulbosa, una boca carnosa abierta en una expresión de ira. Jennings sofocó una oleada de temor y consiguió levantar la cámara. Tomó tres fotos con el flash, que atacó al rostro de piedra, como con una sucesión de repentinos relámpagos.

Dentro del coche, los ojos de Thorn se abrieron lentamente y se dio cuenta de que Jennings se había ido. Salió del automóvil y vio ante sí el cementerio, con sus rotas estatuas iluminadas ahora por los primeros rayos del amanecer.

—¿Jennings...?

No hubo respuesta. Thorn fue hasta el cerco y volvió a llamar. Le respondió un sonido lejano. Era un sonido de pasos dentro del cementerio, como si alguien caminase hacia él. Thorn se asió con fuerza de las barras resbaladizas y, con gran esfuerzo, se elevó sobre el cerco y cayó al suelo del otro lado.

El sonido de pasos había cesado. Thorn buscó entre el grupo de estatuas que había más adelante. Obligándose a andar, caminó hacia delante. Sus zapatos hacían ruido al hundirse en el barro. Las gárgolas que parecían cabezas aparecieron a la vista y Thorn se sintió enervado. Había allí una cierta calma que él había experimentado ya antes, un silencio suspendido como si la atmósfera misma estuviese conteniendo la respiración. Fue en Pereford donde lo había sentido antes, la noche que vio los ojos que lo observaban desde el bosque. Se detuvo ahora, temiendo que otra vez estuviesen observándolo. Sus ojos escrutaron las estatuas y se detuvieron en una maciza cruz invertida, fija en el suelo. Se puso rígido. De algún punto detrás de la cruz llegó un sonido. Otra vez era el sonido de pasos, pero esta vez se acercaban rápidamente hacia él. Thorn quiso correr, pero estaba como clavado al suelo, con los ojos agrandándosele a medida que el sonido se aproximaba.

—¡Thorn!

Era Jennings, sin aliento y con ojos desorbitados, que atravesaba a la carrera un grupo de arbustos. Thorn respiró con fuerza, todavía tembloroso. Jennings se adelantó rápidamente con el hierro asido, con fuerza, en la mano.

—¡Lo encontré! —jadeó—. ¡Lo encontré!

—¿Encontró qué?

—¡Venga! ¡Venga conmigo!

Empezaron a correr a través de la vegetación. Jennings sorteaba las lápidas, como un soldado que corre una carrera de obstáculos, y Thorn se esforzaba por seguirlo.

—¡Allí! —exclamó Jennings cuando se detuvo en un claro—. Mire. ¡Son ésas!

A sus pies había dos tumbas, cavadas una junto a la otra. A diferencia de las otras, eran bastante recientes. Una era de tamaño normal; la otra, pequeña. Las lápidas carecían de todo adorno y sólo tenían nombres y fechas.

—¿Ve las fechas? —preguntó Jennings con gran excitación—. Seis de junio.
¡Seis de junio!
Hace cuatro años. Una madre y su hijo.

Thorn se acercó lentamente y se paró junto a él, mirando hacia los montículos.

—Son las únicas recientes en todo el lugar —dijo Jennings con orgullo—. Las otras son tan antiguas que ni se puede leerlas.

Sin contestarle, Thorn se arrodilló y limpió las lápidas para ver las inscripciones.

—María Avedici Santoya...
—leyó—.
Bambino Santoya... In Morte et in Nate Amplexarantur Generationes.

—¿Qué significa?

—Es latín.

—¿Qué dice?

—En la muerte... y en el nacimiento... las generaciones se acercan.

—Todo un hallazgo, me parece.

Jennings se arrodilló junto a Thorn, sorprendido de hallar a su compañero llorando. Thorn bajó la cabeza y lloró abiertamente. Jennings esperó hasta que se calmara.

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