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Authors: David Seltzer

La profecía (24 page)

BOOK: La profecía
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También la casa estaba cubierta por la bruma, que se arremolinó en torno del coche cuando se detuvo y depositó a Thorn y su equipaje en el acceso para vehículos. La casa parecía tranquila y oscura. Cuando el coche se hubo marchado, Thorn quedó por unos minutos mirando en silencio la casa en la que antes vivía la gente que él amaba. Dentro no se veía una sola luz, ni se percibía ningún sonido. La mente de Thorn lo torturaba con huidizas imágenes de los sucesos que habían ocurrido allí. Vio a Katherine en el jardín, jugando con su hijo, mientras Chessa reía y observaba. Vio el balcón lleno de gente que reía, el acceso de vehículos atestado de coches, con chóferes, que pertenecían a las personas más importantes de la Comunidad Británica. Pero las visiones se esfumaron y Thorn sólo tuvo ya conciencia de los latidos de su corazón, la sensación de la sangre que corría por sus venas.

Haciendo acopio de coraje, se acercó a la puerta del frente y con manos endurecidas por el frío insertó la llave. Sintió un ruido que le llegaba desde detrás. Era un movimiento como si algo se estuviese acercando a él, a la carrera, desde el bosque de Pereford. La respiración de Thorn se aceleró mientras abría la puerta y entraba, cerrándola rápidamente tras sí. Tuvo la sensación de que lo perseguían, pero cuando miró por el panel de cristal emplomado de la puerta cerrada sólo vio la bruma. El temor momentáneo había sido una fantasía. Sabía que debía evitar que ello se repitiera.

Aseguró la puerta tras sí y permaneció de pie en la oscuridad, por un momento, acostumbrando a sus oídos a los sonidos de la casa. El sistema de calefacción funcionaba, resonando en los conductos de aluminio. El reloj de péndulo emitía su tictac, marcando los segundos que pasaban. Thorn fue lentamente, a través de la sala de estar, hacia la cocina y allí abrió la puerta del garaje. Los dos coches estaban estacionados uno junto al otro, la camioneta de Katherine y su Mercedes. Fue hacia su automóvil, abrió la portezuela del lado del conductor e insertó las llaves en el contacto. El depósito de combustible sólo contenía una cuarta parte de líquido, suficiente para volver a Londres. Dejó la portezuela abierta y la llave puesta y volvió a la cocina, donde se detuvo para accionar la llave que elevaba automáticamente las puertas del garaje. La bruma entró en un remolino y, por un momento, Thorn volvió a pensar que oía un sonido. Entró nuevamente, cerró la puerta y se quedó escuchando. No había nada. Su mente lo estaba engañando.

Encendió la luz y observó todo lo que le rodeaba. Estaban todas las cosas tal como las había dejado, como si la encargada se hubiese retirado a dormir y todo permaneciese en orden. Incluso había sobre la cocina un recipiente con cereales en remojo para que estuvieran ya blandos por la mañana. Este detalle conmovió a Thorn. Era todo tan normal, tan poco coherente con lo que él sabía que era la verdad.

Acercándose a la mesa, sacó el paquete de tela, del bolsillo de la chaqueta, y colocó el contenido frente a sí. Los siete cuchillos estaban allí, recién afilados. Las hojas reflejaban partes de su rostro, mientras los examinaba. Vio sus ojos, tristes y resueltos, y tomó conciencia de una repentina transpiración que le produjo la vista de los cuchillos. Empezó a sentir una debilidad que trepaba por sus piernas y trató de combatirla, volviendo a envolver los cuchillos con manos temblorosas, y colocando otra vez el paquete en su bolsillo.

Entró en la despensa y empezó a subir por una angosta escalera de madera, agachándose para evitar tocar la lamparita desnuda que la iluminaba, suspendida desde arriba por un cable muy gastado. Era la escalera de servicio y Thorn sólo la había utilizado una vez que estuvo jugando al escondite con Damien. Recordó que en aquel momento había tomado nota de que necesitaba hacer arreglar el cable gastado, por temor de que un día el niño llegara a tocarlo. Ése era sólo uno de los muchos riesgos de la casa vieja y obsoleta. Había ventanas, de los pisos superiores, que se abrían con demasiada facilidad, creando corrientes. Los balcones eran poco sólidos y las barandas estaban en mal estado.

Mientras subía por la angosta escalera posterior, Thorn tuvo la sensación de que estaba viviendo un sueño, que en cualquier momento se despertaría junto a Katherine y le contaría la terrible fantasía que había ocupado su mente. Ella demostraría su preocupación y lo tranquilizaría acariciándolo. El niño entraría, con su pasito, en el cuarto de ellos, con el rostro fresco y rosado por el sueño.

Thorn llegó al rellano del primer piso y se adentró en el oscuro hall, mientras la confusión que lo había invadido antes de la muerte de Jennings volvía a perturbarlo. Deseaba entrar en el cuarto del niño y hallarlo vacío, y quería pensar que la casa estaba silenciosa y a oscuras porque la mujer se lo había llevado consigo. Pero oía el sonido de la respiración de ambos en el sueño. Los ronquidos de la mujer destacaban por contraste con la respiración del niño. Thorn siempre había sentido que en ese hall sus vidas se entremezclaban de alguna manera, durante el sueño, que su respiración se encontraba y se fundía en la oscuridad, creando una unidad que no se daba en las horas de vigilia. Se apoyó contra la pared, escuchando. Luego, se fue, sin hacer ruido, hacia su propio cuarto y encendió la luz.

Su cama estaba preparada, como si se le esperara, y Thorn se acercó y se sentó pesadamente. Sus ojos se posaron sobre la fotografía, enmarcada, de Katherine y él, que había sobre la mesita de noche. Qué jóvenes se les veía, qué llenos de vida. Thorn se recostó en la cama y sintió que las lágrimas manaban de sus ojos. Habían brotado, sin que él lo advirtiese, y no se resistió, permitiéndoles fluir. Abajo, un reloj sonó dos veces y Thorn se levantó. Fue al baño y encendió la luz. El espectáculo lo aterró. El baño de Katherine estaba en un desorden total. Se veía maquillaje usado y tirado por todas partes, como si allí se hubiera realizado alguna celebración macabra. Había frascos de polvos y cremas destrozados en el suelo, manchas de lápiz labial frotado contra el azulejo, el inodoro estaba lleno de cepillos y rizadores, como si alguien hubiera intentado hacerlos desaparecer por la cloaca. Todo indicaba una furia insana y, aunque Thorn no podía comprender nada, vio claramente que era algo dirigido contra Katherine. Era la obra de un adulto. Los frascos estaban destrozados con fuerza, las manchas indicaban decisión. Era la obra de un loco. Un loco lleno de odio. Estaba azorado por lo que veía y levantó la cabeza para ver su rostro en un espejo roto. Comprobó que su rostro se endurecía y entonces se agachó para abrir un cajón. Lo que buscaba no estaba allí y abrió un armarito donde encontró lo que necesitaba. Era una afeitadora eléctrica. Thorn la conectó a la corriente, oprimió el botón que la ponía en funcionamiento, y el objeto zumbó en sus manos. Cuando volvió a oprimir el botón, le pareció oír un ruido. Era un crujido de las tablas del piso superior. Se quedó en silencio, conteniendo casi la respiración, hasta que cesó el ruido. No se repitió.

Se le había acumulado sudor sobre el labio superior y Thorn lo enjugó con una mano temblorosa. Entonces salió del baño y quedó de pie en el hall oscuro. Mientras caminaba, las tablas del piso crujieron bajo sus pies. El cuarto del niño estaba más allá del de la señora Baylock y cuando Thorn pasó frente a la puerta se detuvo. Estaba ligeramente abierto y pudo ver el interior. La mujer estaba acostada de espaldas con un brazo que se balanceaba hacia abajo. Tenían las uñas pintadas con un rojo brillante. También el rostro estaba maquillado como Thorn ya lo viera en otra ocasión, como el de una prostituta, con mucho carmín y polvos a los que ahora había agregado sombra para los ojos y colorete en las mejillas. Ella yacía quieta y roncaba, con su prominente vientre que ascendía y descendía, proyectando una sombra sobre el piso.

Con dedos temblorosos, Thorn cerró la puerta, hizo un esfuerzo de voluntad para seguir adelante y anduvo en silencio hasta la puerta situada en el extremo del pasillo. También estaba entornada. Thorn la abrió, entró en el cuarto, volvió a cerrar tras sí y permaneció inmóvil, recostado en la hoja de madera, mientras contemplaba a su hijo. En el otro lado de la habitación, el niño dormía, con rostro apacible e inocente, y Thorn desvió la vista sin atreverse a mirarlo de nuevo. Tensó los músculos y respiró hondo. Luego avanzó, con la maquinilla de afeitar apretada fuertemente en la mano. Al llegar junto a Damien, la puso en funcionamiento. El aparato emitió un sonoro zumbido que pareció inundar toda la estancia. El chiquillo continuó durmiendo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, y Thorn se inclinó sobre él. Le temblaban los brazos cuando levantó la ronroneante maquinilla para aplicarla con suavidad a la piel de la criatura. Se desprendió en seguida un mechón de pelo y poco faltó para que a Thorn se le escapara un grito sofocado, al ver aquel corte; en la blancura del cuero cabelludo, bajo la espléndida pelambrera negra, se vislumbró una fea cicatriz. Thorn volvió a aplicar la rasuradora y fue abriendo un claro por detrás de la sutura. El pelo cayó sobre la almohada, al tiempo que el pequeño emitía un gemido y empezaba a removerse. Jadeante a causa de la consternación, Thorn se apresuró, mientras el chiquillo parpadeaba y movía la cabeza, tratando de desasirse. En tanto el pelo continuaba cayendo, el niño comenzó a despertarse y, aún aturdido, pretendió alzar el rostro. Una oleada de pánico invadió a Thorn, mientras empujaba hacia abajo la cabeza de Damien, para sujetarla contra la almohada. El aterrado chiquillo forcejeó, dispuesto a rechazar aquella mano, pero Thorn apretó con más fuerza, gimiendo de fatiga y repulsión mientras accionaba la afeitadora y las cuchillas seguían cortando pelo. Damien bregaba y se debatía frenéticamente, la maquinilla entraba en contacto con el cuero cabelludo sólo de forma esporádica y los sofocados gritos de miedo del niño expresaban cada vez más desesperación, mientras Thorn se esforzaba en inmovilizarlo. La cabeza empezaba a quedar limpia y a Thorn se le escapó un quejido durante el esfuerzo; el cuerpo infantil se retorcía y pataleaba, en busca de aire. De súbito, Thorn desorbitó los ojos y aplicó la maquinilla con renovada firmeza, en un punto de la parte posterior del cráneo. Allí estaba. La marca de nacimiento. El filo de las cuchillas había rasgado la superficie irregular, semejante a una corteza, de la que ahora brotaba sangre, pero la señal se distinguía perfectamente sobre la blancura del cuero cabelludo, en la base del cráneo. Tres 6 dispuestos de manera que constituían el dibujo de un trébol, al unirse en el centro la punta de sus extremos curvos. Thorn retrocedió y el niño se incorporó de un salto, fijos en su padre los asustados ojos, mientras sollozaba y luchaba por recobrar el aliento. Se llevó las manitas a la parcialmente rapada cabeza, las retiró ensangrentadas y, al verlas teñidas de rojo, chilló empavorecido. Alargó los brazos hacia su padre y estalló en lágrimas. El impotente terror que saturaba los ojos del niño dejó paralizado a Thorn. Se sintió incapaz de consolarlo y empezó a sollozar cuando las manitas manchadas de sangre se tendieron hacia él, en súplica de ayuda.

—Damien... —gimió Thorn.

Pero, en aquel momento, la puerta se abrió violentamente y, al volver la cabeza, Thorn vio la voluminosa figura de la señora Baylock, que había irrumpido en el cuarto y se le acercaba con gesto iracundo. Un horripilante alarido de furor brotó a través de los abiertos labios pintados de rojo. Thorn trató de coger al niño, pero la mujer dio un salto, se abalanzó sobre el hombre y lo derribó contra el suelo. El chiquillo gritó aterrado y huyó de la cama. Thorn rodó bajo la señora Baylock y trató de impedir que los dedos de la mujer le hicieran presa en el cuello o se le clavaran en los ojos. La golpeó, pero no pudo quitarse de encima aquel enorme peso que inmovilizaba su cuerpo. Las carnosas manos de la mujer encontraron la garganta de Thorn y apretaron con ferocidad, hasta que los ojos amenazaron con salirse de las órbitas. A la desesperada, Thorn empujó hacia atrás el rostro de la señora Baylock, pero ella le clavó los dientes en la mano, en el momento en que una lámpara caía de la mesa situada junto a los luchadores. Thorn alcanzó la lámpara y golpeó con ella a la mujer. La lámpara se hizo pedazos y la señora Baylock, aturdida por el impacto, se estremeció y se inclinó lateralmente. El macizo pie de la lámpara había quedado en la mano de Thorn, que aprovechó la circunstancia para golpear con él a la señora Baylock. Notó que el cráneo se resquebrajaba y vio deslizarse la sangre por las mejillas, hasta el mentón, a través de la capa de polvos blancos que cubría su rostro. Pero la señora Baylock no le soltó. Thorn la golpeó por tercera vez y entonces sí, la corpulenta humanidad de la mujer se desplomó de costado y, trabajosamente, Thorn pudo ponerse en pie para, con paso vacilante, retroceder hacia la pared donde se encontraba el niño, heladas de espanto las pupilas. Thorn agarró a la criatura y salió de la habitación. Recorrió el pasillo, dando tumbos y chocando contra los tabiques. Franqueó el umbral de la escalera posterior y cerró la puerta de golpe. Damien se aferró al pomo y sacudió el entrepaño con violencia, hasta que Thorn le arrancó de allí a la fuerza. El niño le arañó la cara, mientras descendían juntos, dando traspiés por los peldaños. En mitad de la escalera, Damien se agarró a la bombilla que colgaba del techo y Thorn tiró de él con brusquedad, para que se soltara. Una súbita sacudida eléctrica hizo estremecer sus cuerpos y ambos salieron despedidos escaleras abajo.

Tras aterrizar en el suelo de la despensa, al pie del tramo de escalones, Thorn, desorientado, se arrastró, a gatas, e intentó incorporarse y recobrar la lucidez. Encontró al chiquillo, que estaba inconsciente, trató de levantarlo en peso, pero le fallaron las fuerzas y cayó hacia atrás. Se abrió la puerta de la cocina y Thorn volvió la cabeza con aturdido movimiento. Era la señora Baylock, que avanzaba tambaleándose, con la cabeza convertida en un pequeño surtidor de sangre. Thorn se esforzó en recuperar totalmente el equilibrio, pero la mujer le agarró por la chaqueta y le obligó a girar sobre sí mismo, mientras él intentaba desesperadamente abrir unos cajones, que se le escaparon de la mano y cuyo contenido se esparció por el piso. También Thorn fue a parar al suelo, cuando la señora Baylock se abalanzó sobre él y las ensangrentadas manos buscaron con inexorable crueldad la garganta del hombre. El contraído semblante de la señora Baylock tenía una tonalidad rosada, resultado de la mezcla de sangre y polvos blancos; la boca, abierta a causa del esfuerzo, dejaba ver una dentadura feroz, revestida también por aquella pasta repugnante. Thorn se sintió indefenso, a punto de morir asfixiado, mientras miraba fijamente los ojos de la mujer, en los que se reflejaba el delirio homicida. El rostro de la señora Baylock se fue acercando hasta que sus labios se oprimieron con fuerza contra los de Thorn. A su alrededor, el suelo estaba sembrado de utensilios y cubiertos, caídos de los cajones, y las manos de Thorn, al tantear frenéticamente, tropezaron con un par de tenedores, que se apresuró a empuñar, desesperado. Los levantó simultáneamente, con arrebatada violencia, apuntando a ambas sienes de la mujer, donde se hundieron a fondo, tras producir un chasquido espantoso. La señora Baylock emitió un alarido y se echó hacia atrás. Thorn se puso en pie, vacilante, mientras la mujer trastabillaba por la estancia y se esforzaba inútilmente en arrancarse los tenedores que sobresalían de su cabeza.

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