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Authors: David Seltzer

La profecía (25 page)

BOOK: La profecía
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Thorn cruzó la despensa, dando bandazos, cogió al todavía inconsciente chiquillo y se encaminó a la puerta del garaje, que franqueó para dirigirse con paso inseguro hacia la abierta portezuela del automóvil. Casi había llegado, cuando brotó un repentino ladrido y una borrosa figura de piel negra surcó el aire y fue a chocar contra su hombro, despidiéndole de costado hacia el interior del coche. Era el perro, cuyas mandíbulas habían hecho presa en el brazo de Thorn y tiraban hacia fuera, tratando de sacarle del vehículo. El niño había caído en el asiento contiguo y Thorn utilizó la mano que tenía libre para coger la portezuela y golpear con ella, abriéndola y cerrándola, el hocico del perro. La sangre empezó a manar y el animal soltó el brazo de Thorn y dejó oír un aullido de dolor, en tanto la portezuela se cerraba del todo.

Dentro del coche, Thorn buscó las llaves. El perro pareció enloquecer. Saltó encima del capó y embistió repetidamente, con furia salvaje, el parabrisas del automóvil. Cada impacto provocaba un ominoso estremecimiento del cristal. Los dedos temblorosos de Thorn encontraron por fin las llaves, pero se le cayeron de la mano y se aprestó a recuperarlas, mientras el niño empezaba a gemir y el perro seguía lanzándose contra el parabrisas, cuyo cristal se cuarteaba ya. Thorn consiguió encontrar de nuevo las llaves e introdujo la de contacto, pero al mirar a través del parabrisas, la escena que apareció frente a sus ojos le heló la sangre. La señora Baylock, aún viva, acababa de salir de la cocina y, con torpe paso, se dirigía hacia el coche, al tiempo que empleaba sus últimas fuerzas para levantar un pesado mazo. Thorn puso en marcha el motor, pero en el preciso instante en que el vehículo iba a arrancar, el mazo descendió y en el parabrisas se abrió un amplio agujero. La cabeza del perro se coló rápidamente por la brecha. Chasquearon los dientes del animal, que se esforzaba por entrar en el coche, mientras su boca desprendía babeante saliva. La cabeza de aquella fiera se acercaba cada vez más a Thorn. Adosado contra el respaldo del asiento, Thorn veía ya los dientes del perro a escasos centímetros de su rostro, lanzando rabiosos mordiscos al aire, cuando los dedos, hundidos en el bolsillo de la chaqueta, encontraron uno de los estiletes. Sacó la mano, armada con el estilete, la levantó por encima de la cabeza y clavó el arma firme y directamente entre los juntos ojos del animal. La afilada hoja se hundió hasta la empuñadura. La boca del can pareció querer desencajarse y de ella brotó un rugido de dolor, más propio de un leopardo que de un perro. El animal retrocedió, convulso, resbaló por el capó, fue a parar al suelo y allí empezó a retorcerse y a bailotear sobre las patas posteriores, mientras agitaba las delanteras en vanos intentos para arrancarse el puñal clavado en la frente. Su aullido de agonía resonó estremecedor en el garaje. Thorn accionó la palanca de cambio y puso la marcha atrás. La señora Baylock se acercó dando traspiés a la ventanilla y golpeó el cristal, con su rostro suplicante convertido en una masa amorfa de carne rosada.

—Mi niño... —sollozaba—. Mi niño...

El coche aceleró, en marcha atrás y, al quedarse rezagada, la mujer corrió hasta el centro de la calzada y levantó los brazos, en un último intento para evitar que el coche se alejase. El vehículo se detuvo y luego salió disparado hacia delante, despidiendo gravilla impulsada por los neumáticos. Thorn pudo desviarse y pasar junto a la mujer, pero no lo hizo. Apretó los dientes y pisó a fondo el acelerador; el resplandor de los faros iluminó brevemente el semblante desencajado de la señora Baylock y, un segundo después, el automóvil la alcanzó de lleno y el cuerpo de la mujer salió despedido por el aire, mientras la parte frontal del vehículo quedaba abollada. Al llegar al extremo de la avenida de acceso, Thorn detuvo el coche y lanzó una mirada por el espejo retrovisor. Vio el cuerpo sin vida de la señora Baylock, un inerte montón de carne retorcido de forma grotesca en medio de la calzada y, sobre el césped, la figura del perro, que se agitaba en espasmos, bajo la claridad de la luna.

Apretó de nuevo el acelerador, desembocó en la carretera, después de que el costado del automóvil tropezara con un muro de piedra, y aumentó la velocidad, rumbo a la autopista. A su lado, el chiquillo continuaba inconsciente. Una vez en la autopista, Thorn apretó al máximo el acelerador, en dirección a Londres. Asomaba ya la aurora y la niebla emprendía la retirada. El automóvil de Thorn se deslizó por la amplia y desierta carretera como un reactor por la pista de despegue. Casi volaba. La línea que dividía la calzada era una raya borrosa que el vehículo parecía engullirse entre el zumbido de un motor cuyas revoluciones daban la impresión de incrementar su ritmo de modo siempre creciente.

Junto a Thorn, Damien empezaba a volver en sí. Se movió y sus labios exhalaron un gemido de dolor. Thorn fijó su atención en la autopista, dispuesto por todos los medios a prescindir mentalmente de la presencia del muchacho.

—¡No es un niño humano! —gritó, apretando los dientes—. ¡No es una criatura humana!

Continuó a toda velocidad, mientras Damien seguía quejándose lastimeramente, aunque incapaz de recuperar del todo el sentido.

El desvío de la West-10 le pilló desprevenido. Thorn reaccionó con excesiva lentitud, perdió momentáneamente el dominio del automóvil y el vehículo patinó de costado y fue a meterse en la cuneta. La brusca maniobra lanzó a Damien al piso del coche. Se dirigían a la iglesia de Todos los Santos. Thorn divisaba ya los altos chapiteles de las torres del templo cuando el chiquillo, al que el golpe había despertado, alzó la vista y le contempló con ojos llenos de inocencia.

—No me mires... —rezongó Thorn.

—Me duele... —gimió el niño.

—¡No me mires!

Y Damien obedeció, clavando la vista en el piso del coche. Chirriaron los neumáticos al doblar una esquina para aproximarse velozmente a la iglesia. Thorn levantó la cabeza y observó un repentino oscurecimiento del cielo. Era como si volviese a anochecer, como si un denso manto de tinieblas cayese con repentino impulso, acompañado por los chispazos de una serie de relámpagos que rasgaban el aire para descender y acribillar la tierra sañudamente.

—Papaíto... —articuló Damien.

—¡No me dirijas la palabra!

—Estoy malo.

Y empezó a vomitar. Thorn, gritó, decidido a que su voz sofocara los ruidos que producía el dolor del niño. Se desencadenó de pronto un violento aguacero; feroces ramalazos de aire arrojaron contra el parabrisas gigantescos puñados de broza, mientras el automóvil frenaba de golpe ante la iglesia y Thorn abría la portezuela. Agarró a Damien por el cuello del pijama y trató de arrastrarlo por encima del asiento, pero el chico empezó a chillar y a patalear, sus piernas entraron en contacto con el estómago de Thorn, que se vio despedido hacia atrás y cayó de espaldas sobre la acera. Thorn se abalanzó de nuevo sobre el coche, agarró a Damien por un pie y lo sacó del vehículo, pero el niño logró desasirse y echó a correr. Thorn salió en su persecución, lo cogió por la parte superior del pijama y lo lanzó contra el pavimento. Resonó en las alturas el estallido de los truenos, un rayo fue a caer cerca del automóvil y Damien giró sobre sí mismo en la húmeda acera y eludió de nuevo las manos de Thorn. Éste dio un salto, alcanzó otra vez al escurridizo chiquillo y lo sujetó con fuerza, pasándole un brazo alrededor del pecho. Damien pataleó y gritó, mientras avanzaban con paso vacilante en dirección a la iglesia.

Una ventana se abrió, al otro lado de la calle, y un hombre empezó a vocear, pero Thorn continuó su marcha bajo la impresionante tromba de agua, convertido su rostro en una máscara de terror, mientras se afanaba en alcanzar la imponente escalinata de entrada al templo. Se levantó un viento ululante, que azotó a Thorn de frente, con tal violencia que casi contrarrestaba los esfuerzos del hombre para seguir adelante. Inclinado, Thorn fue avanzando centímetro a centímetro. Damien se revolvió entre sus brazos y le mordió en el cuello. Thorn emitió un grito dolorido, pero no cedió en su lucha por acercarse a la iglesia. A través del estrépito de la tormenta llegó el alarido de una sirena de la policía y, desde la ventana del otro lado de la calle, una voz masculina conminaba a Thorn a que soltase al chiquillo. Pero Thorn no se enteraba de nada, concentrado en su propósito de llegar a la escalinata, mientras el viento aullaba a su alrededor y el niño le desgarraba la carne del rostro. Le hundió un dedo en la cuenca del ojo y Thorn cayó de rodillas, pero siguió decidido a llegar con el niño, que no dejaba de debatirse, hasta la escalinata. Un rayo trazó un surco en el asfalto y dio la impresión de que iba a dirigirse hacia ellos, pero la chispa eléctrica se apagó. Thorn había llegado ya a los macizos peldaños, y utilizaba todas las energías que le quedaban para impulsar hacia arriba al chiquillo, que no cesaba de chillar. Pero no conseguía su empeño. Le fallaban las fuerzas, mientras el vigor del niño parecía aumentar. Las uñas de Damien se cebaban en los ojos de Thorn y las rodillas infantiles batían el estómago del hombre, que jadeaba y luchaba para que la criatura no se le escapase de entre los brazos. Mediante un esfuerzo sobrehumano, logró tender al niño en el suelo y luego hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, en busca del paquete de puñales. Al tiempo que emitía un grito estremecedor, Damien le propinó un puntapié en la mano y los estiletes se diseminaron por los escalones, en torno a ellos. Thorn alcanzó uno, mientras intentaba mantener al chiquillo sujeto contra el suelo. El ulular de la sirena llegó a su nota más alta y luego cesó bruscamente. El niño gritó, al tiempo que Thorn alzaba el estilete por encima del cuerpo de Damien.

—¡Alto! —ordenó una voz, desde la calle.

Dos agentes de policía aparecieron bajo la lluvia. Acababan de apearse del coche, se habían lanzado ya a la carrera y uno de ellos desenfundó el revólver. Thorn levantó la cabeza, los vio aproximarse y luego miró al niño, emitió un repentino grito de furia y descargó la cuchillada. El alarido del chiquillo sonó al mismo tiempo que la detonación de un disparo.

Durante unos segundos, todo pareció quedar petrificado: los policías, inmóviles; Thorn, rígido, sentado en la escalinata, con el cuerpo de Damien tendido ante él. Después, las puertas de la iglesia se abrieron y, desde el umbral de la entrada, un sacerdote contempló la escena: un cuadro vivo, velado por la cortina que formaba la lluvia torrencial.

13

La noticia de la tragedia se difundió velozmente por todo Londres y en seguida, merced a los teletipos, llegó a todos los puntos del planeta. La historia resultaba confusa, contradictorios los detalles del suceso y, durante cuarenta y ocho horas, los periodistas abarrotaron la sala de espera del Hospital Municipal e interrogaron incesantemente a los médicos, para averiguar qué había ocurrido y cómo se desarrollaron los acontecimientos. En la mañana del segundo día, un grupo de portavoces del hospital entró en la sala y sus integrantes aguardaron a que las cámaras de televisión se pusieran en funcionamiento. Entonces pronunciaron su comunicado. Un médico sudafricano, procedente del Hospital Groote Schuur, de Ciudad del Cabo, que se había trasladado desde allí, por vía aérea, para realizar una intervención quirúrgica extraordinaria, hizo la declaración final.

—Debo manifestar... que la muerte sobrevino a las ocho y media de esta mañana. Se intentó lo imposible para salvar la vida del paciente, pero la gravedad de la herida era tal, los daños producidos, tan irreparables, que la ciencia no pudo hacer nada.

Un murmullo de pesar brotó del grupo de periodistas que llenaban la sala y el médico esperó a que reinara de nuevo el silencio.

—No habrá más comunicados. Se celebrarán funerales en la iglesia de Todos los Santos, donde ocurrió el trágico incidente... Luego, el cadáver se enviará a los Estados Unidos, donde recibirá sepultura.

La hilera de automóviles, en la ciudad de Nueva York, aguardaba delante del Aeropuerto John F. Kennedy. Los dos féretros se dispusieron en un solo coche fúnebre, que los trasladó al cementerio por una carretera rebosante de vehículos. Motoristas de la policía se encargaron de abrir paso al cortejo fúnebre. Una muchedumbre llenaba el cementerio, cuando llegaron los ataúdes. Los guardias mantuvieron a cierta distancia a curiosos y plañideros, mientras el reducido grupo que constituía el acompañamiento oficial era conducido hacia las abiertas sepulturas. Un sacerdote ataviado con amplios hábitos blancos empezó a oficiar bajo una bandera estadounidense. Sonaron toques de duelo mientras se colocaban las correas en los féretros y uno de los sepultureros probaba el mecanismo de descenso, bajando ligeramente los ataúdes, antes de que se iniciase el elogio fúnebre.

—Lamentamos todos juntos, hoy —salmodió el sacerdote—, la muerte prematura de dos de nuestros hermanos, que en su partida hacia la eternidad se llevan parte de nosotros. No debemos afligirnos por ellos, que ahora van a descansar, sino por nosotros, que los hemos perdido y los echaremos de menos. Por breve que sea una vida, es una vida completa y tenemos que dar gracias por el corto espacio de tiempo que estuvieron entre nosotros.

El gentío permanecía silencioso; algunas personas lloraban, otras protegían sus ojos del sol.

—Despedimos al hijo de un gran hombre... Decimos adiós a alguien que nació en un hogar dotado de riqueza y seguridad... que dispuso de todos los bienes terrenales que un ser humano puede poseer y disfrutar. Pero este ejemplo nos permite comprender que los bienes terrenales no son suficiente.

Al otro lado de las verjas del camposanto, los periodistas observaban la ceremonia y tomaban fotografías con teleobjetivo. Unos cuantos reporteros formaban un grupo aparte y comentaban entre sí lo confuso que resultaba aquel caso, a través de los datos que se hicieron públicos. Unos hechos oscuros, los que les habían conducido allí.

—Un asunto muy raro, ¿verdad?

—¿Raro? ¿Qué tiene de raro? No es la primera vez que se cometen homicidios en la calle.

—¿Qué me dices del fulano que los vio pelearse en la escalinata? Me refiero al tipo que avisó a la policía.

—Era un borracho. Le hicieron la prueba del alcohol y tenía la sangre llena.

—No sé, no sé —terció otro periodista—. A mí me parece todo bastante extraño. ¿Qué estaban haciendo delante de la iglesia a aquellas horas?

—Su esposa había muerto, tal vez iban a rezar.

—¿Qué clase de enfermos cometerían un asesinato en los peldaños de una iglesia?

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