La promesa del ángel (9 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Quae est causa, frater
? —le pregunta el abad.

Guillermo se incorpora y se pone de rodillas.


Mea culpa, domine
… Padre, me he bebido a escondidas, en la cocina, un tazón de caldo de gallina. Pido perdón a Dios y a mis hermanos —prosigue el fraile antes de tenderse de nuevo, con la cara contra el suelo y los brazos en cruz, en espera de la penitencia.

En ese momento, el anciano abad piensa en la regla, que proscribe la carne, pero sobre todo en sus viles predecesores en la peña, los canónigos bretones, conocidos por sus festines con los habitantes del pueblo, comilonas que no se limitaban a un tazón de caldo.

—Levantaos, hijo mío —ordena el abad—, e inclinad la cabeza. Ayunaréis dos días y una noche, durante los cuales rezareis para dar las gracias por el perdón de Dios y de vuestros hermanos.

La revelación de la falta individual permite el perdón colectivo, perdón que siempre es concedido. La vida religiosa en comunidad implica una fusión de almas puras, almas que deben estar limpias de todo pecado antes del oficio de completas, antes de que se ponga el sol y despierte el mundo de las sombras. Guillermo vuelve a su sitio. En la alta Edad Media, edad de oro del monaquismo benedictino en que la regla todavía se aplica al pie de la letra, los frailes no comen carne, pues excita las pasiones y la lujuria. Tan solo los monjes enfermos y aquellos a los que se les ha practicado una sangría pueden consumir un caldo de carne, siempre y cuando esta no proceda de un cuadrúpedo. Como, afortunadamente, la gallina es un animal de dos patas, la sanción de Guillermo no es muy severa.

En vista de que no se presenta ningún candidato más a la confesión pública, el abad levanta la sesión y todos salen de la sala capitular para asistir a la misa matutina.

Por el camino, fray Bernardo, a quien Pedro de Nevers y Hildeberto han elegido entre los frailes del monasterio para ayudar a Román, se acerca al joven sin pronunciar palabra y, antes de entrar en la iglesia, apoya los dedos manchados de tinta roja en su hombro, ejerciendo una breve presión.

Han pasado dos semanas. Ninguna noticia de Cluny ha llegado aún a la montaña normanda. Hildeberto no ha permitido a Román acudir a la cabecera de su maestro; es un viaje largo y peligroso, y el prudente abad no ha querido arriesgarse a perder al legatario del docto borgoñón, al poseedor de la ciencia del gran constructor. Román hace frente a la penosa espera rezando y poniendo todo su empeño en el trabajo. Su cuerpo ha adelgazado, pero ello no ha hecho sino agudizar su excitada mente, tanto más cuanto que exime a Bernardo de prestarle ayuda y envía de vuelta al
scriptorium
a su asistente desocupado. Una mañana, poco antes del día de san Miguel, durante una de sus visitas forestales a maese Roger y su cuadrilla de carpinteros de armar, Román ve alegría en los ojos del artesano, una alegría sencilla e intensa que favorece al buen hombre.

—La felicidad brilla en vuestros ojos como el sol, maese Roger —le dice—. ¿Alguna venturosa noticia?

—¡Ah, fray Román, es la llama de la gratitud! —contesta el hombre, secándose el sudor de la frente—. Gratitud hacia el Altísimo, que en su infinita bondad ha salvado a mi pequeña Brígida, y gratitud hacia su servidora en la tierra, que la ha curado.

—Me alegro con vos de que Brígida haya recobrado la salud, amigo mío. Y decidme, ¿esa «servidora de Dios», como la llamáis, es la curandera de Beauvoir de la que habíamos hablado?

Maese Roger baja su bella mirada verde grisácea, lamentando no haber moderado su entusiasmo por la ensalmadora ante un hombre de Dios.

—Exacto, es ella —dice en voz más baja—. Perdonadme, fray Román, pero su medicina ha obrado tales portentos en la chiquilla, y sin sangrarla ni una sola vez, que a nosotros, pecadores ignorantes, nos ha parecido un milagro.

Román sonríe. Decididamente, aprecia a ese hombre, que posee la sabiduría innata de amar por igual a Dios, a sus santos y a su progenie carnal.

—Todos somos pecadores e ignorantes ante el Todopoderoso —contesta el monje—. Es posible que El haya escogido la mano pura y blanca de una virgen para ejecutar uno de Sus designios. Me habíais dicho que era una joven muy piadosa, ¿no? —Mientras pronuncia estas palabras, un ardiente recuerdo y una idea extraña surgen en la mente de Román—. Por cierto —añade—, ¿qué aspecto tiene? Creo que no la he visto nunca en el monasterio.

No viendo en la pregunta malicia alguna, maese Roger se apresura a satisfacer lo mejor que puede la curiosidad del religioso.

—Pues… es muy bella y pura, en efecto. Cuando llega con sus sacos de hierbas y de flores, siempre a pie, porque dice que un caballo o una burra serían un estorbo en las marismas, parece una princesa del bosque. O un hada de los tiempos antiguos… Su madre murió al traer al mundo a su hermano, un pobre diablo que jamás ha podido ni pronunciar ni oír una mala palabra, y a su padre se lo llevó hace poco una fiebre súbita de la vejez. La pequeña se quedó sola con su hermano, cuyo estado, al crecer, sigue siendo el mismo, y dicen que Dios le ha otorgado el don de sanar a la gente para consolarla por no poder curar a los de su misma sangre.

Román se ha quedado pensativo. La descripción física es muy imprecisa, pero esa sensación de criatura mágica del bosque, de aristócrata silvestre… ¿Podría ser «ella»?

Esa misma noche, en el refectorio, a Román le parece que en la mesa del abad está sentado un fraile al que nunca había visto. A la hora de completas, el monje desconocido asiste al oficio; luego desaparece.

Mientras, al caer la noche, se dirige apresuradamente a la capilla de San Martín, movido por un secreto deseo, Román es retenido por el padre abad, quien le ruega amablemente que lo acompañe a su celda. Delante del tapiz de san Miguel pesando las almas, el rostro del anciano aparece marcado por una gravedad desacostumbrada que inquieta a Román. Al principio le sorprende ver al enigmático fraile en la celda de Hildeberto, pero todo se aclara enseguida.

—Hijo mío —dice el abad con voz solemne—, os presento a fray Jotsaldo, a quien el padre Odilón nos ha enviado desde Cluny.

Jotsaldo se levanta y va a estrechar los hombros de Román. Román mira el tapiz, donde san Miguel pesa las acciones de los hombres fallecidos y conduce su alma hasta el Paraíso o la envía al Infierno.

—Desventurado hermano —dice el monje de Cluny—, soy portador de una triste noticia.

Prosternado ante el altar de la capilla de San Martín, a unos pasos de las aulagas secas, Román da rienda suelta a su dolor de huérfano. Las lágrimas descienden por sus mejillas hundidas, delicadamente, sin violencia. Curioso día en el que un padre le ha informado de la curación de una niña desconocida, y un desconocido del fallecimiento de un padre. La vida con el sol, la muerte al caer la noche… La muerte de un hombre marchito como esas flores, de existencia plena, a cambio de la vida que empieza a despuntar de una niña.

«Todo eso es justo —se dice el monje, sollozando—. El orden del cosmos, el orden de Dios. Mi maestro descansa al fin, desde hace siete días, en la tierra bendita de Cluny, la misma donde tomó los hábitos…, descansa en el coro, donde duermen los santos. San Miguel Arcángel, pesador de los pecados y conductor del hálito de los hombres hacia el Altísimo, cuidad de Pedro de Nevers, mi padre… Vencedor del Diablo, Ángel del Juicio Final, guardián de las puertas del Paraíso, acompañad a esa alma buena hasta el Reino celestial y defendedla de los demonios que querrán apoderarse de ella por el camino. Queridísimo padre, rezo por vuestro paso al Otro Mundo…»

De pronto, un ruido interrumpe la plegaria de Román. Con la mirada brillante, el clérigo se levanta. Venía de allá, a su espalda… Sin coger una lámpara para no perder tiempo, se precipita hacia el fondo de la nave, en la penumbra. Tropieza con un banco y, frotándose la rodilla dolorida, ve dos pequeños círculos amarillos fosforescentes. Un maullido, y el gato salvaje sale huyendo. Román da una vuelta alrededor de los pilares palpando la piedra, pero su esperanza desaparece a la velocidad del felino: está solo en la capilla. Las aulagas terminan de marchitarse sobre las lápidas mortuorias, cadáveres vegetales secos y duros como huesos.

La festividad de san Miguel, en septiembre, ha visto afluir oleadas ininterrumpidas de peregrinos a la peña. Todos, incluso los más pobres, han dado un óbolo para la construcción de la gran basílica. Todos han ido a pedirle un favor al Ángel o a darle las gracias por un milagro. Maese Roger ha pagado una misa privada en honor del Arcángel; a petición suya, Román ha oficiado en la capilla de San Martín para la familia del artesano.

Mientras decía misa, no ha podido apartar los ojos de la pequeña Brígida, de largos cabellos rubios, como su padre, y ojos castaños, como su madre, una mujer piadosa y valiente, orgullosa de sus diez hijos y del undécimo, que no tardará en llegar. Román esperaba esa celebración con una impaciencia difusa, deseando, sin confesárselo, la presencia a la luz del día de un ser que no se ha dejado ver. Así pues, la festividad de san Miguel, dedicada al santo patrón de la montaña, ha pasado, y los monjes preparan ya la fiesta de la consagración, en octubre, que celebra la fundación del santuario de San Auberto en la peña: el nacimiento de la montaña sagrada. Ese día, las calles del burgo son invadidas por buhoneros, prestidigitadores y acróbatas ambulantes, por ladrones también, y en ocasiones hasta por peligrosos bandidos. Como todos los años, el duque de Normandía, protector de la abadía y mecenas, asistirá en persona a la gran procesión en compañía de su madre, la duquesa Gonor, de sus caballeros y de su corte. Luego, Ricardo II irá a recogerse ante la tumba de la princesa Judith de Bretaña, su esposa, en la capilla de San Martín. Sin embargo, el año 1022 no es como los demás, la misa mayor en la iglesia carolingia revestirá un lustre particular: el resplandor del fin de una época y el comienzo de una renovación grandiosa. Una señal divina la había anunciado: poco después de la boda del duque Ricardo y la princesa Judith, había ocurrido un extraño acontecimiento en la celda del abad Hildeberto, construida, al igual que la iglesia, por los canónigos bretones. Una noche, antes de vigilias, se oyeron unos golpes inexplicables en el techo de la celda. Sobre el tapiz del Arcángel, una mano inhumana golpeó la madera, como si un espíritu inmortal estuviera encerrado en el techo. El abad se despertó, llamó al prior y al cillerero, un hombre joven y robusto con una gran fuerza física; este último cogió una escala, subió, retiró sin esfuerzo unas tablas y encontró un cofrecillo de cuero encajado entre el techo y el tejado. El contenido del cofre aclaró un misterio insoluble hasta entonces: en su interior reposaban los restos de san Auberto, que habían desaparecido con los canónigos en 966, cuando llegaron los benedictinos. Un brazo, el brazo derecho, el cráneo, reconocible por el orificio que tenía en la frente, la marca dejada por el dedo del Ángel en su tercera aparición, y un pergamino acreditando la autenticidad de los huesos. El relato del milagroso descubrimiento del tesoro, escondido por los despreciables canónigos y hurtado durante tanto tiempo al culto de los fieles, dio rápidamente la vuelta a Normandía y a la enemiga Bretaña.

Como buen cristiano e indefectible tutor, Ricardo vio en ello la voluntad del propio san Miguel y tomó la decisión, que reservaba para tal momento, de construir la gran iglesia abacial. Donó a Hildeberto nuevas tierras, molinos, sumas importantes para la edificación de la basílica y, de las islas Chausey, las indispensables reservas de granito. En cuanto a las reliquias tan oportunamente aparecidas, fueron depositadas en un relicario de plata dorada, guarnecida de cristal y pedrería, y desde entonces constituyeron la joya del tesoro de la abadía, garantía para sus guardianes no solo de las subvenciones de Ricardo sino de un flujo constante de peregrinos.

Unos días antes de esta fiesta de octubre dedicada a san Auberto, en que el relicario será mostrado solemnemente a los fieles como la prueba del poder del Ángel, el monasterio entero bulle de pasión mística. Ya han llegado muchos peregrinos, que son acogidos por los lugareños y los frailes. Todos los monjes sacerdotes son requeridos para celebrar misas, algunas de ellas en memoria de los fieles que han muerto por el camino, víctimas del mar, de las arenas movedizas o de los bandidos. «Antes de ir al Monte, haz testamento», dice un proverbio normando. Solo un sacerdote está exento de celebrar misas privadas: fray Román, que entra y sale libremente, al margen de las obligaciones del monasterio. Ahora que es constructor, se siente tan abrumado por la envergadura de su tarea como por el honor de suceder a Pedro de Nevers. Él nunca ha dirigido la construcción de la más pequeña capilla, del más modesto oratorio, y de repente… ¡edificar solo la nueva Jerusalén! Su maestro decía, mostrando los planos, que serían el punto culminante de toda su vida, de una excepcional longevidad: sesenta años. De hecho, esos planos son su testamento, cuyo único heredero es Román. Y Román tiene miedo. Pese al crédito que Hildeberto le presta, le parece percibir que en algunos de sus hermanos despunta cierta inquietud, legítima a su modo de ver. Así pues, organiza sin descanso el trabajo, contrata a artesanos, controla el tamaño de las piedras de las islas Chausey, almacena los primeros bloques y se traslada con frecuencia al bosque, a las parcelas reservadas a maese Roger. Este último, fiel a su reputación y a la confianza que Román le concede, ha talado un número considerable de robles. Si bien la madera del armazón de la futura iglesia tardará varios años en estar a punto, las pilas de granito toman forma en los claros. Los temores del nuevo constructor se aplacan un poco. Román, que disfruta galopando por el bosque, espolea a su montura para ir a informar a Hildeberto. En ese otoño lluvioso, observa que el cielo es del mismo color que los ojos del carpintero de armar y de su hermano: un hermoso gris teñido de verde. El monje ve en ello la mano de Pedro de Nevers, que lo anima desde lo alto de su nueva morada. Al adentrarse, reteniendo al caballo, en un oquedal donde las altas y apretadas ramas impiden a los delgados rayos de sol iluminar el sendero, le parece oír gritos humanos. Detiene a su montura y permanece a la escucha: sí, estaba en lo cierto, se oye un griterío, voces de hombres y mujeres mezcladas. Se desvía para dirigirse hacia lo que le parece una petición de ayuda. Se acerca al paso, guiado por las quejas. De pronto, al borde de un pantano salado, pisando el pegajoso fango, distingue a una familia de peregrinos, el matrimonio y cinco hijos, uno de ellos un niño de pañales al que la mujer lleva en brazos. Cuatro hombres barbudos y corpulentos, provistos de garrotes y machetes, amenazan, vociferan, despojan a los aterrorizados fieles de su comida y su dinero. Sin pensar en el número de bribones, Román empuña el palo que le sirve de fusta y acude apresuradamente en ayuda de las víctimas.

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