Sí, siempre lo ha sabido, el alma de esa mujer es hermosa, igual de hermosa que ese rostro que está cerca de él, esos ojos brillantes, esa piel finísima y blanquísima, esa boca delicada como el pétalo de una flor… Román se estremece. Reprime un súbito deseo de estrecharla entre sus brazos, pero con la mirada ya está abrazándola. Moira se sumerge en sus ojos y, con un ademán tranquilo y gracioso, tiende hacia él una mano desnuda. Él no la ha visto quitarse el guante. Ella acerca lentamente sus dedos blancos y los apoya sobre los de Román. El contacto de las epidermis sorprende al monje como lo haría un trueno. Un relámpago interior le atraviesa el corazón, lo sacude y lo ilumina: la unión de sus manos es la de sus almas. En ese instante, él tiene la sensación de que sus almas se reconocen como hermanas: almas gemelas. Román se ruboriza y retira la mano.
—Para… para castigar a los hombres por tener tanta maldad en el corazón —prosigue, con voz vacilante—, y arrepentido de haberlos creado, Yahvé quiso eliminar de la faz de la tierra a los hombres y a las criaturas animales que los alimentaban. Envió el diluvio para destruir toda esa carne pervertida, pero un hombre justo e íntegro supo obtener su perdón: Noé, que tenía seiscientos años. Antes de destruir todo lo que vivía bajo el cielo, Yahvé.
—¡Moira! —exclama Román—. Nosotros construimos una basílica para ensalzar a Dios; la torre de Babel fue edificada para que el hombre usurpara el poder de Dios.
De pronto, como en respuesta a las palabras de Román, una campana suena a lo lejos. El pánico se apodera del monje.
—¡Vigilias! ¡Están sonando vigilias! Debéis marcharos, van a descubrirnos, tengo que ir a la iglesia. Deprisa, escondeos y, cuando oigáis los cantos del oficio, podréis salir e iros.
—No temáis, fray Román —intenta tranquilizarlo ella—, no me verá nadie. Id y no os preocupéis por mí. Esta noche he aprendido mucho y estoy impaciente por escucharos de nuevo.
—Dentro de cinco noches, después de completas —dice Román, volviéndose.
Ella quiere cogerle las manos, pero él escapa hacia la puerta cojeando de un modo patético. Esta vez es él quien huye de la capilla de San Martín. Sin perder la calma, Moira se esconde detrás de un pilar y espera los salmos que, pese a la lluvia, el viento llevará desde la iglesia carolingia que se alza un poco más lejos.
—
Michael archangele… gloriam predicamus in terris
…
—
eius precibus adiuvemur in caelis
…
Esa noche, Moira escucha la oración de los monjes. Esa noche, entre vigilias y laudes, a Román le cuesta conciliar el sueño. Le duelen el vientre y la pierna. La curandera no es más que un recuerdo, pero la carne conserva la huella del dolor, regular y lancinante como los latidos de un corazón. Entre las tinieblas, poco a poco su carne acaba palpitando al ritmo de ese corazón, cuyo ardor se extiende por todo su cuerpo.
«En la cima de la peña construiré mi iglesia, el gran eje de Oriente en Occidente, el del transepto entre el norte y el mediodía, y sobre la misma punta de la roca, donde se cruzan las dos naves, se alzará hacia el cielo, como mi plegaria, el campanario, que debe dominar el monasterio, la isla, el mar. No serán pocas las dificultades, pero tenemos la eternidad ante nosotros y con la ayuda de san Miguel las superaremos todas», escribe Hildeberto sentado bajo el tapiz del Arcángel, junto a la chimenea donde arde un gran fuego, al abad Odilón de Cluny.
En los últimos días, a fin de que el abad no tenga que soportar las molestias que causarán las futuras obras, han trasladado su cabaña a la ladera norte de la montaña, el lado sombrío, desierto y escarpado, poblado de oscuros bosques, donde el viento frío y salado debilita la sangre y consume las vísceras. Abajo está el único manantial de agua dulce de la isla, la fuente de San Auberto, que tiene fama de curar las enfermedades febriles. Pero el hilo de agua que ha hecho brotar el Arcángel no es suficiente para extender la cal que se utilizará en la elaboración del mortero para unir las piedras; la fuente sagrada tampoco podrá aplacar la sed del ejército de trabajadores que pululará por la montaña. Así pues, Román hace construir en las paredes del Monte unas cisternas de madera para recoger el agua de lluvia de esa tierra donde la lluvia no falta. Indiferente a las ráfagas de viento salobre, apoyado en un palo que le sirve a la vez de bastón, de unidad de medida y de instrumento para amenazar a los indolentes, dirige a un destacamento de campesinos que llevan los depósitos. La cabaña de Hildeberto, de madera, es frágil y precaria, se halla expuesta al fuego y al invasor. Hildeberto y Román sueñan con destruirla y reemplazarla definitivamente por las salas de granito de la gran iglesia abacial. Solo la piedra constituye un reto para los agresores humanos y para el atacante infinito: el tiempo. Solo la piedra desafía a los siglos en una imagen de eternidad. En lo sucesivo, todo debe ser de piedra: los edificios conventuales, los muros, los arcos, los pilares y, sobre todo, las bóvedas del coro de la iglesia; hay que poner toneladas de granito sobre las cabezas de los frailes, pues el cielo es inmortal.
Semejante arquitectura exige proezas técnicas inéditas, es cierto, pero Pedro de Nevers ha pensado en todo, incluso en el sistema de arcos de descarga y de criptas de sostenimiento, que permitirá a Román controlar las fuerzas y los empujes de los bloques. Dentro de unas semanas, a mediados de Cuaresma, los pontones de maese Roger comenzarán a llevar las piedras a la isla, donde maese Jehan y sus oficiales las modelarán una a una con objeto de darles la forma apropiada para el lugar que ocuparán en el edificio. Pondrán en ellas su firma, la marca del obrero, signo de reconocimiento entre logias y factura indiscutible para que el promotor les pague su trabajo. El domingo de Ramos, Román preparará en el suelo todos los elementos de la construcción: con compás, escuadra, regla y, sobre todo, cuerda de doce nudos en las manos, y en la cabeza el teorema de Pitágoras y el número áureo, trazará en el suelo el entramado de los cimientos, que a continuación serán delimitados con estacas. Durante la Semana de Pasión llegarán los obreros que preparan el mortero, los techadores, los herreros, los fresquistas, los vidrieros, un trujamán que domine los dialectos hablados por todos ellos y, después, el ejército de jornaleros, peones y porteadores de piedras y de agua. Finalmente, en Pascua, Hildeberto dará la señal de empezar. En Pascua, después de Cuaresma y su cortejo de privaciones, ayunos y sufrimientos purificadores, cuando todos reciban la alegría de Cristo resucitado de entre los muertos, cuando vuelva la primavera, entonces empezará la vida eterna del palacio del Ángel.
Mientras tanto, el pueblo ya conjura los cuarenta días y las cuarenta noches de la futura Cuaresma cantando, bailando y comiendo carne. El período de festines es poco propicio a la conversión de las almas; sin embargo, esa noche Román tiene una cita con Moira. Desde por la mañana, es presa de una singular excitación, una especie de temor teñido de alegría que él atribuye a las obras que están a punto de empezar. Entra en la capilla de San Martín cojeando con resolución y firmeza. Inmediatamente, su linterna capta una sombra que, a medida que se acerca, se torna roja como una zarza ardiente: la cabellera suelta y espesa, las mejillas enfebrecidas, la capa púrpura. Román se pone más rojo que la capellina. En el interior de su pecho, el corazón parece que le va a estallar. Se esfuerza en que no se note nada y le sonríe. En el halo de la antorcha, el rostro de Román posee una gran delicadeza, los ángulos de su delgadez se ahogan en la luz cálida, su mirada es más clara.
—Buenas noches, Moira. ¿Estáis preparada para continuar? —pregunta, sin más preámbulos.
—¿Continúa la lección, mi tierno predicador? —replica ella con ironía, sentándose en el ya familiar banco de granito—. Lo que más me gusta es cuando habláis de alianza, y de piedras…
El enciende un cirio con la linterna, apaga la lámpara y se sienta junto a ella. Antes de ponerse a hablar, escucha durante unos instantes el silencio de la capilla y el tintineo de las campanas en su corazón.
—Como recordaréis, la primera alianza fue instituida con Noé. Esa alianza era una promesa de paz entre Dios y los hombres. La segunda alianza, la de la posteridad, la estableció Dios con un descendiente de Noé llamado Abraham. Un día, Yahvé se apareció a Abraham y le ordenó que se marchara de su tierra natal para ir a una tierra lejana. El hombre obedeció, abandonó el culto a los ídolos y se marchó de su país. Su esposa, Sara, era de avanzada edad, como él, y además estéril. Pero el Todopoderoso le dijo a Abraham: «Alza los ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas», y le hizo una promesa: «Así de numerosa será tu descendencia». Sara dio a luz un hijo, Isaac, cuya esposa dio a luz un hijo, Jacob. De Jacob nacieron doce hijos que se convirtieron en las doce tribus de Israel, el pueblo aliado con Dios, cuyo signo de la alianza con Yahvé es la circuncisión de los varones que tienen más de ocho días, de generación en generación.
Román lamenta inmediatamente haber hecho esa precisión física, pues teme que ella le pregunte qué es la circuncisión. Si lo hiciera, repetiría el texto del Génesis, que se sabe de memoria, como todo el Libro sagrado, y que es muy explícito en ese punto, pero preferiría no hablar de esa cuestión con ella.
—Varios siglos más tarde —se apresura a proseguir—, el pueblo de Israel se había multiplicado, pero Egipto lo redujo a la esclavitud. Duramente oprimido, suplicó a su Dios, el Dios único y verdadero, que lo liberara del yugo de los egipcios. Dios escuchó el ruego de su pueblo y envió a Moisés para que lo sacara de Egipto. El ejército del faraón fue engullido por el mar Rojo, mientras que el pueblo judío pudo atravesarlo andando, pues Yahvé había dispuesto que se abrieran las aguas para permitirle pasar.
Moira abre los ojos con asombro. Parece fascinada por la historia del pueblo hebreo, que, como la mayoría de los laicos de la época, apenas conoce, pues la Biblia solo es accesible a los clérigos. Román reanuda, más despacio, el relato del Éxodo, en el que afortunadamente no se habla de prepucios.
La descripción de las plagas de Egipto arranca a la joven exclamaciones de estupor, de horror y de admiración. Imagina el agua de las marismas normandas transformada en sangre, a sus vecinos campesinos cubiertos de úlceras, los insectos devoradores, el granizo, las tinieblas cubriendo toda la región de Cotentin, y baja la cabeza cuando el monje relata el episodio de la muerte de todos los recién nacidos. La historia de ese pueblo podría ser la suya. Bebe las palabras del fabuloso narrador, que exaltan unas cualidades esenciales buscadas por los celtas: los poderes sobrenaturales y el arte de la guerra. Durante la epopeya de la salida de Egipto, dominada por la emoción, se coge del brazo de Román. Abre la boca cuando él recita el canto de la victoria, el salmo de acción de gracias entonado por Moisés, su pueblo y Miriam la profetisa, que baila y toca el tímpano:
—«Canto a Yahvé porque se ha cubierto de gloria, ha arrojado al mar al caballo y al caballero.
»Yahvé es mi fuerza y el objeto de mi canto, a Él le debo mi salvación.
ȃ1 es mi Dios, y lo alabo, es el Dios de mi padre, y lo exalto.
»Yahvé es un guerrero; su nombre es Yahvé.»
—Yahvé no es el Dios de mis padres —dice ella—, pero es un gran mago y un temible guerrero.
Turbado por el contacto físico con la joven, Román se levanta. La cera de la vela le cae sobre el hábito.
—Sin embargo —continúa, frotando la mancha con el reverso de una manga—, una vez fuera de Egipto, el pueblo de Israel no tardó en sublevarse contra Yahvé y contra Moisés: prefería la esclavitud, la opresión sin sorpresas, a esa marcha incierta por el desierto hacia una tierra desconocida. Entonces Dios estableció una tercera alianza con los hombres, hizo una promesa particular al pueblo judío. Yahvé convocó a Moisés en el monte Sinaí y le dijo: «Si vosotros, los israelitas, escucháis mi voz y respetáis mi alianza, os consideraré mi bien propio entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Os consideraré un reino de sacerdotes, una nación santa». Mediante esta tercera promesa, Dios convertía al pueblo judío en el pueblo elegido. Pero, mientras Moisés recibía en el Sinaí las tablas de la Ley, escritas por la mano de Dios, el pueblo se pervertía construyendo un becerro de oro para prosternarse ante él. Moisés, encendido de cólera, rompió las tablas de piedra. Con todo, Dios renovó su alianza, escribió la Ley sobre otras tablas de piedra, pero puso a prueba el corazón de su pueblo durante cuarenta años, a través de una larga marcha por el desierto. Cuando por fin lo condujo a la Tierra prometida, por donde fluían leche y miel, Moisés murió y Dios entregó esa tierra a su sucesor, Josué.
Román hace una pausa.
—Moira, hoy yo te prometo la tierra —dice, tuteándola por primera vez—. Esta historia es la historia del pueblo judío. También es la historia de toda la humanidad. Y es, asimismo, la historia de cada hombre y la tuya propia. Escúchame… —Se sienta de nuevo, apoya las manos en los hombros de Moira y acerca su rostro al de ella\1 \2l igual que Abraham, tú debes abandonar tu país —susurra— porque tu país está muerto. Renuncia al pasado que se descompone en ti como un cadáver e infecta tus carnes vivas, abandona tus viejas creencias, que te mantienen en la esclavitud, y deja de sentir nostalgia de esa esclavitud. Dios sabe que los viejos hábitos, aunque sean malos, resultan más cómodos, pero debes lanzarte a la aventura de la fe, tienes fuerza y valor para hacerlo. El Señor te ha enviado un guía para que te acompañe por el desierto. Purifica tu corazón, yo estoy aquí, avanzo contigo, a tu lado, te muestro el camino hasta Su reino.
Ella observa sus labios, que se mueven como un pájaro, esa boca que le ha dicho «tú». Algunas notas suenan perfectas. Está presa de una época desaparecida. Es una guardiana de la agonía. Pero creer en su canto, cantarlo con él… Eso sería renegar del amor de su pueblo por un hombre que del amor solo ve el de su Dios y que solo ama a Dios. No obstante, la sujeta por los hombros y ella nota que tiembla. ¡Parece tan cercano en ese instante, tan familiar! Escruta sus ojos grises, penetrantes, recoge el calor de sus manos sobre su cuerpo, unas suaves ondas que atraviesan la tela del vestido y le inundan el pecho. De repente, pega el cuerpo al de él, lo abraza con todas sus fuerzas y respira junto a su cuello. El olor de su piel es el de las salpicaduras de las olas y el del viento. Moira tiene entre los brazos una tempestad.