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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (48 page)

BOOK: La promesa del ángel
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El abad tiene calor, siente cómo la cólera le invade el pecho.

—¿Osáis afirmar que todo esto no ha sido premeditado? —replica, alzando un dedo acusador—. ¡Tonterías! Dentro de unas horas será la fiesta de la Ascensión. Lo habéis calculado todo día por día, reproduciendo el simbolismo de los cuatro elementos, y desgraciadamente todo ha sucedido de acuerdo con vuestro funesto plan. Habíais preparado tan bien vuestros bárbaros actos que no habéis dejado lugar alguno para el apresuramiento o la impaciencia. De modo que la oscura silueta que fray Marcos vio bajar del campanario anteayer, después de vigilias, y que confundió con fray Antelmo, era la vuestra… Os marchasteis del escenario del crimen con tanta tranquilidad que Marcos no sospechó ni por un instante la atroz verdad.

Román se siente sobrecogido. Temblando, se apoya en su bastón de peregrino y suspira antes de contestar:

—En Cluny he llevado durante cuatro décadas una existencia de compunción y de plegaria, poblada de silencio, de remordimientos y de recuerdos —dice, mirando los cirios que están en el suelo—. Nunca he olvidado los acontecimientos que se desarrollaron aquí, jamás, no lo he intentado, estaba condenado a recordar. Esa herida en carne viva se ha hecho más grande con el paso de los años, y ni siquiera las súplicas por la salvación del alma de Moira han logrado aplacar mi angustia. Sin embargo, mi corazón nunca ha sentido deseos de venganza. La venganza pertenece a los seres agraviados por la existencia, que se creen dueños de su destino cuando lo cierto es que este es trazado por Dios; yo desconozco esa vehemencia y esa fatuidad. En Cluny, he agradecido al Señor que me haya dado tanto, que me haya ofrecido a la vez el amor celestial y el amor terrenal. Mi mayor falta fue haber rechazado durante demasiado tiempo este último, haber estado ciego ante el esplendor de esa ofrenda; mis remordimientos provienen de esa imperfección voluntaria que me infligí, que le infligí a Moira y que fue su perdición. La única venganza que puedo concebir es contra mí mismo.

Almodius cruza los brazos bajo la capa y observa a Román con mirada burlona. Román finge no darse cuenta y prosigue:

—Me marché de la montaña, ahora sabéis por qué y cómo, me refugié en Cluny con mi nombre de pila, Juan de Marburgo, y aspiraba a acabar allí mis días. Pero es cierto que hace cuarenta años me juré, en recuerdo de Moira, modificar los planos de la iglesia abacial: lo hice para impedir que excavaran bajo la antigua iglesia de los canónigos, para impedir que la destruyeran y descubrieran ese conducto y esa gruta. Desde mi exilio cluniacense, intentaba mantenerme informado de las obras de la gran iglesia abacial, y me sentí tranquilizado cuando me enteré de la transformación, gracias a vuestro celo, de la antigua iglesia en cripta de sostenimiento de la nave, bautizada con el nombre de la Virgen Soterraña. Pensaba que esta gruta estaba fuera del alcance de cualquiera, pero eso era subestimaros. Durante la Cuaresma de este año, mi amigo Osmundo me hizo llegar clandestinamente una carta, la única en cuarenta años, que un peregrino había redactado en su nombre. Osmundo desconoce la existencia de esa cavidad, pero sabía que yo concedía la mayor importancia al hecho de que no se excavara nunca el suelo de este lugar. Así pues, me informó de vuestra intención de buscar reliquias en la Virgen Soterraña. Confieso que, sin su ayuda, nunca lo habría sabido o me habría enterado demasiado tarde, pues habéis marcado estos trabajos con el sello del secreto.

—De modo que el viejo Osmundo no está loco… Lo sabía… ¡Menudo farsante! En cuanto a la clandestinidad de las excavaciones, no era para sustraerlas a tu curiosidad, sino a la del duque Guillermo, el obispo y eventuales ladrones de reliquias, que proliferan en esta región.

—Claro, esa discreción os permitía actuar a vuestro antojo, como gran señor de esta región.

Los dos ancianos se miran de hito en hito, preguntándose cuál de los dos conoce mejor al otro, cuál de los dos odia más al otro.

—He reflexionado mucho —prosigue Román—, porque regresar al Monte me aterrorizaba. Ver de nuevo la montaña, los suplicios de Moira, sin poder recogerme en el lugar de nuestros encuentros, puesto que la capilla de San Martín ya no existe, contemplar la gran iglesia abacial con la que tanto había soñado en mi juventud y que no construí, exponerme a encontrarme con vos, así como con otros hermanos… Todo eso me parecía que estaba por encima de mis escasas fuerzas. Sin embargo, no podía dejar de cumplir el juramento que, en mi corazón, le había hecho a Moira. Me puse un manto de peregrino para ocultar el sayal, cogí un bastón y emprendí la marcha con el alma atenazada por el miedo.

—¡El miedo lo perdisteis enseguida! —ironiza el abad.

—Lo que perdí es el miedo a mí mismo. Lo que vi claro es la necesidad de suscitar el miedo en los demás, en este caso en los monjes de la abadía, un miedo tan intenso que su mayor preocupación fuese que cesaran los trabajos en la cripta. El medio para lograrlo era evidente, ya que todos me creían muerto. Al menos todos los que se hallaban presentes en el monasterio en aquella época y aún vivían. Al término de mi larga marcha, me presenté ante Osmundo en el establo con mi vestimenta de peregrino. Me esperaba desde hacía semanas. Fue como si me hubiera ido ayer, aunque hayamos cambiado mucho. Me contó todo lo que había pasado en la abadía durante estos cuarenta años, me habló de vos, de los que fueron mis hermanos… Yo le hice partícipe de mi plan y escogí para llevarlo a cabo a Antelmo, ya que había sido uno de los que condenaron a Moira y ahora tenía fama de sensato.

Almodius se echó a reír. Román iba a confesar por fin sus crímenes.

—Anteayer, Osmundo se encargó de anunciarle a Antelmo que había visto mi espectro. Fantasma errante desde hacía cuatro décadas, me había aparecido a mi amigo Osmundo porque presentía que Antelmo, mi enemigo, no iba a tardar en dormirse en el seno del Señor. Osmundo le hizo creer que yo ansiaba venganza, que era incapaz de liberarme de las contingencias de la tierra y de mi rencor. Mi mayor deseo era cerrar el camino del cielo a los que habían condenado a Moira. Sí Antelmo quería acceder de inmediato al cielo, si quería evitar que yo lo retuviera aquí abajo infligiéndole las mismas torturas que había sufrido Moira, debía hacer las paces conmigo.

—Tengo que reconocer que esta vez os habéis superado —lo interrumpe Almodius, riendo—. ¡Qué imaginación tan diabólica! ¡Mucho más aguda que antes!

—Antelmo se lo creyó —prosigue Román, indiferente a los sarcasmos del abad—. El pobre estaba aterrorizado. En la oscuridad de la noche, durante vigilias, me quité el manto de peregrino y, con el sayal, subí al campanario para esperarlo. Acudió puntual a la cita, pálido y sobrecogido, convencido de tener ante sí a un fantasma. Le dije que estaba furioso por su sentencia contra Moira, cuya alma condenada me perseguía desde hacía cuarenta años reclamando venganza. Cuando preguntó qué tenía que hacer para liberarme de ella, y liberarse él de mí, respondí: «Servir al Arcángel, obedecer la orden sagrada de Auberto, la que dio a través de mi boca poco antes de mi muerte. Tienes hasta la fiesta de la Ascensión para hacer que cese la profanación de la antigua iglesia y, por lo tanto, del santuario de Auberto. Hasta entonces, te dejaré en paz. Pero si la noche de la Ascensión la mancha de la cripta no ha sido lavada, volveré y robaré tu alma para infligirle el castigo».

—Pero, entonces —interviene Almodius—, ¿qué razón había para matarlo esa noche?

—¡Exacto, exacto! —exclama Román, dando unos pasos por la cripta—. Os cuento todo esto porque yo no lo asesiné, yo no lo maté, los ángeles fueron testigos. Yo solo quería asustarlo y utilizarlo para convencer a sus hermanos de poner fin a las excavaciones. Él habría contado este episodio a todos y eso habría sido mucho más útil para mi propósito que su muerte.

El abad, desconcertado, frunce sus penetrantes ojos.

—Mentís, Román —concluye finalmente—, siempre habéis mentido, antes y ahora. Creo que intentáis engañarme porque no tenéis valor, como en otros tiempos, para admitir vuestras pasiones humanas. Atrajisteis a Antelmo a lo alto del campanario del modo que habéis descrito, pero después, lejos de soltarle ese discurso edificante, os abalanzasteis sobre él y lo ahorcasteis. El símbolo era demasiado evidente para que pudierais resistir la tentación, y procedisteis de manera idéntica para eliminar a Romualdo y a Eudes de Fezensac.

—¡Eso es falso! —replica Román con firmeza—. Cuando bajé de la torre, Antelmo estaba vivo, ¡estaba vivo! No, yo no le hice nada. Pero al día siguiente, al enterarme de su muerte, comprendí lo que había pasado. A veces hacéis gala de sagacidad, Almodius, y en lo que se refiere a Antelmo, vuestra primera impresión era acertada: se quitó la vida él mismo, es la única explicación. Su terror era mayor de lo que yo había imaginado, temía no lograr convenceros de interrumpir las excavaciones y volver a ver mi «espectro». Prefirió exponerse a ir al Infierno y esperar el Paraíso solo, antes que estar seguro de sufrir con un fantasma los tormentos de la entrada a los dos mundos.

—¿Y ahora vais a decirme que Romualdo deseaba darse un baño y se zambulló él mismo en el mar, y que el constructor tenía tanto frío que prendió fuego deliberadamente a su cabaña?

Román está de espaldas. Lentamente, se da la vuelta.

—Me quedé tan sorprendido como vos al enterarme de la muerte de fray Romualdo y de la del constructor. No había vuelto a ver a Romualdo desde hacía cuarenta años; en cuanto a ese infortunado de Eudes de Fezensac, lo vi aquí, pero no tuve el honor de acercarme a él.

—¿Qué esperáis hacerme creer? —dice secamente el abad—. Las víctimas, el móvil, el momento de los crímenes y la manera de perpetrarlos, mediante el aire, el agua y el fuego, están teñidos de un significado demasiado manifiesto para que seáis inocente. Vuestra propia presencia en la montaña es una confesión de culpabilidad.

—Comprendo vuestro razonamiento y lo comparto hasta cierto punto. Si bien persisto en mi idea de que fray Antelmo se quitó la vida él mismo, estoy convencido, como vos, de que Romualdo y Eudes de Fezensac han sido asesinados de acuerdo con un simbolismo preciso vinculado a los suplicios de Moira, con objeto de interrumpir las excavaciones en esa cripta para que la gruta permanezca oculta. La prueba de ese designio nos la ha aportado, desgraciadamente, el último crimen, el del constructor, pues Eudes de Fezensac era ajeno al drama que hace años tuvo lugar aquí. Era inocente en lo que se refiere a la venganza cuya causa es el martirio de Moira, pero culpable de haber encontrado la entrada de la gruta subterránea; por eso lo mataron poco después de su descubrimiento. Para proteger esta gruta es, en definitiva, por lo que alguien mata. Pero, por más que os desagrade, ese alguien no soy yo.

—Entonces, ¿quién? ¿Y por qué?

—Por qué, lo habéis adivinado: para impedir el acceso a este lugar y al mismo tiempo ejecutar una venganza relacionada con la muerte de Moira. Pero, en mi opinión, la manera de llevar a cabo estas represalias, sirviéndose de los cuatro elementos, y la elección de las víctimas no han sido premeditadas; ha sido la muerte imprevista de Antelmo, colgado en el aire como Moira hace cuatro décadas, lo que ha hecho germinar en la mente de alguien el macabro plan que ha sido puesto en práctica. En cuanto al nombre del asesino, tengo una idea al respecto, pero no os la diré. En cualquier caso, os aseguro que no se trata de Osmundo, a quien habéis torturado injustamente.

Almodius reflexiona en silencio. De pie uno en cada lado de la cripta, los dos religiosos se observan, desconfían el uno del otro, asaltados por sus respectivos recuerdos, en parte idénticos. Los dos ancianos son como esos recuerdos: de vez en cuando se encuentran, pero no coinciden. Esa noche, nada ha cambiado: al igual que antaño, el tiempo los ha reunido, su conocimiento de los seres y de las cosas los acerca, pero entre ellos sigue habiendo una disonancia tan explosiva como la atmósfera de la cripta. Almodius y Román son como los dos altares de la Virgen Soterraña, aparentemente gemelos, tallados en el mismo granito, pero en realidad muy diferentes: uno está al norte, pegado a la tierra y a la peña donde él es abad, esa peña maciza e intacta que él venera como a una mujer sagrada, una Virgen negra; el otro, al sur, que fue dedicado al Padre, a Jesucristo y al Espíritu Santo, ha sido desplazado de su sitio inicial para dejar al descubierto un camino clandestino, abrupto, profundo y excavado con mucha dificultad, que desciende por la piedra hasta una gruta en forma de vientre donde Román sabe que hay un tesoro secreto pero donde él no ha penetrado.

—Admito que la mano de Osmundo no ha cometido esos crímenes —dice Almodius, sentándose en un banco de granito—, pero es, al igual que lo fue en el pasado, cómplice de vuestra mano. Y no puedo aceptar que la vuestra sea inocente. No, vuestra demostración no me ha convencido en absoluto, para mí sois el único asesino y creo que esta vez sí estáis poseído realmente por el Maligno. ¿Cómo, si no, ibais a atreveros a cometer semejantes infamias en un lugar santo, vestido con el hábito benedictino?

Román se sienta también en un banco de piedra, frente al abad, con las manos apoyadas en su bastón de peregrino. Es inútil que continúe defendiéndose, puesto que su antiguo enemigo quiere que sea culpable. Así pues, Román pasa al ataque en un tono deliberadamente reposado:

—Almodius, vos que, vestido con este hábito, hicisteis torturar a una inocente y envenenasteis a un abad, ¿creéis que el sayal preserva a quien lo lleva de cometer los crímenes más sacrílegos?

Almodius esboza un rictus. Ahora le toca a él defenderse en ese extraño tribunal en el que los jueces son fantasmas.

—De modo que vos también creísteis que yo había envenenado a Hildeberto… Muchos lo creyeron y lo utilizaron vilmente para impedirme acceder al abaciado. Pero os aseguro que mi único crimen contra Hildeberto fue haber provocado en él la cólera que finalmente se lo llevó; era de natural frío y no soportó aquella súbita llamarada. Mis palabras, sin quererlo, encendieron ese fuego que lo consumió, pero las llamas de la ira emanaban de su corazón y yo no las aticé con ningún veneno. Al contrario, lo intenté todo para enfriar su cuerpo, pero fue en vano. Murió por haber contrariado él mismo su naturaleza. Yo no soy responsable de eso, y sin embargo, pagué por una falta que no había cometido. Contrariamente a vos, que vivís en el arrepentimiento, yo lo asumí y acabé por convertirme en abad. Más vale aceptar lo que a uno le adjudican, aunque sea equivocadamente, que imponer por la fuerza una verdad que los demás no desean oír.

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