—Curiosa metafísica… ¿Y vos me reprocháis mis mentiras?
—Yo no os reprocho nada, Román, aparte de renegar de vuestros actos, por graves que sean, y por lo tanto de vos mismo. Yo no conozco el arrepentimiento; pienso y actúo.
—Parecéis sincero —admite Román—, y sin embargo, me cuesta imaginar que no intoxicasteis a Hildeberto. Su muerte beneficiaba demasiado vuestra ambición.
—Quizá me creáis si os confieso que le administré veneno a alguien, pero no a nuestro antiguo abad.
Román le lanza una mirada de satisfacción. Almodius le devuelve la mirada.
—Al abad Thierry, supongo, para apoderaros del báculo, ¿no? —pregunta Román—. Su súbita muerte era muy sospechosa…, pero no os benefició.
—Me decepcionáis, Román —contesta el abad en un tono condescendiente—. Cuarenta años de remordimientos no os han enseñado mucho acerca del hombre. Para matar, es preciso odiar visceralmente o amar apasionadamente, y mis sentimientos hacia Hildeberto y hacia Thierry no alcanzaban ese grado de unión.
Román mira al abad, irritado por no haber sabido acorralarlo.
—La única sustancia que he envenenado en toda mi vida —concluye Almodius— es la comida que le llevasteis a Moira cuando estaba recluida en la fosa de tierra.
Román se queda lívido, mudo de estupor. Almodius saborea su victoria como si fuese un excelente vino de Borgoña.
—
Atropa bella donna, solanum dulcamara, hyoscyamus niger
—dice, como si enumerara vinos exquisitos—. Una decena de bayas frescas de belladona, otros tantos frutos rojos de hierba mora dulceamarga y raíces de beleño negro, todo robado en la enfermería de Osmundo, majado y mezclado con el vino y la comida destinados a Moira.
Román se levanta, rojo de ira.
—Sois… ¡Sois un monstruo! —grita.
—¡Qué poco me conocéis! —replica el abad con calma, perdidos los ojos en las profundidades de la cripta—. ¿Seguís estando tan ciego como lo estabais entonces? ¿No os dais cuenta de que si hice aquello fue para ahorrarle a Moira el cruel dolor que la esperaba al día siguiente, el causado por el fuego? La maté, sí, le ofrecí lo que ella esperaba, la muerte, porque yo sabía desde el principio que no abjuraría jamás. ¿Para qué verla sufrir? La liberé de la tierra, atendí a sus deseos devolviéndola a la tierra, y lo hice por amor.
—¿Cómo pudisteis? —se indigna Román, con los ojos anegados de lágrimas y los puños cerrados—. ¿Cómo podéis hablar de amor vos? Sí, me equivoqué respecto a vos, ahora veo cuánto… ¡Dios todopoderoso! La asesinasteis, y fui yo quien le serví el alimento mortal. Iba a salvarla y la maté. ¡La maté!
—Yo más bien diría que, sin saberlo, le ofrecisteis por fin lo que ella deseaba. Fue la única vez, en mi opinión, que respondisteis a sus expectativas, y lo hicisteis ignorando lo que estabais haciendo. Porque vos erais una criatura ingenua y nunca la comprendisteis, y nunca habríais tenido valor para ejecutar ese acto de manera deliberada. Solo yo conocía el secreto de su alma, porque nuestras almas eran idénticas. Cuando vos todavía concebíais esperanzas fútiles e insanas, yo oí la voz de su corazón llamando a la muerte, la oí, su alma suplicaba, le respondí y ella me entendió. Era demasiado experta en materia de hierbas para no reconocer el sabor amargo del veneno. Si hubiera querido permanecer a vuestro lado, no habría comido, pero lo ingirió todo dando las gracias, estoy seguro, a la mano amante que la salvaba y consciente de que no podía tratarse de la vuestra. Quizá adivinó que era yo quien le daba la única prueba de amor que esperaba, prueba que vos erais incapaz de proporcionarle. Siempre he confiado en que lo supiera… Sí, en la hora de la muerte supo quién era lo bastante fuerte para amarla y quién la había abandonado cobardemente.
—¿Abandonado? Pero, pero… ¡Vos la condenasteis! ¡Fuisteis vos quien, no contento con haberla entregado y hecho condenar al suplicio, la condenasteis de nuevo a muerte, a lo irremediable! —exclama Román alzando los brazos al cielo, furioso—. ¡Qué equivocado estaba! ¡Cómo nos habéis engañado a todos! ¡Señor, mira, sé testigo de las confesiones de tu hijo, de la mistificación de este ser que, lejos de ser guiado por la fe que proclama, está gobernado por la pasión deletérea! Finalmente veo vuestro verdadero rostro, vuestra vanidad y vuestra insumisión a Dios. Porque un creyente habría creído hasta el último instante en la gracia divina que podía descender sobre Moira, iluminar su corazón y llevarla a enmendarse, salvándole así la vida. Pero vos… vos habéis querido reemplazar al Creador arrogándoos poder de vida y de muerte sobre ella. Yo pensaba que vuestra fe era tan poderosa, tan imperiosa, tan vehemente que había matado en vos la capacidad de amar; pero es al contrario, es el amor que tratáis de sofocar, la pasión humana lo que ha destruido vuestra fe. Si denunciasteis a Moira, no fue para salvar la abadía, sino por despecho, por despecho amoroso y deseo de venganza porque ella no estaba enamorada de vos. ¡La fe no es en vos sino la coartada de vuestras pasiones!
Almodius se levanta del banco.
—¿Somos tan distintos, queridísimo Román? —pregunta en tono meloso—. ¿Sois realmente tan piadoso y puro como pretendéis? ¿No fue la conversión de Moira a la verdadera fe un argumento que utilizasteis para tener citas secretas con ella y enmascarar vuestra inclinación sexual? ¿No era también la fe la coartada de vuestra atracción sensual? Lo que nos diferencia es que vos habéis sido siempre un hipócrita y un cobarde en lo relativo a vuestros sentimientos, mientras que yo he acogido ese deseo poderoso y oscuro que me destroza el alma y el cuerpo. Habláis de pasión, pero no sabéis qué es la pasión, esa epidemia mortal que lo aniquila todo a su paso. Yo no huí de ese incendio fatal, lo dejé tomar posesión de mi ser y después le planté cara con valentía, lo combatí en mi carne tanto tiempo como fue necesario y lo vencí.
—Luchasteis contra él entregando a Moira, y como eso no bastaba para apagar el fuego del que habláis, la matasteis. Era la única manera de liberaros, pero de ella, de sus sentimientos, de sus pensamientos, de sus proyectos, no os preocupasteis en absoluto.
—¿Sus proyectos? ¿Sus sentimientos? ¿Acaso pensáis que os incluían a vos, que necesitasteis su suplicio para entender el amor de ella, y su muerte para admitir el vuestro? Cuando estaba viva, rechazasteis la llama que Moira os ofrecía; esperasteis a que se hubiera extinguido para adorar las inexistentes cenizas de una difunta. En eso consiste el poder de vuestro «amor», en el desprecio de los vivos y la veneración de una desaparecida. ¡Un icono, el culto a los muertos! Ah, estuvisteis muy inspirado cuando se os ocurrió huir a Cluny. ¿Qué habríais podido prometerle a Moira cuando estaba viva? ¿Una existencia miserable junto a un monje exclaustrado?
El abad suelta unas carcajadas atronadoras. En el otro lado de la cripta, Román nota que se le enciende la sangre. Sus labios están pegados el uno al otro, sus manos nudosas aprietan el bastón con todas sus menguadas fuerzas.
—Moira viva era para vos un enigma que jamás habríais sido capaz de dilucidar —prosigue Almodius—. Porque por vuestras venas, Román, corre la misma sangre que corría por las de Hildeberto, una sangre fría, tibia en el mejor de los casos, que el fuego destruye por lo ajeno que es a vuestra alma, pútrida como un pantano. Moira, por el contrario, era el fuego encarnado, ese fuego que me constituye a mí también y que me hizo comprender que jamás renegaría de sus creencias. Habría sido abjurar de lo que alimentaba su existencia, y, al igual que yo, poseía la conciencia, la tenacidad y la energía guerrera de los seres que prefieren la muerte a una existencia anodina arrancada a la matriz de su Creador. Aquella hoguera final, se la ahorré para rendirle homenaje, como muestra de complicidad de un alma ferviente, por locura de mi corazón enamorado, pero no por celos ni por despecho. Aquel veneno que capturó sus entrañas, se lo ofrecí para defender vuestra alma, que ella estaba corrompiendo, para preservar la mía, es cierto, pero sobre todo para que la tierra que me sustenta, la de esta montaña, no fuera mancillada, pues la mayor de mis pasiones está en la cima de esta peña y no debía ser alterada. Está sobre nuestras cabezas, es un castillo de piedra que llega al cielo, y jamás he dejado que nadie lo ponga en peligro, y desde luego tampoco Moira. Yo la amaba, pero ella amenazaba a nuestra comunidad con su contaminación monstruosa, ¡no había más que ver lo que había hecho de vos! Vos, a quien yo admiraba tanto…
Almodius da unos pasos en dirección a Román.
—Vos, a quien el Arcángel había elegido y que os dejasteis apartar de él y de sus piedras ardientes. Vos, a quien él hablaba para que le erigierais el cielo, la inmortalidad, y construyerais la eternidad de los hombres del Monte, vos, a quien Moira arrastró a su arroyo inmundo, en el que continuáis revoleándoos solo sin siquiera debatiros. Al igual que a mí, el Arcángel os había tocado con su espada, os había mostrado el camino, y vos tuvisteis la debilidad de dejar que os desviaran de él. Ella no era un ser humano corriente, lo reconozco, y vos erais incapaz de luchar. Solo yo pude vencerla. Si hubierais comprendido que deseaba ayudaros entregándola al tribunal terrestre, que haciéndolo os liberaba de sus cadenas, en lugar de odiarme y huir, os habríais quedado en la montaña, nuestra montaña sagrada, y entre los dos le habríamos ahorrado todos estos años de caos.
Román avanza también hacia Almodius. El abad tiene lágrimas en los ojos.
—Pero, en vez de eso, seguisteis prisionero de los grilletes de esa mujer incluso después de su muerte. Erais un alquimista santo, con el granito creabais el oro divino, pero ella acabó con vuestro arte. Erais un señor y ella os transformó en esclavo… ¡Fue ella quien os mató, hace cuarenta años, y espero que en el fondo de sus Infiernos lo haya pagado!
—¡Callaos, os lo suplico! —grita Román, a unos pasos del abad.
De pronto, Román suelta el bastón de peregrino, introduce una mano bajo la cogulla y saca un puñal con el que amenaza a Almodius. Este último, sorprendido, retrocede hacia el conducto subterráneo.
—¡Basta! —prosigue Román—. Habéis perdido el juicio y vuestras palabras son las de un demente. Me reprocháis mi debilidad; sabed, sin embargo, que nunca he tenido la de odiaros… hasta esta noche. Pero acabáis de abriros como no lo habíais hecho jamás, y el poder de vuestra ignominia me ha iluminado. Vos jamás amasteis a Moira. Todo cuanto vuestro tumultuoso ser pudo concebir es concupiscencia vil y deseo de posesión. Ella os rehuyó como yo rehuí vuestros designios, y nunca habéis podido perdonarnos. Vais a mancillar con vuestro aliento abyecto esta gruta por la que Moira dio su vida, pretendéis violar sus entrañas como ardíais en deseos de profanar las de Moira, pero yo os lo voy a impedir. Porque ella está muerta, sí, pero esta caverna es su corazón palpitante, al que yo juré fidelidad.
Almodius está al borde de la abertura. Se queda inmóvil, recoge los extremos de su gran capa y envuelve a su adversario en una mirada arrogante.
—Matadme si tal es vuestro deseo. Asesinadme, después de haber cometido ya tres asesinatos. Será el último crimen, mediante la tierra, la tierra en cuyos brazos murió Moira. Acabad conmigo si tenéis valor, porque yo no soy un pobre diablo aterrorizado sobre el que caéis por sorpresa haciéndoos pasar por un espectro. Vamos, pero antes sabed que, si no lo hacéis, mis hombres bajarán a ese vientre subterráneo y descubrirán todo lo que contiene. ¿Tan importante es lo que alberga para que corra tanta sangre?
—Vais a bajar vos mismo al fondo de esa chimenea, así podréis satisfacer vuestra curiosidad —responde Román—. Cuando hayáis desaparecido, taparé el conducto colocando las piedras una a una, volveré a poner encima el altar de la Trinidad y vos, sin aire, os asfixiaréis lentamente ahí abajo, igual que Moira se ahogó, víctima de vuestro veneno, al fondo de su fosa, y yo me iré con la seguridad de que nadie excavará nunca más aquí.
—¿De verdad pensáis que voy a haceros el favor de arrojarme a ese agujero porque me amenazáis con un miserable cuchillo? No, Román, una vez más, me subestimáis. Si queréis que muera, vais a tener que degollarme con vuestras propias manos y rendir cuentas eternamente al Señor por ese acto.
Almodius permanece inmóvil delante de la abertura. Román no puede más: levanta el arma y se precipita hacia delante para apuñalarlo. El abad no se mueve. De pronto, justo en el momento en que iba a clavar la hoja, Román se detiene en seco y dobla el cuerpo por la cintura. La daga cae al suelo. Román abre la boca de estupor, pero no sale de ella palabra alguna, tan solo un hilillo de sangre oscura; ha sido atravesado por una larga espada, una espada de caballero que Almodius tenía escondida bajo la capa. De un tirón, el abad extrae el sable del abdomen de Román. Este cae a sus pies, sobre la tierra de la cripta, emitiendo un débil estertor.
—¡Tú que traicionaste al Arcángel —dice el abad—, tú que creíste engañar a Almodius, el primero de sus servidores, tú que has sembrado la muerte en la comunidad, mueres por mi mano, por la espada de san Miguel, la espada con la que el príncipe de la milicia del cielo decapitó al dragón!
Haciendo acopio de todas las fuerzas que llevaba cuarenta años reprimiendo, el vigoroso anciano levanta el arma y la abate de golpe sobre el cuello de Román, cortándole la cabeza. El cráneo tonsurado va a parar al borde del pozo. Almodius jadea. Suelta la espada, se agacha y recoge la cabeza de Román.
—Así no volverás para atormentarme —declara—. Ya que le has sido fiel, incluso después de la muerte, ve, pues, al Infierno a reunirte con el demonio que te ha consumido el alma hasta empujarla al crimen.
El abad arroja la cabeza de Román al fondo del agujero que conduce a la gruta. Se oye caer el cráneo en las profundidades oscuras. Extenuado, el anciano se enjuga la frente con el reverso de una manga.
—Esta sangre impura será la última que manche la peña del Arcángel —concluye—. Ahora bajaré y descubriré el secreto de esta gruta. Por fin voy a saber por qué sacrificó Moira la vida por él, consagrándole la muerte.
Almodius mira a su alrededor mientras recupera el aliento. Su cólera se apacigua. En un rincón de la cripta hay una escala de cuerda enrollada. Con sus manos amarillentas y nudosas, ata un extremo al altar de la Santísima Trinidad.
Lentamente, desenrolla la escala sobre el suelo, rodea el cuerpo decapitado de Román y deja caer la cuerda por el conducto. Ya no tiene edad para realizar semejante proeza física, pero esa noche el tiempo ha sido abolido: el abad tiene cuatro décadas menos, es joven y vigoroso, la sangre que acaba de derramar ha fortalecido su alma, la ejecución de una venganza que para él es un acto de justicia ha apaciguado su espíritu. Con una linterna en la mano, asomado a la garganta de piedra, se deleita en la deliciosa impaciencia, en la curiosidad frustrada que pronto va a saciar, en el misterio de una mujer que va a abrirse para él. Delicadamente, como si penetrara en una flor, desciende por los barrotes de madera y se pierde en el abismo.