La promesa del ángel (65 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—La he reconocido —dice en voz baja sor Adéle, sin extrañarse de que la arqueóloga duerma en la iglesia— y no quería despertarla… Iba a buscar a los fieles para el oficio.

—No se preocupe, tengo que irme —contesta ella mirando el reloj.

—Dentro de unos minutos celebramos vísperas. ¿Desea unir su plegaria a la nuestra?

—Con mucho gusto, hermana. Creo que necesito su oración; la mía es… —Johanna se interrumpe—. En fin, gracias por su plegaria.

—Puede contar siempre con ella.

Bajo el brazo norte del transepto reposa la cripta de Nuestra Señora de los Treinta Cirios, pequeña, baja, cálida, totalmente abovedada. Detrás del altar, la bóveda de cascarón realza una ventana abierta en el muro. Una sola vidriera, de medio punto y dimensiones reducidas, con un dibujo esquemático, desprende una luz azulada y suave, hábilmente realzada por la arquitectura: la vista es atraída de inmediato hacia la vidriera, y esta parece el punto final del efecto de prolongación producido por las bóvedas. Johanna se sienta en un banco. Esa cripta exalta un sentimiento románico, una vida replegada en una piedad humilde e íntima, al final de la cual hay un resplandor simple y sereno, que no es fulgurante como un descubrimiento, sino que refleja la claridad de un camino que ha guiado la existencia terrestre: la salvación no se concede de forma violenta; procede del interior y es la finalidad de toda la vida. Una decena de monjes y monjas con hábito blanco están arrodillados, los hombres a un lado, las mujeres al otro, y comienzan a cantar su deseo de pureza. Algunos visitantes asisten al oficio junto a Johanna. La joven piensa en los monjes negros que celebraban allí la primera misa de la mañana encendiendo treinta cirios y el último oficio del día, completas, antes de que la noche envolviera la peña. Piensa que quizá fray Román rezó en aquel lugar y aspira buscando su olor: el incienso le responde y la acuna con una suave languidez. Sus ojos son atraídos por la imagen de la Virgen colocada contra un muro, frente a ella. María tiene rastros de pintura rosa y azul en los pliegues del vestido, está coronada, le falta la mano derecha y con la izquierda protege a un niño… decapitado.

Johanna sabe que esa imagen es posterior a la época románica y que el hecho de que el Niño Jesús no tenga cabeza es cosa de los revolucionarios, que decapitaban a Cristo Rey en todas las iglesias. Lo sabe, pero le impresiona ese pequeño tronco sin cabeza que su madre exhibe como si fuera un trofeo. Dirige una plegaria al monje decapitado escrutando al Niño Jesús mutilado. Fray Román posee la fuerza que otorgan decenios de sufrimiento terrestre, y el espectro, la humildad de los siglos de castigo celeste. Si pudiera transmitirle un poco de su vigor para que Johanna viera la salida, la última ventana de tonos azules, si pudiera guiarla hacia ese último resplandor… Serenidad. Una sensación de quietud la invade, como si la hubiera atravesado una nube. La voz de los hermanos y las hermanas sobrevuela el cielo…

Diecinueve horas. Finalizado el oficio, Johanna da las gracias a sor Adéle y desciende a paso decidido hacia la casa de los arqueólogos. Ha tomado una decisión, y los instantes de paz que acaba de vivir la han ayudado a hacerlo: va a luchar de nuevo, a hacer un último intento. Tiene que ser pragmática, se lo debe a sí misma. Realista y eficaz. Como los guerreros: hay que combatir la conciencia, pues obstaculiza la acción. Ahora solo cuenta la acción. Le queda una noche para excavar, ilegalmente, antes de que llegue François. Está resuelta a encerrarse sola en la cripta, protegida por la cadena y el grueso candado, que colocará en el interior a fin de que no los rompan. Nadie la sacará de allí: la Virgen Soterraña se encuentra en estado de sitio. El Monte aguantó durante los ciento quince años de la guerra de los Cien Años, resistió durante los treinta años que duró su asedio sin caer jamás en manos de los ingleses; Johanna puede muy bien aguantar unas horas. Por ella y, sobre todo, por Román.

—¡Te hemos buscado por todas partes! —exclama Sébastien—. Ya nos hemos enterado de la noticia. A las dos y media, Brard ha venido a la cripta a anunciarnos a tambor batiente el cese de las excavaciones, y tú no estabas allí. No sabíamos qué cara poner.

—Estábamos preocupados por ti —precisa Florence con amabilidad—. Brard estaba exultante… Nos ha echado de la cripta como si fuéramos chusma y nos ha prohibido que volvamos a poner los pies allí. Se hubiera dicho que trataba de humillarnos; en cualquier caso, de vengarse. ¿Todo este revuelo es por culpa de la carta anónima? —pregunta, segura de la respuesta que va a recibir.

—Sí —dice Johanna—. La tentativa de intimidación ha producido el efecto deseado: están muertos de miedo, no por nosotros, sino por su posición, y lo proclaman a gritos. Es humano… Voy a ser sincera con vosotros: pienso aprovechar las horas que quedan antes de que lleguen los otros para volver a la cripta. Esta noche. Sola. Creo saber quién mató a Mitia y ha escrito la carta, pero no puedo demostrarlo, así que, de momento, no diré nada. Pero no fue Guillaume, estoy segura. No creo que el asesino intente hacer nada, puesto que ha conseguido su propósito: las excavaciones han sido interrumpidas. Y si vosotros no decís nada, nadie se enterará. La única protección con la que cuento es esta —dice, exhibiendo la cadena y el candado—, pero será suficiente. En lo que se refiere a vosotros, dado que lo que voy a hacer es ilegal, permaneceréis al margen. Simplemente os pido que no me denunciéis.

—Johanna, ¿te das cuenta del peligro? —se rebela Florence—. Nos anuncias fríamente que, según tú, el asesino sigue merodeando por la abadía, pero da igual, tú vas a ir a escondidas a la cripta, esta noche, sola, a riesgo de toparte con él. ¡Es una locura!

—Confieso que no tengo ni idea de por dónde vas, Johanna —dice con calma Sébastien.

—¡Exacto! —replica Johanna, fuera de sí—. No os pido que vengáis conmigo, solo que cerréis el pico durante unas horas. Mirad —prosigue, tranquilizándose—, intento ser honrada y leal con vosotros, y os digo que vosotros no volveréis a poner los pies en la cripta. Yo voy a ir ahora, no para trabajar, sino para despedirme de la Virgen Soterraña. Mañana no podré hacerlo, con toda la gente que habrá; o ahora o nunca, y si es nunca, me quedaré con una sensación de obra inacabada… Algo muy poderoso y muy personal, que no puedo explicar, me une a este lugar. Para mí, esta cripta es una persona y debo despedirme de ella. Es como el duelo por alguien al que hemos amado apasionadamente… durante largos años. Al que siempre hemos amado, siempre, y que de pronto desaparece… Un duelo terrible…, una segunda muerte. Debo ir, y no me pasará nada; hacedme el favor de comprenderlo y de dejarme actuar a mi manera, vosotros que también estáis enamorados de las piedras, aunque mi actuación no sea muy racional.

Las palabras de Johanna parecen ablandar a Séb y a Florence, pero Patrick, que había permanecido callado hasta entonces, observando la escena con mirada distante, salta del sillón:

—¡Muy buena la parrafada sentimental! —dice con socarronería, fingiendo aplaudir—. ¡He estado a punto de llorar! No salgo de mi asombro, no estoy acostumbrado a que seas honrada y leal con nosotros. Es la primera vez que nos haces partícipes de tu estado de ánimo. Normalmente nos mantienes cuidadosamente al margen de tus planes. Gracias por la confianza que nos demuestras exigiendo que nos convirtamos en tus cómplices y que encubramos con nuestro silencio tus actos ilegales y absurdos, que pueden causarnos graves problemas; Brard es influyente y ha recuperado su posición de dominio. Si se entera de que hemos hecho caso omiso de sus órdenes, no dudará en intentar hundirnos en la profesión. Gracias, es todo un detalle pedirnos por anticipado que no digamos una palabra acerca de tu comportamiento inepto, que desde el principio no ha estado motivado por ninguna causa profesional.

—Yo he comenzado estas excavaciones y yo las terminaré —replica Johanna con amargura—. Sola. Se trata de algo simbólico, eso es todo. Tú haz lo que quieras; puesto que desde el principio tu única finalidad ha sido causarme problemas, continúa, te brindo una ocasión fantástica para perjudicarme, incluso para acabar definitivamente conmigo… Corre, ve a contárselo a Brard; él sabrá recompensarte y yo quedaré descalificada, mucho más de lo que piensas. ¿A qué esperas? Yo me voy a concluir mi historia con la cripta.

Johanna se dirige hacia la puerta del salón. «Fenoy no retrocederá ante nada —piensa—. En cuanto haya cruzado esa puerta, irá como una flecha a casa de Brard… No importa. Me arriesgaré.»

—Qué pena que todo acabe en estas deplorables condiciones y que no hayamos encontrado el tesoro —exclama Sébastien para distender la atmósfera—. Al final resulta que Dimitri tenía razón: el manuscrito de fray Román es una historia inventada para hacernos soñar; el tesoro no está en la cripta, sino en nuestras cabezas.

—Sí, en nuestras cabezas —repite Patrick—, pero ha sido la Virgen Soterraña la que, por nuestra culpa, ha acabado desfigurada. Mañana, los restauradores se tirarán de los pelos cuando vean en qué estado se encuentra.

Johanna está en el umbral. Al oír esas palabras, se vuelve hacia su ayudante.

—¡Piensas en las piedras, pero no te acuerdas del rostro aplastado de Jacques ni de las facciones congeladas de Dimitri! —le espeta.

Patrick adopta un aire amenazador.

—¡No solo los recuerdo, sino que pienso que eres tú quien los ha matado! —le grita a Johanna—. ¡Eres tú, con tu obstinación cerril y egoísta en excavar en la Virgen Soterraña, quien los ha destruido!

Johanna, furiosa, avanza hacia él dispuesta a agredirlo. Sébastien se interpone en el momento en que la joven se abalanza sobre su ayudante.

—¡Os habéis vuelto completamente locos! —grita—. ¿Qué os pasa? Vete, Johanna, ve a la cripta, te prometo que no diremos nada. Y él tampoco —añade, mirando a Patrick—. Pero no te quedes mucho tiempo, es peligroso.

—De acuerdo, Séb, gracias. Tú no pierdes nada esperando —dice, mirando de hito en hito a su ayudante—. ¡Ajustaremos cuentas cuando vuelva!

—Te esperaré —contesta él, con la mayor tranquilidad del mundo.

Veinte horas y treinta y cinco minutos. Johanna se funde con la penumbra para llegar discretamente hasta la puerta de la Virgen Soterraña. Lleva su bolsa de viaje al hombro. Abre la puerta de la cripta, pulsa el interruptor de la luz y entra. Se diría que el santuario ha sido víctima de un seísmo: algunos adoquines están levantados y puestos contra la arcada central. Los que quedan forman un extraño tablero de ajedrez junto a la tierra batida que aparece bajo ellos. Todos los muros que enmarcan los dos altares están desmontados; los bloques de granito etiquetados se amontonan y la roca que aparece en el lugar de las murallas humanas hace que el fondo de la cripta parezca una cueva primitiva, oscura y asfixiante. Johanna saca la cadena y el candado de la bolsa, coloca la cadena por el interior y pone el candado: Brard no podrá entrar, y Fenoy tampoco. Nadie. Se adentra en la cripta y arroja el contenido de la bolsa sobre el altar de la Virgen: un jersey de lana, una botella de agua, un termo de té caliente, un cuchillo, el teléfono móvil (sin cobertura debido al grosor de las paredes), unos bocadillos, unas galletas, su copia del manuscrito de Román y un aerosol de gas lacrimógeno. Observa la puerta con recelo. ¿Está realmente segura? La invade cierto temor. Entonces, con ayuda de la pequeña grúa, transporta hasta la entrada unos bloques de la muralla de Auberto y comienza a construir un muro de piedra contra la puerta.

Veintiuna horas y treinta minutos. El crepúsculo envuelve la iglesia abacial. De noche, se diría que las piedras susurran leyendas terribles y que las tinieblas son la cogulla negra de todos los benedictinos que han intentado sobrevivir allí. El áspero sayal de los que han muerto, cuya sepultura se ha perdido en el tiempo. De noche, la abadía se llena de los recuerdos de las guerras que se desarrollaron en el pasado: los combates místicos, políticos, fratricidas contra las fuerzas visibles e invisibles, los dragones del interior y del exterior, los de la naturaleza y los de los hombres. Johanna piensa demasiado en su lucha personal para tener miedo. Al contrario, se siente en osmosis con el alma de la basílica, con las fuerzas sobrenaturales que frecuentan la Virgen Soterraña entre completas y vigilias y que le han dado la energía necesaria para construir su bastión: porque la cripta está por fin preparada para el asedio. Johanna está encerrada en su fortaleza. Con el rostro sudoroso, observa su obra con satisfacción: la puerta de entrada casi ha desaparecido tras una muralla de granito. La edificación es tosca, pero simbólica: ya no son las piedras de Auberto, son las de Johanna. Acaba de fundar su santuario, que la protege de los enemigos exteriores y la aísla en las entrañas de la Virgen Soterraña. Sus entrañas. Tendrá que pasar un rato desmontando el muro con la grúa para salir de la cripta, pero no le importa, pues en ese momento no piensa en salir; lo único que desea es entrar. Entrar en el secreto de sus sueños. Johanna, de pie en la nave, mordisquea un bocadillo. El pan sabe a polvo. A granito. ¿Y ahora qué hay que hacer? Llamar a Román para que le dé un indicio… Invocar al espectro. Pero, como siempre, el fantasma permanece agazapado en las murallas de la Virgen Soterraña.

—Te niegas a aparecer en la realidad —le reprocha Johanna en voz alta—. ¿Por qué, si yo creo que eres real? ¡Eres real, así que deja de sustraerte a mi mirada! No tendré miedo. Sé que estás aquí, en alguna parte… ¡Déjate ver de una vez, no puedo seguir esperándote indefinidamente! Estoy harta de tus enigmas cabalísticos. Se acabó el juego, ya no nos queda tiempo, es el momento, el último, y tú lo sabes. Ayúdame ahora o jamás serás liberado.

Soy tu única oportunidad…, tu única oportunidad…, solo me tienes a mí…

El cansancio y la desesperación hacen que Johanna caiga de rodillas, sollozando.

—¿Por qué? —balbucea—. ¿Por qué solo te dejas ver dentro de mi cabeza? En sueños, siempre en sueños… Son nuestros últimos instantes, Román; mañana tengo que irme, esta noche tengo que dejarte para siempre… Te lo suplico, ayúdame… San Miguel, por favor… ¡Déjale darme una señal, solo una señal! ¡Duérmeme si quieres, Román, haz que me suma en mis sueños y ven!

Cierra los ojos, pero la angustia no la deja en paz. Los sueños son como el sol: el hombre no puede ordenarles que salgan, son ellos los dueños de la tierra. Los sueños… Johanna ha soñado hace un rato, cuando estaba dormida en la capilla del coro de la gran iglesia… Era un sueño extraño, como todos los sueños, con su propia lógica, su parte de memoria inconsciente, transformada en cuadro surrealista: en esa escena onírica, Johanna iba vestida con ornamentos negros, como los que llevaba el espectro en la leyenda de Simón. Ayudaba al padre Placide a celebrar la misa de difuntos en la Virgen Soterraña, en el altar de la Trinidad cubierto de cirios encendidos. El anciano alzaba una hostia cuadrada, azul como una ventana abierta…

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