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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (31 page)

BOOK: La promesa del ángel
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—Ya falta poco para Navidad. ¿Qué vais a hacer vosotros durante las fiestas?

—¡Seré idiota! —se decía en voz alta mientras subía la escalera que llevaba a la abadía con el enorme manojo de llaves en la mano—. ¡Lo sabía todo, todo estaba en mí, y no he entendido nada hasta que ese pedante me ha puesto sobre la pista! Es evidente que el monje decapitado vivió, me ha dado todas las indicaciones: la Virgen Soterraña, iglesia carolingia construida en el siglo X, y «hay que excavar la tierra para acceder al cielo»: la vida en la tierra solo existe para acceder al cielo, hay que descender al interior de uno mismo para acceder al cielo. Siglos X-XI, tal vez principios del XII, en cualquier caso período románico, casualmente mi período favorito. Lo ha hecho adrede, o yo lo he hecho adrede… En los manuscritos de esa época es donde debo ahondar, en los manuscritos de la época románica, y él tiene que ayudarme. ¿Por qué no ha vuelto desde que estoy aquí?

Mientras mantenía este soliloquio, mirándose los zapatos, no vio a un individuo que hacía el camino en sentido inverso, perdido también en sus pensamientos y mirando el cielo estrellado. Se dieron de bruces.

—Lo siento, no lo había visto, iba distraída.

—Creo que yo me encontraba en el mismo estado. ¿Le he hecho daño?

—No, no. Perdone, tengo prisa.

—Si quiere visitar la abadía, lo tiene mal. En invierno cierran muy pronto.

—A mí eso me da igual, tengo la llave —dijo ella, exhibiendo el llavero igual que un crío agita un sonajero.

—¿Es una nueva guía-conferenciante? No la conozco.

Johanna se tomó la molestia de examinar al tipo: alto, una pizca más delgado de la cuenta, en torno a los cuarenta, cabellos negros cuyos espesos bucles formaban una aureola alrededor del cráneo, ojos aparentemente verdes, aunque estaba demasiado oscuro para poder estar segura, cejas bien perfiladas, piel aceitunada, labios pálidos que esbozaban una tímida sonrisa, un magnífico abrigo de tweed; en resumen, guapo y bien plantado. La joven echó un vistazo a su eterno anorak embadurnado de barro y se dignó responderle, esforzándose en adoptar un tono de mujer fatal y mirándolo directamente a los ojos.

—Yo tampoco lo conozco a usted.

—¡Perdón! Simón Le Meur —dijo el hombre, tendiéndole la mano tras extraerla de un guante de piel—. Soy anticuario en Saint-Malo y vengo aquí hacia finales de otoño. He llegado esta mañana.

—Yo llegué hace un mes —contestó ella estrechándole la mano— y dirijo unas excavaciones arqueológicas en la abadía.

—¿Es usted quien reemplaza a Calfon?

Johanna lo observó con sorpresa y recelo.

—¡Caramba, está muy bien informado!

—Olvida, seguramente a causa de los turistas, que el Monte es un pueblo —le explicó Le Meur—. En honor a la verdad, no me alojo en el hotel, sino que tengo una casa aquí, y eso lo cambia todo. Soy un verdadero residente, voto aquí, conozco mucho al alcalde, a los habitantes, a las personalidades locales… y me gusta enterarme de todo lo que pasa en este peñasco. Aunque, en realidad, al final resulta que no me entero de nada, porque no sé cómo se llama.

—Johanna.

—Mucho gusto, Johanna, es un nombre muy bonito. Oiga, ¿y si fuéramos a seguir conversando a un lugar más caldeado? ¡Aquí sopla a base de bien!

—Me encantaría, pero tengo que ir a comprobar una cosa a la zona de las excavaciones —mintió—. Tendremos que dejarlo para otra ocasión.

—Señorita, debe de haber observado que en invierno, y en especial en las noches de invierno, el Monte está bastante desierto. Esa es precisamente la razón de mi presencia aquí, es cierto, pero, por otro lado, las ocasiones de hablar con una chica tan encantadora que te plantifica un manojo de llaves delante de las narices son rarísimas. A mí es la primera vez que me pasa, y me gustaría celebrarlo con usted, amistosamente, por supuesto. No se preocupe, no tendré el mal gusto de intentar llevarla a mi casa. Iríamos a un lugar público, bien iluminado, así podría verle los ojos mejor que aquí, y tomaríamos tranquilamente una copa o, si lo prefiere, una infusión… Después la dejaré libre y podrá continuar su visita nocturna, y privada, a la abadía.

Johanna sonrió. Su mente estaba demasiado poseída por un hombre para dejarse distraer por las bromas galantes de otro, así que pensó que no corría ningún riesgo aceptando la invitación. Además, quién sabe, quizá un autóctono, no residente fijo pero al parecer muy al tanto de los asuntos del Monte, podría decirle algo que la pusiera sobre la pista del monje decapitado.

—Prefiero una copa de calvados, y creo que es usted un embaucador, pero me hace gracia… ¡Vamos!

Bajaron por la calle principal, azotada por el viento, y tomaron asiento en uno de los escasos bares-restaurantes que no había cerrado sus puertas durante la temporada baja. Al sentarse en el establecimiento inundado de luz amarilla, Johanna se guardó en el bolsillo el impresionante manojo de llaves, que hasta el momento no le había abierto nada.

—Parece muy pensativa —le dijo Simón Le Meur—. ¿Es mi compañía la que le produce ya semejante efecto?

—No, no, en absoluto, no se preocupe.

—Debe de estar preocupada por el trabajo. Cuénteme, las excavaciones arqueológicas me apasionan. Normal en un anticuario, dirá usted, cuando es sabido que los primeros arqueólogos de la historia, en el Renacimiento, se llamaban anticuarios.

Johanna lo miró atentamente. Tenía los ojos verdes, en efecto, de un sorprendente verde claro con un círculo verde esmeralda. A ambos lados del rostro, unas patillas bien recortadas empezaban a grisear y algunas líneas blancas destacaban sobre el negro profundo de la cabellera rizada. Era realmente un hombre atractivo, pero demasiado seguro de sí mismo y, sobre todo, demasiado curioso.

—¿En qué está especializado? —preguntó sin transición—. ¿En qué época?

—Me dedico a los objetos marinos, querida señorita: sextantes, catalejos y otros instrumentos de navegación, mobiliario de barco, libros de a bordo, mascarones de proa e incluso algunas prendas y banderas. De todas las épocas, aunque tengo sobre todo del XIX y principios del XX, y a veces valiosas rarezas del XVII o del XVIII. Trabajo en verano y en otoño; después cierro la tienda y emigro aquí. ¿Y usted? ¿En qué período está especializada?

—En la Edad Media, sobre todo el período románico.

—La comprendo perfectamente, es una época fascinante. La edad dorada del monaquismo benedictino, la construcción de la gran abadía de Mont-Saint-Michel…, el medio punto, el reino de los ángeles, la búsqueda de la perfección del alma para que se eleve camino del cielo.

Ella permaneció callada, pero lo observó con interés. Les sirvieron las copas de calvados.

—Bien —dijo él levantando la suya—, por su futuro descubrimiento de la tumba de Judith de Bretaña, y enhorabuena por el fragmento de arco apuntado.

—Por usted… ¿También sabe eso? Me deja pasmada.

—Para que no me tome por un brujo que le lee el pensamiento —añadió en voz más baja—, le diré que, cuando hemos tropezado en la escalera, venía de cenar en casa de Christian Brard y lo había mencionado entre plato y plato. Se mostraba escéptico sobre el origen del fragmento de piedra; él diría que es un vestigio de las construcciones del abad Roberto de Thorigny.

Johanna sonrió interiormente por su pequeña victoria sobre su ayudante: el administrador de Monumentos Históricos compartía su opinión.

—¿Brard es amigo suyo? —preguntó en un tono más afable.

—No diría yo tanto… Es más bien un cliente. Esta noche le he vendido un magnífico diario de a bordo de una fragata inglesa de finales del XVIII, una pieza de museo. Es un apasionado de los manuscritos antiguos.

—Ah, no lo sabía. Nuestras relaciones son estrictamente profesionales.

—Ya me figuro que sensuales no lo son, porque Brard es homosexual.

Johanna apenas pudo contener la risa ante la falta de discreción de Simón. ¡Ese hombre era la gaceta del Monte! Iría con cuidado para no contarle nada sobre ella, aunque ese encuentro podía ser providencial si estaba igual de informado acerca del pasado de la montaña. Había que hacerle hablar sin revelarle nada. Pidió otros dos calvados.

—No me malinterprete —añadió él, sonrojándose—. Si me he permitido decírselo es porque Brard no se esconde. No soy un cotilla, ni tampoco un grosero.

—No, claro —dijo ella en un tono tranquilizador—. Simplemente está al corriente de todo lo que pasa aquí, y eso me interesa mucho. Todo lo relacionado de cerca o de lejos con el Monte me fascina. Como les ha sucedido a tantos otros, me he enamorado de esta montaña.

—Y estoy seguro de que es un amor recíproco —contestó Simón con un brillo sombrío en la mirada.

En ese momento fue ella quien se sonrojó. Ese personaje la intrigaba. Parecía superficial, burlón y entrometido, y un instante después misterioso, profundo y huidizo.

—¿Qué más sabe sobre Brard? —preguntó demasiado bruscamente Johanna.

—¡Esto es un interrogatorio en toda regla! —se rebeló él.

No obstante, después de la tercera copa acabó por contarle que el administrador de Monumentos Históricos era francmasón, aunque Simón ignoraba a qué logia pertenecía. Como todos los masones, Brard profesaba un amor incondicional por los lugares espirituales y místicos, en especial los del Monte. Detestaba a la docena de monjes y monjas de las hermandades de Jerusalén que se había instalado en la abadía en 2001, tras largas negociaciones con el Estado, propietario del lugar. ¡Si por lo menos hubieran sido benedictinos! Pero los monjes negros, que habían reaparecido en el Monte en 1966, con motivo del milenario monástico, no eran lo suficientemente numerosos para hacerse cargo de una abadía tan grande y tan llena de turistas; su vocación contemplativa, retirados del mundo terrenal, se llevaba mal con esas bandadas de gente en pantalones cortos que invadían las criptas en mitad del oficio. Así pues, los benedictinos habían renunciado definitivamente a su montaña. Nacidas a finales del siglo XX, las hermandades de Jerusalén, compuestas por hombres y mujeres cuya vocación era llevar una vida monástica sin apartarse del mundo, celebraban ahora la liturgia en la iglesia abacial y vivían en una parte de la abadía que no se visitaba. Uno de los triunfos de los que alardeaba el administrador era haber conseguido impedir que se cerraran las puertas de la iglesia a los turistas durante la misa mayor de las doce, cosa que exasperaba a los oficiantes y a sus fieles. En resumen, Brard hacía cuanto estaba en su mano para echar a esos religiosos «modernos» de las tierras sagradas de lo que él consideraba sus dominios. Simón incluso lo llamaba «el abad». En privado, el administrador decía que, puesto que los monjes negros —los únicos que tenían derechos históricos sobre el Monte— habían abandonado voluntariamente su santuario, este debía abrirse a los ritos laicos —los de la francmasonería— que entroncaban con la pureza simbólica y la belleza mística del lugar. El Monte había sido salvado de la destrucción por los laicos, en concreto por la III República, el Estado republicano era el que se ocupaba de su mantenimiento, lo restauraba constantemente, gastaba sumas considerables para conocer y hacer conocer su pasado, luego el Monte debía ser un templo laico.

Johanna escuchaba las anécdotas que le contaba el anticuario sin tomar partido, como un policía escucha a un informador, aunque comprendía la nostalgia de Christian Brard respecto a los benedictinos y estaba encantada de enterarse de tantas cosas que, llegado el caso, quizá podrían servirle. Estaba pensando en despedirse cuando vio a Guillaume Kelenn, que bajaba del comedor situado en la primera planta acompañado de una chica. El hombre sonrió a Johanna y empezó a acercarse a ella, pero al ver a Simón se alejó rápidamente con semblante serio.

—¡Vaya, parece que Guillaume no es uno de sus clientes! —le comentó a Simón.

—Ese mamarracho que se llama bretón no distinguiría una brújula de un termómetro.

—Es posible —contestó ella, riendo—, pero también sabe montones de cosas sobre el Monte…, cosas menos actuales, pero mágicas, que no habría encontrado en la biblioteca de Avranches.

—¿Qué le ha contado?

—Me ha hablado de la Virgen Soterraña —respondió Johanna, provocándolo con la mirada—, de las fuerzas sanadoras subterráneas, del santuario celta destruido, del cráneo de Auberto, que al parecer no es el cráneo de Auberto sino de un celta trepanado…

—¡Sigue con sus historias novelescas! —la cortó—. Ese querubín confunde el celtismo con un grupo de rock.

—Veo que se pone muy vehemente…

Simón se calmó en el acto y cogió los dedos de Johanna entre los suyos. Ella no se atrevió a apartar la mano.

—Verá, Johanna, yo soy, como indica mi apellido, de padre bretón, en concreto de Saint-Malo, y como no lo indica, de madre española, otro pueblo de navegantes, de pasado inmensamente rico…, y debo decir que esa escenificación contemporánea de nuestros mitos ancestrales, cargada de esoterismo, me irrita profundamente. Reinventamos el presente, el pasado y el futuro en función de lo que nos conviene, nos creamos nuevas supersticiones… La vida de nuestros antepasados debe ser una leyenda, cuando en realidad era una lucha trivial contra la necesidad y no tenía nada de poética. De repente, tu propia vida se convierte en un cuento fabuloso y te tomas por un semidiós, pero eso es una usurpación. Los cuentos solo existen en los libros. Ese Kelenn es un romántico empedernido y defiende una supuesta identidad celta que lo desafío a que me explique en qué consiste. Mañana nos anunciará que desciende de Merlín el Encantador y habrá que creerlo.

—No, simplemente habrá que considerarlo ridículo, cosa a la que en mi opinión debe de estar acostumbrado. Sueña despierto, y si reinventa su pasado seguramente es porque encuentra el presente insulso e inconsistente.

—Tiene razón —concluyó él, retirando la mano—. Usted, en cambio, tiene la cabeza sobre los hombros.

Esa observación hizo que Johanna se sintiera incómoda. Miró discretamente su reloj: las doce y media. No era demasiado tarde para su monje sin cabeza. Simón sorprendió su mirada al reloj.

—¿Va a subir a la abadía a estas horas? —preguntó—. ¿No tiene miedo?

—¿Miedo de qué?

—No sé. De las piedras antiguas, del alma del lugar, de las viejas historias, quizá de los fantasmas…

—Creía que los cuentos y las leyendas solo existían en los libros —repuso ella, irónica.

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