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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (62 page)

BOOK: La promesa del ángel
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Saint-Lô, locales de la policía judicial, despacho del comisario, catorce horas. Bontemps es de estatura media, delgado, de ojos castaños claros y piel bronceada; debe de hacer vela, como Simón. No lleva ni gabardina ni sombrero y no fuma en pipa. Ni rastro de bocadillo de jamón, lata de cerveza o copa de aguardiente sobre la mesa. Simplemente un café de la máquina automática. Largo. Con azúcar. Johanna mira hacia fuera; hace buen tiempo. Demasiado bueno para una novela negra.

—Él niega haber matado a su colaborador —explica Henri Bontemps— y da una versión de los hechos que me parece absolutamente rocambolesca, pura ficción. ¿Está segura de que no quiere un café?

—No, gracias. ¿Qué dice exactamente?

—La noche del crimen…, la hora de la muerte ha sido establecida entre las doce y media y la una de la madrugada…, estaba paseando por la parte baja de la abadía. Afirma que, al pasar por el camino de ronda situado detrás de su casa, vio salir por una ventana, saltar sobre el parapeto y huir a toda velocidad una silueta negra, de la que es incapaz de dar una descripción. Se acercó, la ventana estaba abierta de par en par y reconoció su cuarto de baño, iluminado. Desde el lugar donde se encontraba, no podía ver la bañera, ya que está en un lado de la habitación. Inquieto, preguntándose si había vuelto y si le había pasado algo, llamó a la puerta en vano. Como no tenía llave, dice que trepó hasta la ventana del cuarto de baño para entrar en su casa. Según él, en ese momento descubrió el cuerpo de Dimitri Portnoi, que yacía ahogado en la bañera, rodeado de numerosos rastros de lucha: agua en el suelo, frascos volcados… Un crimen, y él acababa de ver la silueta del asesino. Permaneció unos minutos conmocionado. Y después, en lugar de avisarnos, decidió maquillar el asesinato para que pareciese un suicidio: recogió el agua, lo puso todo en orden y le cortó las venas al infeliz con la cuchilla de la maquinilla de afeitar que estaba sobre la mesita. Por último, tras haber borrado sus propias huellas, salió por la ventana, cerró los batientes tirando de la parte inferior de las cortinas y escapó igual que el criminal un cuarto de hora antes.

—Esa versión de los hechos podría ser plausible salvo por una cosa: ¿qué sentido tiene hacer que un asesinato parezca un suicidio si no es para proteger al asesino, al que Guillaume debe de conocer?

—Así es exactamente como yo lo veo: o bien Guillaume Kelenn…, mejor dicho, Bréhal, pero esa es otra cuestión…, es el asesino, o bien sabe quién es el asesino, y en los dos casos nos miente.

—¿Cómo justifica su acto?

El comisario se rasca la cabeza con expresión de incomodidad.

—Verá, aquí es donde las cosas se complican, y si sabe algo que pueda ayudarme a esclarecerlas, la escucharé encantado.

Johanna observa a Bontemps, que se aclara la garganta.

—Ese chico me tiene totalmente desconcertado. Su comportamiento ha sido anormal desde el principio; lo habitual es que, cuando los sospechosos niegan, nieguen en bloque, es decir, los hechos y el móvil. Pero, en cuanto lo trajimos aquí y empezamos a interrogarlo, el tal Kelenn-Bréhal confesó en el acto los acontecimientos que acabo de relatarle, obstinándose en no decir las razones que lo habían empujado a actuar así.

—Claro, porque estaba atrapado. Ustedes tenían una prueba: sus cabellos, su ADN.

—No se lo habíamos dicho. Lo ignoraba por completo. Nos contó inmediatamente su versión de los hechos, así que no tuvimos ninguna necesidad de sacar eso a relucir. Hablaba como si se tratara de una historia bonita, de un cuento, y durante veinticuatro horas de interrogatorio riguroso se negó a explicar cuál era su lógica. Pero luego su comportamiento cambió; el cerco se cerraba a su alrededor, tomó conciencia de la realidad que se perfilaba: iba a ser acusado de asesinato. Se puso nervioso, se le veía preocupado, tenía la mirada casi extraviada… Temimos un incidente. El médico le administró unos calmantes. Y entonces, por fin se vino abajo.

Al igual que en la cripta, Johanna se siente dominada por el vértigo, aunque no lo deja traslucir.

—Empezó a decir cosas totalmente incoherentes —prosigue Bontemps— y se negó a rectificar durante el tiempo restante de retención en comisaría. Son las palabras de un loco, pero de todas formas se las repito: un fantasma decapitado, que además era monje benedictino, fue castigado por el arcángel Miguel y se aparece en la Virgen Soterraña desde hace lustros porque no tiene cabeza, y resulta que al bueno de Guillaume se le ha metido entre ceja y ceja liberar al espectro reuniendo sus huesos, escondidos en la cripta. Pero, y esto es lo más interesante, alguien misterioso, que sin duda alguna detesta a los fantasmas, se opone a que se le devuelva al monje su cabeza, y ese desconocido es quien se ha cargado a los dos arqueólogos para hacer que se suspendan los trabajos en la cripta. Guillaume simuló un suicidio al descubrir que Dimitri Portnoi había sido asesinado para impedir que interrumpieran las excavaciones en la Virgen Soterraña, porque de ser así ya no habría ninguna posibilidad de encontrar los huesos del monje en cuestión. Como puede ver, es absolutamente delirante.

—¿Dijo de dónde había sacado esa historia? —pregunta Johanna con un nudo en la garganta.

—Habló de un viejo cuaderno que, según él, robó del monasterio, propiedad de un tal fray La Tulipe o algo parecido, pero como se imaginará hemos registrado su casa y no hemos encontrado nada. Lo dijo para liarnos y ganar tiempo. Por lo tanto, una de dos: o se cree de verdad lo que cuenta y está para que lo encierren en un psiquiátrico, o es una hábil maniobra para que lo declaren irresponsable y evitar la prisión. En ambos casos, sé que tengo al asesino de Dimitri Portnoi y tal vez al de Jacques Lucas, aunque él lo niega y yo no consigo demostrar que fue también un crimen. Queda el asunto de la premeditación…

—¿Dónde está ahora Guillaume? —lo interrumpe Johanna.

—En el lugar donde ansiaba estar y por el que nos ha hecho toda esta representación. En el manicomio. Pese a todos mis esfuerzos, no conseguí que cambiara de discurso, así que tuve que informar al psiquiatra, y cuando ese encuentra a uno que le suelta un rollo que le gusta, no hay quien lo pare. Desde luego, hay que reconocer que la historia del monje sin cabeza da que pensar…, debe de ser muy grave… Total, que está en prisión preventiva en el hospital psiquiátrico de Saint-Lô, a dos pasos de aquí. —Bontemps hace una pausa—. Pese a su insistencia en verlo a solas, al principio no era favorable a ello —añade, tirando el vaso de café vacío a la papelera—. Va en contra del procedimiento y es peligroso. Sin embargo, este caso desafía las convenciones, además de que estoy seguro de que ese tipo no está loco, al menos no del todo. A lo mejor lo bloquea el hecho de estar ante la policía, como les sucede a muchos, y he pensado que con usted no fingirá. Necesito su confesión, ¿comprende? Así que vamos a intentarlo; cuento con usted para intentar sonsacarle algo coherente. Pero, cuidado: loco o no, es un criminal, de eso estoy seguro, y en consecuencia tan violento como imprevisible. La acompañaré y me quedaré cerca.

Saint-Lô, hospital psiquiátrico, pabellón de los internos peligrosos, quince horas. Un edificio moderno se alza en medio de un jardín con la vegetación cuidadosamente podada. Por el jardín no deambula nadie. Batas blancas pasan apresuradamente. En el interior, siluetas en pijama azul intenso caminan sumidas en su silencio, entre los gritos que traspasan las puertas amarillo limón. Las formas azules se pasean, recluidas entre sus hermanos de la misma orden, la que confiere a los ojos un curioso brillo, el del retiro en la pesadilla interior. Escoltados por un auxiliar, el comisario Bontemps y Johanna montan en un ascensor de acero. Guillaume, atiborrado de tranquilizantes, no se levanta de la cama. «Psicosis delirante», parece ser que dijo el psiquiatra al preguntarle el comisario. Sin embargo, Johanna no tiene miedo; sabe demasiado bien que podría estar en el lugar de Guillaume para dejarse asustar por lo que la sociedad llama «locura». Al llegar ante la habitación del joven, el guarda mira a través de la mirilla, abre la puerta y se planta delante con los brazos cruzados. Bontemps le indica a Johanna que puede pasar y se coloca también delante de la puerta, junto a la mirilla. No oirá nada, pero lo verá todo: en cuanto la arqueóloga haga el más mínimo gesto, intervendrá. Johanna entra.

La habitación, redonda, está acolchada desde el suelo hasta el techo. Ninguna ventana. Un fuerte olor a medicamentos se le agarra a la garganta. Sus ojos se acostumbran poco a poco a la semipenumbra. Guillaume está allí, sobre la cama, con los brazos y los tobillos atados con unas correas que lo mantienen en posición horizontal, boca arriba. No tiene almohada para evitar que se asfixie. Sus largos cabellos rubios se extienden alrededor del rostro como los pétalos de un girasol. Esos cabellos lo han delatado; habría hecho mejor afeitándose la cabeza, a pesar de que, sin bigote y con el cráneo rapado, su aspecto de guerrero celta habría desaparecido. Tiene los ojos cerrados; parece dormir, o renunciar a la realidad. No hay ninguna silla, solo una mesilla de noche clavada al suelo, como el mobiliario de un barco. Allí todo está estibado en previsión de la tormenta. Johanna se sienta en la cama y se esfuerza en olvidar que Bontemps está observándola. Con delicadeza, toca una mano prisionera. Los dedos se mueven lentamente.

—Guillaume, soy yo, Johanna —susurra.

Al joven le cuesta emerger. Se halla perdido entre brumas artificiales.

—Querido Guillaume —susurra ella, acercando la cara—. ¿Qué te han hecho? Guillaume, te lo suplico, despierta.

Él sonríe, mientras que ella llora sin saber si lo que provoca sus lágrimas es el hecho de que Guillaume esté en esa cama o la posibilidad de que fuera ella quien estuviese ahí.

—Jo… Johanna, qué alegría —consigue articular trabajosamente—. Yo… yo no lo he matado… A nadie… No he matado a nadie… Ya estaba muerto…

—Lo sé, Guillaume, lo sé. Voy a intentar sacarte de aquí, pero para eso tienes que decirme algo —susurra—. ¿De dónde has sacado la historia que le has contado a la policía, la del monje decapitado?

El joven tuerce la boca. En su frente aparecen profundos surcos. Parece un viejo.

—Sabía… que debía permanecer callado —confiesa—, nunca se lo había contado a nadie, no debía, pero era demasiado duro… No podía más… No me dejaban en paz… No pude…

—No te preocupes por eso, no han entendido nada, no podían entender. Pero yo sí puedo, porque mi alma pertenece al Monte y a la Virgen Soterraña, igual que la tuya. No olvides quién soy: la que está excavando en la Virgen Soterraña. Y te prometo, Guillaume, que continuaré excavando gracias a ti, por ti, pero necesito que me ayudes…

El joven parece relajarse. La química de las inyecciones seguramente, o quizá la alquimia de las mentes.

—Cuando era pequeño —comienza—, aún había benedictinos en la montaña. Uno de ellos, el único que vestía a la antigua usanza, como los «monjes negros» de antaño, venía casi todas las noches a ver a mi padre con un cuaderno, para que papá le contara la historia que este contenía y que estaba escrita en inglés. Mi madre me llevaba entonces a mi cuarto. Yo fingía dormir, pero, en cuanto ella se iba, me escapaba para escuchar desde la puerta del salón. Mi madre se acostaba, pero algunas veces se levantaba para beber un tazón de leche fría. Cuando oía sus pasos en el pasillo, me escondía en el interior de un viejo reloj cuyo mecanismo estaba estropeado, y cuando mamá había vuelto a subir a su dormitorio, regresaba a mi puesto. Mi padre leía páginas que hablaban de la Virgen Soterraña, de un benedictino sin cabeza, anónimo, un espectro que se había perdido en el tiempo, condenado a errar entre los dos mundos… Era extraordinario. Era peligroso, fabuloso, pero el cuaderno decía lo que había que hacer para liberar al prisionero de la cripta. Unos años después, mi padre y mi madre se divorciaron. Mi madre y yo nos fuimos a Montpellier. Te ahorro los detalles; solo te diré que fue difícil, doloroso (tanto más cuanto que mis padres ya eran mayores), y que no volví a ver a papá. Estaba perdido, desarraigado. Entonces adopté el apellido de mi madre, Kelenn, y empecé a estudiar historia. Lejos de la peña, me interesé por sus orígenes, que son también los míos por parte de madre: el celtismo. Tras la muerte de mi padre, regresamos por fin al Monte. Yo no había olvidado al monje sin cabeza, que me obsesionaba. Justo antes de que los últimos benedictinos se marcharan definitivamente de la peña, robé el cuaderno de Aelred Croward, pues a partir de ese momento yo era su único depositario legítimo, el único testigo presente de ese pasado, y me hice guía-conferenciante para poder ir con la mayor frecuencia posible a la Virgen Soterraña. Me he pasado años esperando que el fantasma se me aparezca, me hable, me escoja para salvarlo, puesto que hace tanto tiempo que lo acompaño y lo conozco mejor que a mí mismo. Pero jamás lo he visto, y solo no podía liberarlo. Mi madre también murió, hace dos años. Ya no tenía ni padre ni madre, tan solo la Virgen Soterraña, con el monje sin cabeza, que llena mi vida y la hace fecunda, aunque no lo vea. Después viniste tú. La primera vez que te vi fue precisamente en la Virgen Soterraña.

—Sí, lo recuerdo muy bien.

—Algo me intrigó enseguida. Estoy acostumbrado a encontrarme chalados que recorren la abadía como si estuvieran en trance o a personas sensibles que sufren mareos en la cripta a causa de las corrientes telúricas, pero en tu caso percibía que había otra cosa, algo diferente, relacionado con ese lugar, aunque no sabía qué. Cuando empezaron las excavaciones en la Virgen Soterraña, sentí mucho miedo. ¿Y si sabías algo acerca del espectro? ¿Y si lo habías visto y querías liberarlo en mi lugar? En esa época, no eras muy afable conmigo. Sin embargo, yo sabía que era imposible que lo conocieses, puesto que me pertenecía. Comprendí que esas excavaciones eran una ocasión inesperada para mí, la oportunidad que esperaba para cumplir con mi deber hacia el fantasma medieval. Cuando me permitiste asistir a las excavaciones, me di cuenta de que éramos aliados, no competidores, y de que uniendo nuestras fuerzas lograríamos cada uno nuestros fines, unos fines primordiales, pero diferentes.

Johanna se obliga a sonreír y le coge la mano. ¡Qué mal interpretó la actitud de Guillaume! Es como un hermano, un hermano simbólico, que lo sabe todo pero al que ella no puede decirle nada. Porque Guillaume quiere ser el único detentador de las palabras, de la magia de su infancia, del reloj con el tiempo en suspenso, de la ausencia… No hay sitio para Johanna. Ella debe permanecer fuera del alcance de su mirada, la mirada de esos ojos verdes salpicados de pintas color avellana que la observan y parecen leerle el pensamiento.

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