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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (60 page)

BOOK: La promesa del ángel
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El funeral de Jacques es discreto y breve. El único oficio religioso celebrado en memoria del arqueólogo ha sido la misa de las hermandades de Jerusalén, a la que asistió el equipo. Es incinerado en el crematorio de Pére-Lachaise y su padre se lleva las cenizas en una urna negra. Al finalizar, Dimitri regresa con Brard al Monte.

—No tengo nada más que hacer en París —dice Mitia—. Quiero volver al que se ha convertido en mi pueblo.

Iba a pasar otro fin de semana solo, alentando su melancolía depresiva.

—Vente conmigo a Marsella —le propone Florence—. He quedado allí con unos amigos. Podremos bañarnos.

Mitia rechaza la oferta y da media vuelta para dirigirse al gran coche de Brard, aparcado en el bulevar de Ménilmontant. Sébastien hace una mueca elocuente mirando a los dos hombres, pero de su boca no sale ni una palabra. Johanna teme que Dimitri revele al administrador su intención de desmontar todas las piedras de la cripta, pero se obliga a dominar esa angustia. Patrick se despide con una cordialidad desacostumbrada en él antes de irse a su casa, en Montmartre, donde lo esperan su mujer y sus dos hijos. Sébastien toma el tren hasta Cergy, donde viven sus padres. Johanna va a la orilla izquierda en taxi.

En un soleado café de la plaza Saint-Sulpice, describe las exequias de Jacques a Isabelle. Su amiga manifiesta su compasión y le pregunta si ha vuelto a ver a Simón. Johanna responde que lo ha olvidado por completo y que se dispone a pasar tres días con François. Una hora más tarde, las dos mujeres se separan con una sensación extraña: por primera vez desde la época de estudiantes, y pese a la disimilitud de sus existencias, algo las separa realmente, algo que no pueden identificar con claridad. Johanna encuentra a Isa muy prosaica, materialista y superficial. Se ha aburrido en su compañía. Aun sin saber nada de los recientes descubrimientos de su amiga, Isabelle encuentra a Johanna exaltada y fría a la vez, distante de lo que habitualmente anima a los seres humanos, es decir, las relaciones amorosas. Johanna se dirige a su piso de la calle Henri-Barbusse para esperar allí a François. El apartamento le resulta desconocido. De repente se da cuenta de que desde hace años vive en un edificio situado en una calle que lleva el nombre de un famoso veterano de la guerra de 1914, un hombre de las trincheras que sobrevivió metido en una fosa, en la tierra, esperando morir para acceder al cielo liberador de sus sufrimientos. Dos horas más tarde, cuando François llama a la puerta, ese pensamiento continúa obsesionándola.

François le hace pensar en otra cosa llevándola a un suntuoso castillo de la región de Puisaye, al norte de Borgoña, en Prunoy, lejos de Cluny. La construcción no es medieval, la habitación está decorada en estilo art-déco, la orquesta vespertina interpreta música barroca, la propietaria es una mujer tan encantadora como extravagante y no hay ninguna iglesia románica en las proximidades; en resumen, un exilio calculado y conseguido, que Johanna agradece a François. La joven se relaja y cierra provisionalmente la puerta de su cripta. Dan largos paseos por el parque, a orillas del lago, comen, beben excelentes vinos, evitan hablar del Monte y hacen el amor. Johanna percibe de nuevo el olor de la piel de François, el hechizo de su sudor, pero muy pronto se produce en ella un sutil fenómeno: se sorprende imaginando a Simón en el lugar de François, y el recuerdo de sus abrazos con el anticuario se yuxtapone a los abrazos presentes con el alto funcionario. La primera noche, se siente contrariada e intenta obligar a su cabeza a ceñirse a la realidad. Pero su cuerpo se rebela, se tensa y se vuelve reacio a las caricias de François. Así pues, acepta el subterfugio de su mente y se abandona a su memoria. Entonces su cabeza y su cuerpo se unen con placer a los besos de su amante.

El domingo a mediodía hay que dejar el castillo de los sueños tranquilos para ir al de las guerras soterradas. En el coche que se dirige a gran velocidad hacia París, suspira pensando en el lienzo de pared de Auberto que han desmontado del todo y tras el cual no han encontrado nada. Tendrá que decidir entre perforar primero los otros muros o el suelo de piedra.

François insiste en acompañarla hasta el Monte. Al principio, Johanna se irrita.

—Es para disfrutar un poco más de tu compañía —le dice con dulzura— y facilitarte la vida… No temas, te dejaré en el aparcamiento del dique, no tengo ningún interés en encontrarme con Brard por las callejas.

Ella se calma y le sonríe. Ese hombre sabe ser atento y transmitir seguridad. Como ha hecho un tiempo espléndido, François tiene la tez de color miel y en la nariz de Johanna han aparecido más pecas. La circulación es intensa hasta París, pero más tranquila desde allí hasta Normandía. Al pie de la montaña, estrecha largamente a François entre sus brazos. Él le dice que se alegra mucho de haberla reencontrado. Ella está emocionada, pero se decide a dejarlo marchar. Se siente triste, como si acabara de decirle adiós para siempre a François. Todas las separaciones la dejan apesadumbrada, bien durante unos minutos o bien durante toda la vida. Mira el reloj: apenas las cinco de la tarde. Los demás no habrán vuelto todavía; podrá aprovechar sola esos últimos instantes de paz antes de la batalla del día siguiente contra las piedras de la cripta. Dimitri estará en casa, claro, paseando su aflicción entre las cuatro paredes, pero él no la molesta. Al contrario, el alma de Mitia, atormentada por la melancolía, la conmueve. Decide tener una charla con él, animarlo a hacer confidencias y escucharlo. Sí, debe intentar ayudarlo, vale la pena hacer un esfuerzo por ese chico, y hasta el momento ella no ha hecho ninguno.

En la montaña hace buen tiempo. Las riadas humanas avanzan en dirección contraria a la que sigue Johanna, hacia las cafeterías y los aparcamientos. Unos críos gritan, un tipo gordo la empuja con la barriga, tan voluminosa como la de una mujer embarazada. Se da de bruces con una señora mayor cargada con una bolsa de viaje. Finalmente, el cementerio y, más arriba, la bonita casa de granito gris con los postigos blancos.

Hace girar la llave en la cerradura y llama alegremente a Mida. No hay respuesta. Si ha salido, es señal de que está mejor. Entra en su habitación, deja la bolsa sobre la cama, abre la ventana de par en par, se despereza, decide darse un baño y tomar un té mientras espera el regreso de Dimitri. Pone un CD de tangos argentinos en el lector que está sobre su mesa de trabajo y baja a la cocina a calentar agua. Sube de nuevo con una tetera, una taza y unas galletas de mantequilla sobre una bandeja y lo deja encima de la mesa. Abre la puerta de su cuarto de baño privado, que comunica con su dormitorio… y se queda paralizada en el umbral.

La bañera ya está llena. Restos de espuma flotan alrededor de una forma desnuda y horriblemente delgada. Inmóvil pese a la música de Astor Piazzolla, Dimitri la mira con sus hermosos ojos fijos y aterrados. Su piel es de una blancura azulada y sus brazos esqueléticos cuelgan a ambos lados como dos ramas muertas. En el extremo de los brazos, sobre los azulejos, se extienden dos círculos oscuros, dos pequeños charcos helados: la sangre que ha fluido de las venas cortadas.

Capítulo 18

El entierro de Dimitri es más patético que el de Jacques, privilegio de los suicidas en plena juventud. Él era creyente, y la iglesia ortodoxa de Lille está llena de gente y del llanto de su madre, que no tiene más hijos. Pese a la autopsia, el forense ha devuelto el cuerpo en perfecto estado, con la salvedad de algunas cicatrices nuevas y las fatales marcas en las muñecas. Johanna y su equipo están consternados por el acto de Mitia. A la joven la corroen los remordimientos por haberlo dejado solo ese fin de semana. Christian Brard, que llevó al arqueólogo al Monte después del funeral de Jacques, se siente incómodo como puede estarlo la última persona que ha visto viva a otra, que ha hablado con ella de cosas banales, que después se ha callado sin sospechar que una palabra suplementaria quizá podría haber cambiado las cosas; pero el joven estaba taciturno y el administrador respetó ese silencio de duelo. François intenta tranquilizar a Johanna diciéndole que es imposible hacer nada contra ciertas pulsiones suicidas, que Dimitri había decidido acabar con su vida y que lo habría hecho de todas formas. Johanna sabe que si el destino quiere que salve a alguien no es ni a Jacques ni a Dimitri, pero está abrumada por la suerte brutal que la muerte ha infligido a esos dos seres. Sí, la muerte se abate a su alrededor y ella espera que haya actuado al azar. Aparte de la policía y Christian Brard, Johanna es la única que ha visto los dos cadáveres. En sus pesadillas, son uno solo, con el rostro sin facciones de Jacques y el cuerpo huesudo de Mitia. La arqueóloga se ha acostado después de cenar, ha cogido un somnífero de la mesilla de noche y se lo ha tomado con los ojos cerrados, esos ojos que se vuelven continuamente hacia la puerta del cuarto de baño. Antes de que la policía la precintara, ella, en su fuero interno, ya había condenado la habitación. Nunca más podrá entrar ahí, y todavía menos darse un baño, so pena de que la asalten visiones infernales.

Ese funesto domingo se quedó largo rato en el umbral, petrificada por esa realidad que la superaba y de la que no tenía más remedio que tomar conciencia. No había posibilidad alguna de escapar a su fortaleza íntima, lo ineluctable estaba allí, blanco, frío, inmóvil como Mitia y su mirada atónita. No gritó, no lloró. Tuvo la sensación de ser un castillo de arena efímero y frágil, frente a una prisión de roca terrible e invencible; una delicada y sofisticada casa construida por un niño en la duna, que iba a derrumbarse bajo las pedradas de los guardianes de la realidad. Sin embargo, no se desmayó y, con calma, a paso regular como el péndulo de un reloj, bajó a telefonear a la policía. Al servicio médico de urgencias era inútil llamar. Incluso pensó en avisar a Christian Brard. Cuando, dos horas y media más tarde, Patrick llegó a la casa tomada por policías uniformados y de paisano, fue cuando se puso a temblar de la cabeza a los pies sin poder articular ningún sonido. Permaneció dos días en estado de choque en la cama, atendida por un médico y lo que quedaba del equipo: Patrick, Sébastien y Florence, más Guillaume. En su sueño artificial, Simón le hablaba sin parar y le suplicaba que despertara. Ella lo hacía y se encontraba en medio del cementerio; entonces las tumbas se abrían y los muertos se desprendían de su piel putrefacta en un striptease obsceno, para provocarla con sus huesos llenos de gusanos.

—¿No crees que deberíamos sugerirle que fuera a un psicólogo? —le pregunta Florence a Patrick, que está en el salón tomando un café—. El inspector Marchand lo ha aconsejado.

—Sé muy bien de qué madera está hecha, una madera de piedras medievales —responde Patrick—. Mañana por la mañana reanudaremos las excavaciones, y estoy seguro de que, en cuanto se vea en la cripta, se encontrará mejor. No, personalmente, no es ella quien me preocupa.

—¿Quién, entonces? —pregunta Sébastien.

—¡Pues nosotros! —exclama el ayudante de Johanna.

—Sí, es un pensamiento trivial dadas las circunstancias —contesta Séb—, pero no cabe duda de que con dos pares de brazos menos esto va a ser más duro…, y no nos mandarán ningún sustituto. Sé que no te cae bien, pero menos mal que Kelenn nos ayuda un poco. Acaba de asegurarle a Johanna que estará aquí todas las tardes.

—A mí, vuestro Guillaume Kelenn me trae sin cuidado —replica secamente Patrick—. Que venga todo el día si se le antoja, y hasta a pasar la noche en su cama —dice, alzando sus ojos grises hacia la habitación de Johanna—. No es él quien me preocupa, ni tampoco me refería a las excavaciones al decir «nosotros»…

—¿Pues qué quieres decir? —lo corta Florence, irritada.

—¿No os parece raro a vosotros un accidente mortal y un suicidio en apenas diez días? —pregunta Fenoy, levantándose.

—Qué… ¿qué estás insinuando? —pregunta Sébastien, lívido.

—Que deberíamos hacernos algunas preguntas —dice Patrick mientras lía un cigarrillo—. Una: ¿qué demonios iba a hacer Jacques, en plena noche, junto al potro? Dos: ¿por qué Dimitri tenía tanto empeño en quedarse aquí solo?

—¿Estás… de broma? —balbucea Florence—. ¿Quieres decir que… que Jacques no se cayó accidentalmente y que Dimitri no se ha suicidado?

—No lo sé —concluye, encendiendo el cigarrillo—. En algunos momentos me parece que son muchas coincidencias. Estas excavaciones en la Virgen Soterraña me resultan inquietantes. Hay demasiada gente que se opone a ellas, y me pregunto si no estará alguien intentando interrumpirlas.

—¿Matándonos uno a uno, como en Diez negritos? —replica Florence con agresividad—. ¿Qué pretendes, Patrick, meternos el miedo en el cuerpo para que salgamos corriendo? ¿Es tu nueva arma contra estas excavaciones? ¡Porque te recuerdo que tú también te has opuesto firmemente a estas excavaciones en la cripta!

—Lo sé —admite él, sonrojándose—. La angustia me hace imaginar de todo… En cualquier caso, mañana, con el resultado de la autopsia, saldremos de dudas.

La mañana del 19 de mayo, Patrick y Johanna suben en silencio a las estancias abaciales donde está el despacho de Brard. La joven tiene las facciones tensas y los ojos hinchados. Piensa en Simón; ha estado a punto de llamarlo a Saint-Malo para que la consuele. Únicamente el orgullo le ha hecho marcar el número de François.

—Les presento al comisario Henri Bontemps —dice el administrador—. Al inspector Marchand ya lo conocen. El comisario es el encargado de los casos criminales del departamento.

—¿Criminales? —pregunta Johanna, sorprendida.

—Por desgracia, señorita —dice el policía, de unos cincuenta años, buena presencia y voz agradable—, la autopsia de Dimitri Portnoi ha revelado que la incisión de las venas fue efectuada post mortem. Llevaba unos quince minutos muerto cuando se la practicaron. Murió ahogado en la bañera, tenía los pulmones llenos de agua; alguien lo sumergió a la fuerza y luego le cortó las muñecas para hacer creer que había sido un suicidio.

—¡Eso es imposible! —exclama Johanna, lívida—. ¡Un crimen!

—Lo lamento, pero no cabe ninguna duda —insiste el comisario—. Voy a reabrir el caso de Jacques Lucas, porque, como nosotros decimos, un asesinato puede llevarnos a otro. La investigación no ha hecho más que empezar, y si ustedes nos ayudan, no hay ninguna razón para que no encontremos rápidamente al culpable. Para empezar, interrogaré a todo el equipo de arqueólogos uno a uno en la brigada. Los espero mañana por la mañana en Saint-Lô.

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