La puerta del destino (28 page)

Read La puerta del destino Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
4.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sólo en dos confío allí —declaró Tommy—: Albert, que trabaja para nosotros desde hace años...

—Ya. Me acuerdo de Albert. Un joven pelirrojo, ¿no?

—Ya no es ningún joven...

—¿Quién es la otra persona?

—No se trata de una persona, sino de mi perro Hannibal.

—¡Hum! Sí... Es posible que esté usted en lo cierto. ¿Quién fue...? ¡Ah! El doctor Watts escribió un himno que comenzaba así: «A los perros les encanta ladrar y morder, tal es su manera de ser»... ¿Qué es? ¿Un alsaciano?

—No. Un terrier de Manchester.

—¡Ah! Esos perros no son tan grandes como el de Dobermann, pero son de los que conocen su «oficio».

Capítulo XIII
-
La señorita Mullins

Tuppence estaba dando un paseo por el jardín cuando fue abordada por Albert, procedente de la casa.

—Una mujer quiere verla, señora.

—¿Quién es, Albert?

—Me ha dado un nombre: señorita Mullins. Una de las señoras de la localidad le ha recomendado que venga a verla.

—¡Ah, claro! Se tratará de este jardín...

—Sí. Me han hablado de él.

—Creo que será mejor que la haga venir aquí.

—Sí, señora —repuso Albert, adoptando el aire de un eficiente mayordomo.

Dirigióse hacia la casa, regresando a los pocos minutos con una mujer alta de aspecto masculino, que vestía pantalones y jersey.

—¡Qué viento más frío hace esta mañana! —comentó. Su voz era profunda, ligeramente ronca— Me llamo Iris Mullins. La señora Griffin me sugirió que viniese a verla. Usted deseaba contratar a una persona que se ocupase de todo lo concerniente a su jardín, ¿no?

—Buenos días —contestó Tuppence, estrechando la mano que le tendió su interlocutora—. Encantada de conocerla. En efecto, quiero contratar los servicios de una persona que cuide de él.

—Ustedes se han instalado aquí hace poco, ¿verdad?

—¡Ay! A mí me parece que llevamos años en este lugar —declaró Tuppence—. Verá usted... Hemos retenido demasiado tiempo a los electricistas, pintores y fontaneros que han intervenido en el arreglo de la vivienda.

—Ya —contestó la señora Mullins, con una ronca risita—. Sé lo que significa eso. No se acaba nunca con ellos. Y lo más seguro es que se vea obligada a llamarlos de vez en cuando, para corregir las inevitables negligencias en que incurren con sus prisas. Tiene usted aquí un bonito jardín, pero está un tanto abandonado...

—Así es. La última familia que vivió aquí no se preocupó poco ni mucho de esta parte de la finca —comentó Tuppence.

—La última familia... Eran los Jones, ¿no? No es que los conociera. Yo he vivido casi todo el tiempo que llevo aquí al otro lado del pantano. Por esa zona trabajo en dos casas con regularidad. A una voy dos días por semana. A la otra sólo le dedico un día. Lo cierto es que con un día por semana tan solo no basta si se quiere conservar un jardín como es debido. En este jardín trabajó el viejo Isaac, ¿no? Buena persona. Lástima que le pasara al pobre lo que le pasó. La encuesta judicial se celebró hace una semana, ¿verdad? He oído decir que todavía no se ha descubierto al autor del crimen. La gente habla de los jóvenes gamberros de ahora... Van en grupos, haciendo de las suyas. Generalmente, cuantos menos años tienen, peores son... ¡Oh! ¡Que bonitas magnolias tiene usted ahí! Son de la mejor clase. Hay personas que en cuestión de flores prefieren los ejemplares exóticos cuando tenemos en casa especies de lo más primoroso...

—Si quiere usted que le sea sincera le diré que lo que a mí me produce ilusión es el huerto.

—Comprendido. Las familias anteriores, por lo que veo, no prestaron en esta casa la atención debida a un punto tan interesante. La gente quiere ir a lo práctico, es decir, a lo que ella entiende por tal: comprar sus verduras en el mercado y no preocuparse de más.

—No sé... Yo disfrutaría teniendo aquí guisantes, habas, coles y todo lo demás, cada cosa en su tiempo. Económicamente es posible que no tuviera ninguna ventaja, pero de esta forma se tienen cosas siempre a mano, frescas...

Albert apareció de repente junto a ellas.

—La señora Redcliffe le llama por teléfono —notificó a Tuppence—. Quiere saber si va usted a comer con ella mañana.

—Dígale que no me es posible, que lo siento. Lo más seguro es que tengamos que ir mañana a Londres. ¡Oh! Espere sólo un momento, Albert. Voy anotar aquí una cosa...

Tuppence sacó de su bolso un pequeño bloc, en una de cuyas hojas escribió unas palabras. Arrancó ésta y se la entregó a Albert.

—Dígale a mi esposo que me encuentro en el jardín, en compañía de la señorita Mullins. No me acordé de facilitarle el nombre completo y las señas de la persona a la cual está escribiendo. En este papel figura todo...

—De acuerdo, señora —contestó Albert, retirándose.

Tuppence reanudó la conversación con su visitante.

—Pues si tiene usted tres días ocupados de la semana ya anda bastante atareada —consideró.

—Efectivamente. Y más si se tiene en cuenta que vivo al otro lado del poblado. Habito en una pequeña casa...

En aquel instante, salió Tommy de la casa. Le acompañaba Hannibal, que no cesaba de describir grandes círculos a su alrededor. El perro se aproximó a Tuppence primeramente. Luego, se quedó inmóvil unos segundos, estiró las patas y se lanzó sobre la señorita Mullins ladrando fieramente. Ella dio uno o dos pasos atrás, alarmada.

—Este perro es terrible —dijo Tuppence—. Pero no muerde, ¿sabe? Bueno, en raras ocasiones, al menos. Habitualmente, a quien ataca es al cartero.

—Todos los perros muerden alguna vez al cartero. O lo intentan... —contestó la señorita Mullins.

—Como guardián es un perro magnífico —explicó Tuppence—. Es un terrier de Manchester, ¿sabe usted? Esos terriers siempre han sido excelentes guardianes. La casa está protegida con un animal así. Éste no dejaría acercarse aquí a nadie y mucho menos dejaría entrar a un desconocido. Cuida muy bien de mí. Evidentemente, me considera lo más importante de la finca.

—Sí. No dudo de su utilidad.

—¡Se cometen tantos robos en la actualidad! —exclamó Tuppence—. Muchos de nuestros amigos han sido víctimas de los ladrones. Algunos de éstos operan en pleno día, desplegando una extraordinaria audacia. Simplemente, arriman unas largas escaleras a las ventanas de las casas, fingiendo que van a limpiar los cristales... Bueno, hay todo género de tretas. Por eso no está nada mal que sepan que hay de guardián en la vivienda un perro feroz.

—Creo que tiene usted razón.

—Aquí está mi esposo —dijo Tuppence—. Te presento a la señorita Mullins, Tommy. La señora Griffin ha tenido la atención de decirle que buscábamos una persona que cuidara de nuestro jardín.

—¿Y no resultará este trabajo un poco pesado para usted, señorita Mullins?

—Desde luego que no —contestó la señorita Mullins, con su ronca voz—. No todo es duro en este género de trabajos. Y si se sabe alternar unos con otros queda tiempo para tomarse un descanso. Aquí habrá que plantar, abonar, preparar adecuadamente la tierra. Sólo así se obtienen buenos resultados.

Hannibal continuaba con sus ladridos.

—Yo creo —manifestó Tuppence— que lo mejor sería que te llevaras el perro a la casa, Tommy. Esta mañana ha adoptado una actitud protectora que resulta ya francamente molesta.

—De acuerdo, querida —contestó Tommy.

Tuppence se dirigió a la señorita Mullins.

—Entremos en la casa, ¿quiere? ¿No le apetece beber algo fresco? Hace calor hoy. Concretaríamos detalles sobre la cuestión del jardín.

Hannibal quedó encerrado en la cocina y la señorita Mullins aceptó una copa de jerez. Tuppence y ella estuvieron charlando unos minutos más. Finalmente, la visitante echó un vistazo a su reloj, declarando que andaba un tanto apremiada de tiempo.

—Tengo una cita —explicó— y no quiero llegar tarde a ella.

Despidióse un tanto apresuradamente y se fue a buen paso.

—La impresión a primera vista, es buena —dijo Tuppence, refiriéndose a la señorita Mullins.

—Pues sí —repuso Tommy—. Pero nunca puedes estar seguro...

—¿Se me permite formular una pregunta? —inquirió Tuppence, cavilosa.

—Has estado paseando largo rato por el jardín, querida, y creo que debes estar cansada. Es conveniente que dejemos nuestra excursión de esta tarde para otro día... Te han ordenado reposo, no lo olvides.

Capítulo XIV
-
La campaña del jardín

—Tú me entiendes, Albert —dijo Tommy.

Este y Albert se hallaban en la cocina. El último se encontraba fregando las piezas del servicio de té que acababa de bajar del dormitorio de Tuppence.

—Sí, señor —repuso Albert—. Le entiendo.

—Me figuro, ¿sabes?, que te verás avisado, en parte, por... Hannibal. Es un buen perro en ciertos aspectos —dijo Albert—. No le toma afecto a cualquiera.

—En efecto. No es uno de esos perros que acogen con alegría a los ladrones moviendo el rabo complacidos a la vista de una persona no merecedora de su cordialidad. Hannibal sabe bastantes cosas. Pero, bueno, creo que te lo he expuesto todo con claridad, ¿eh?

—Sí. No sé qué es lo que tengo que hacer si la señora... Bien. Yo he de hacer lo que la señora diga o decirle lo que usted me ha comunicado, o...

—Me figuro que sabrás ser diplomático —indicó Tommy—. Voy a hacer que se quede en cama hoy. Me marcho dejándola por entero a tu cargo.

Albert acababa de abrir la puerta principal de la casa, enfrentándose con mi joven embutido en un traje de mezclilla. El sirviente de los Beresford miró a Tommy, vacilante. El visitante entró en el vestíbulo, sonriendo afablemente.

—¿El señor Beresford? Me he enterado de que buscan ustedes a alguien que cuide de su jardín. Se han instalado aquí recientemente, ¿no? Ya he podido comprobar que el jardín de la casa se encuentra algo descuidado. Hace un par de años estuve trabajando para un señor apellidado Solomon... Es posible que haya oído hablar de él.

—¿El señor Solomon? Sí. Alguien se refirió a él hallándome yo presente.

—Me llamo Crispin, Augus Crispin. Si no tiene inconveniente, veamos que es lo que hay que hacer aquí.

—En este jardín han sido realizadas algunas modificaciones —comentó el señor Crispin.

Tommy le llevó a los macizos de flores, guiándolo luego hasta la parcela dedicada a las verduras.

—Aquí es donde en otro tiempo se cultivaban espinacas habitualmente. Más allá hay otras parcelas. También se criaban melones aquí.

—Me da usted la impresión de hallarse muy al corriente de todo lo concerniente al jardín.

—Es que he oído muchas cosas referentes a él en los viejos tiempos. Cualquier señora ya entrada en años de la localidad es capaz de hablarle de estos macizos de flores y Alexander Parkinson se refirió con frecuencia ante sus amigos a las hojas de digital.

—Debió de ser un muchacho fuera de lo corriente.

—Tenía ideas propias, ciertamente, y se hallaba obsesionado por las historias de tipo criminal. En uno de los libros de Stevenson dejó una especie de mensaje en clave. El libro era
La Flecha Negra
.

—Una obra excelente, ¿verdad? La leí hace cinco años. No había pasado hasta entonces de
Secuestrado
. Cuando trabajaba para... —Crispin vaciló.

—¿El señor Solomon? —sugirió Tommy.

—Sí, sí. Ése es el nombre. Por aquellas fechas oí contar ciertas cosas... del viejo Isaac. No sé si estoy equivocado, si capté mal los rumores... Tengo entendido que Isaac iba ya para los cien años y que trabajó para ustedes aquí.

—Sí. Teniendo en cuenta su edad —declaró Tommy—, se movía con desenvoltura. Sabía muchas historias, de las cuales nos hizo partícipes. Debían de habérselas contado. No eran fruto de sus experiencias directas.

—A él le agradaban las habladurías de los viejos tiempos. Tiene aquí algunos parientes todavía, ¿eh? Éstos escuchaban sus relatos e hicieron algunas comprobaciones a ellos referentes. Supongo que a usted también le habrán referido muchas cosas.

—En la actualidad, todo ello parece descansar sobre una lista de nombres. Son del pasado, nombres que, naturalmente, a mí no me dicen nada.

—¿Puros rumores?

—En su mayor parte. Mi esposa fue anotando todo lo que quisieron contarle. Ignoro si tendrán algún significado. Yo mismo me he procurado una lista. Llegó a mis manos ayer, realmente.

—Hábleme de ella.

—Se refiere a un censo —explicó Tommy—, el que se hizo el día... Bueno, yo anoté la fecha, la cual le facilitaré oportunamente. En el impreso aparecen anotadas las personas que pasaron la noche aquí. Se celebró una gran reunión. Hubo una cena.

—Todo eso, pues, referido a una fecha determinada, a una fecha quizás interesante, ¿no?

—Sí —replicó Tommy.

—Puede que se trate de un documento de gran valor. Un papel, tal vez, muy significativo, ¿eh? Hace poco que vinieron a vivir aquí, ¿verdad?

—Sí —repuso Tommy—. Y es posible que nos vayamos de esta casa pronto.

—¿No le gusta? La casa es muy hermosa y este jardín... Bien. Aquí podrá trazarse un jardín muy hermoso. Tienen ustedes unas flores preciosas. Sí, ciertamente que hay que iniciar una limpieza a fondo, quitar algunos matorrales e incluso árboles... He visto varios setos que están perdidos, en los que no volverá a haber flores. No me explico, la verdad, por qué quieren irse de aquí.

—Todas estas cosas que nos rodean están asociadas con el pasado y esta clase de asociaciones no resulta siempre grata —informó Tommy.

—El pasado... —murmuró el señor Crispin—. ¿En qué forma se conecta el pasado con el presente?

—Uno piensa que no hay por qué ocuparse de aquél, ya que ha quedado atrás. Pero siempre queda un residuo, por así decirlo, a nuestro alcance. Siempre hay un personaje o varios del pretérito que cobra vida merced a lo que cuentan los de nuestro tiempo. ¿Está usted realmente dispuesto...?

—¿Que si estoy dispuesto a trabajar para ustedes en el jardín? Sí, claro. Será para mi una tarea muy interesante. Esto de la jardinería constituye, verdaderamente, mi pasatiempo favorito.

—Ayer vino a vernos una tal señorita Mullins.

—¿Mullins? ¿Mullins? ¿Se dedica a estos trabajos?

—Creo que sí... Debe de ser así. Una tal señora Griffin dio su nombre a mi esposa. Ella nos la envió.

—¿Se pusieron de acuerdo con esa mujer o no?

—Me parece que no quedó concretado nada —explicó Tommy—. He de notificarle que contamos aquí con un buen perro guardián. Es un terrier de Manchester.

Other books

Illegally Dead by David Wishart
[06] Slade by Teresa Gabelman
City of Shadows by Pippa DaCosta
The Way We Bared Our Souls by Willa Strayhorn
The Keeper by John Lescroart
The Calling by Cate Tiernan