La puerta del destino (12 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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—Resulta lógico, ya que en el sótano las hay en abundancia. Sabrás que encontré allí unas botellas de ron de laurel.

—¿Ron de laurel? Muy interesante.

—¿Tú crees? —inquinó Tuppence—. ¿Es para beber eso? Yo me inclino a pensar que no.

—La gente utilizaba ese ron antes para el cuidado de sus cabellos. Los hombres, se entiende.

—Cierto —repuso Tuppence—. Recuerdo que mi tío... Sí. Yo tenía un tío que usaba el ron de laurel. Se lo traía un amigo suyo de América.

—¿De verdad? Es un dato muy interesante —insistió Tommy.

—No creo que lo sea tanto como tú dices. A nosotros de nada nos va a servir, de todos modos. Esto es: tú no podrías esconder nada en una botella de ron de laurel.

—¡Ah! Conque has estado ocupada en eso...

—Hay que empezar por alguna parte, ¿no? —preguntó Tuppence—. Cabe la posibilidad de que, como te dijera nuestro amigo, haya sido escondido algo en esta casa, pero es bastante difícil dar con el lugar escogido y la naturaleza de la cosa escondida. Ahora bien, cuando se vende una casa, cuando se deja por cualquier motivo, lo normal es que la misma quede prácticamente vacía. El que la hereda, por ejemplo, saca los muebles y los vende. Y si los deja en su sitio es el siguiente propietario quien se desprende de ellos. En pocas palabras: todo lo que puedes hallar en una vivienda, data frecuentemente de la fecha en que vivió en ésta el ocupante anterior.

—Entonces, ¿por qué ha de surgir alguien que desee causarte un daño a ti, a mí, o que pretenda hacernos dejar la casa? Hay que pensar, forzosamente, que aquí hay una cosa que esa persona desconocida no quiere que localicemos.

—Bueno, tú te has forjado la idea —señaló Tuppence—. Puede que carezca de todo fundamento. De todas maneras, no he perdido el tiempo. He dado con algunas cosas, Tommy.

—¿Tienen que ver con Mary Jordan?

—No de un modo particular. El sótano contiene unos cuantos artículos relacionados con la fotografía. Tenemos una lámpara de cuarto oscuro, es decir, lo que se utilizaba como tal, tiempo atrás, con un vidrio rojo, y el ron de laurel. No he visto, en cambio, losas de piedra grandes que pudieran hacer pensar en la existencia de una cavidad misteriosa. Encontré unos baúles y un par de viejas maletas. En ellas no puede guardarse nada ya. Creo que se harían pedazos si les propinaras una patada. Por ahí, la investigación inicial ha desembocado en el fracaso.

—Lo siento —contestó Tommy—. En definitiva, no has obtenido ninguna satisfacción.

—Bueno, había algunas cosas que resultaban interesantes... Oye: me parece que sería mejor que me fuera arriba unos momentos, para quitarme de encima del todo las telarañas, antes de que sigamos hablando.

—Tienes razón —dijo Tommy—. Tendrás mejor aspecto cuando hayas hecho eso.

—A mí me agradaría, Tommy, que en cualquier circunstancia, pese al aspecto y a los estragos del tiempo, me consideraras atractiva.

—Tuppence querida: no hay una sola mujer en el mundo que me resulte más atractiva que tú. Ahora mismo, estoy viendo una telaraña enrollada en tu oreja izquierda que me parece auténticamente deliciosa, por ser tuya. Es como uno de los rizos que luce la emperatriz Eugenia en los cuadros. Por cierto que te llega hasta el cuello. Me inclino a pensar que tu pelo alberga también la araña productora.

—¡Vaya! Esto ya me disgusta.

Tuppence se sacudió los cabellos. Trasladóse a la planta superior y poco después se reunía de nuevo con Tommy. Le estaba esperando una bebida preparada por su esposo. Ella fijó la vista, pensativa, en el vaso.

—No querrás que me beba el ron de laurel, ¿eh?

—No, desde luego. Tampoco yo tengo el menor deseo de probarlo.

—Continuaré con lo que te iba diciendo... —anunció Tuppence.

—Adelante. Estoy escuchándote.

—Pensé: «Si yo me decidiera a esconder algo en esta casa que no quisiera que encontrasen los demás, ¿qué clase de sitio elegiría?»

—Sí —manifestó Tommy—. Un planteamiento muy lógico.

—Seguí razonando, «¿En qué sitios puede una esconder cosas?» Uno de ellos, indudablemente, podría ser el vientre de «Mathilde».

—¿Cómo has dicho? —inquirió Tommy.

—El vientre de «Mathilde». Me refiero al balancín—caballo. Ya te hablé de él. Es de procedencia americana.

—Tenemos ya muchas cosas que provienen de América —señaló Tommy—. También ese ron de laurel, según dijiste.

—El balancín—caballo tenía un orificio en el vientre, que me hizo ver el viejo Isaac. Por él asomaban unos papeles, un relleno, seguramente. Nada que valiera la pena. Pero de todos modos aquél era un lugar ideal a la hora de querer esconder una cosa, ¿no?

—En efecto.

—Pensé también en «Truelove». Inspeccioné a «Truelove» de nuevo. Forma parte de éste una especie de silla en mal estado, cuya parte superior es un trozo de tela impermeabilizada. Allí no había nada... Tampoco di con objetos de uso personal. Me puse a reflexionar otra vez. Tenía que pensar en la estantería y los libros. La gente es aficionada a esconder cosas en los libros. La biblioteca de arriba está por terminar.

—Yo creía lo contrario —declaró Tommy.

—Quedaba el último estante de abajo... Me fui arriba y sentándome en el suelo revisé el contenido de aquél. Allí no encontré más que sermones, viejos sermones escritos por un sacerdote metodista. No ofrecían mucho interéS; no contenían nada de particular. Entonces, saqué todos los libros, dejándolos en el suelo. E hice un descubrimiento: vi un orificio detrás, hecho por Dios sabe quién, en el que habían sido introducidas cosas a modo de relleno, libros hechos pedazos... Era bastante grande el boquete. Había sido tapado con un trozo de papel de embalar, del que tiré para saber a qué atenerme concretamente. Hay que llegar hasta el fin en estas situaciones. ¿Qué querrás creer que vi a continuación?

—¡Yo qué sé! ¿Un ejemplar de la primera edición de
Robinson Crusoe
?

—No. Un libro de nacimientos.

—Un libro de nacimientos... ¿Y qué es eso?

Antes, hace ya mucho tiempo, se usaban tales libros. En la época de los Parkinson, me figuro. Y, probablemente, mucho antes ya. Aquél estaba destrozado, roto. No valía la pena de ser conservado, por lo visto, y lo tiraron allí. Ahora, se refiere a años que quedan lejos y me figuro que quizá podamos encontrar algún dato útil en él.

—Ya. Estás pensando en los nombres que pudieron ser anotados en sus páginas.

—Sí. He empezado a repasarlo. No me he impuesto bien todavía de su contenido, sin embargo. Puede ser que contenga nombres interesantes, desde luego...

—Es posible —murmuró Tommy, con cierto escepticismo.

—En materia de libros fue el único que vi curioso. No había nada más allí, en aquel estante. Hay que mirar ahora en los armarios.

—¿Has pensado en los muebles? —sugirió Tommy—. Los hay con cajones de doble fondo, con cajones secretos.

—Tommy: creo que no te has detenido a reflexionar un poco. Los muebles que hay ahora en la casa son los nuestros. Entramos en una casa vacía, que hemos amueblado con lo que teníamos. Lo único hallado aquí que data de otros tiempos es lo que contiene el sitio llamado KK: juguetes destrozados y asientos de jardín. Quiero decir que no hay muebles antiguos en la casa. Los que vivieron aquí antes, se llevaron sus cosas o enviaron por ellas después de venderlas. Ha pasado mucha gente por aquí. De los Parkinson no queda nada por tal razón. Pero he logrado dar con algo que no sé si nos será útil...

—¿De qué se trata, Tuppence?

—De unas tarjetas de menús chinos.

—¿Tarjetas de menús chinos?

—Sí. Estaban en ese viejo armario que no habíamos conseguido abrir. El que está enfrente de la despensa. Recordarás que no aparecía la llave por ninguna parte. Pues bien, la encontré en una caja vieja. En el KK, por cierto. Aceité la llave un poco y logré abrir la puerta del armario. No contenía nada, casi... El interior estaba muy sucio, albergando unas piezas de porcelana hechas añicos. Esto sería de la última familia que vivió aquí. Pero, apilados en el estante superior, cuidadosamente, vi los menús. Estas cosas se usaban mucho en la época victoriana, cuando se celebraban reuniones. ¡Qué manjares comía aquella gente! Hacían unas comidas deliciosas. Después de cenar te leeré algunos menús. Son fascinantes por su contenido. Fíjate: dos sopas, una clara, la otra espesa; después venían dos clases de pescado; seguidamente, entremeses de un par de clases, y ensalada o algo parecido. Todavía hacían honor los comensales a un plato de carne. Finalmente, se llegaba... no recuerdo a qué. Creo que era un sorbete de helado, ¿no? Y después todavía servían una ensalada a base de langosta. ¿Puedes creértelo?

—Silencio, Tuppence —repuso Tommy—. Uno no es de piedra. No sé si podré seguir resistiendo.

—Consideré muy interesante mi descubrimiento. Te lleva a otra época; te hace retroceder muchos años...

—¿Y qué esperas obtener a base de tus hallazgos?

—Yo creo que lo que ofrece más posibilidades es el libro de nacimientos. He visto que en una de sus páginas se menciona a un tal Winifred Morrison.

—¿Y qué?

—Winifred Morrison, según tengo entendido, era el nombre de soltera de la anciana señora Griffin. ¿No te acuerdas de que fui a tomar el té con ella, en su casa, el otro día? Es una de las habitantes más antiguas de este lugar. Sabe de muchas cosas que sucedieron en su tiempo y antes. Espero que se acuerde o haya oído hablar de algunos de los nombres reseñados en el libro de nacimientos. Esto podría sernos útil.

—Es posible —afirmó Tommy, dudoso—. Aún pienso...

—¿Qué?

—No lo sé con certeza —repuso Tommy—. Vámonos a la cama, Tuppence. ¿No crees que lo mejor sería desentendernos de una vez de este asunto? ¿Por qué este empeño nuestro en descubrir quién mató a Mary Jordan?

—¿No quieres que sigamos con ello?

—Por mi parte, no. Al menos... yo renuncio. He de admitir que has logrado meterme en esto, Tuppence.

—¿No has conseguido descubrir nada de interés?

—No tuve tiempo de hacer nada hoy. Pero me he procurado unas cuantas fuentes más de información. He confiado varias tareas a la mujer de que te hablé, ya sabes, aquella que actúa tan inteligentemente en las investigaciones...

—Bien. Podemos esperar lo mejor todavía. Todo esto es una insensatez, pero quizá nos divirtamos un poco.

—No sé si llegaremos a divertirnos tanto como tú te figuras.

—Bueno, no importa —dijo Tuppence—. De todas formas, habremos hecho un esfuerzo con la mejor intención.

—Haz lo posible por no esforzarte demasiado, querida —contestó Tommy—. Eso es precisamente lo que me preocupa más... cuando me encuentro lejos de ti.

Capítulo VI
-
El señor Robinson

—¿Qué estará haciendo Tuppence en estos momentos? —preguntó Tommy, suspirando.

—Perdone. No le he entendido bien.

Tommy volvió la cabeza para estudiar el rostro de la señorita Collodon muy atentamente. La señorita Collodon era una mujer delgada, flaca más bien, de grisáceos cabellos, que se recuperaban lentamente de un baño de peróxido proyectado para hacerla aparecer más joven (cosa no conseguida). Ahora estaba probando suerte con varios matices de un gris artístico, tono de humo, azul de acero y otros tonos adecuados para una dama cuya edad se podía situar entre los sesenta y los sesenta y cinco. Entregada a la investigación, su faz revelaba una especie de ascética superioridad y una suprema confianza en sus personales realizaciones.

—¡Oh! Lo que acabo de decir no iba con usted, señorita Collodon —manifestó Tommy—. Ha sido algo... algo que de pronto se me ha venido a la cabeza.

Thomas siguió entregado a sus reflexiones, poniendo ahora buen cuidado en no traducirlas en palabras. «¿Qué es lo que puede estar haciendo hoy? —se preguntó—. Alguna tontería, sin duda. Andará metida entre los viejos juguetes. O se lanzará por la pendiente inmediata a la casa sobre aquel chisme para terminar cuando menos se lo piense con algún hueso roto. Ahora lo más frecuente son las fracturas de cadera, aunque no sé por qué la pelvis ha de ser más frágil que un fémur, por ejemplo.» Tommy se dijo que decididamente Tuppence estaría haciendo alguna estupidez y si no era así, andaría metida en cualquier peligrosa empresa. Sí, peligrosa. Siempre había resultado difícil apartar a Tuppence del peligro. Evocó ciertos episodios pertenecientes ya al pasado. Recordó una cita, que recitó inconscientemente:

Puerta del Destino...

No pases por ella, ¡oh caravana!, o pasa sin cantar.

¿Has oído

ese silencio donde los pájaros están muertos,

aunque haya imitado el gorjeo de un pájaro?

La señorita Collodon respondió inmediatamente, causando una gran sorpresa en Tommy:

—Flecker. Continúa así:

Caravana de la Muerte... Caravana del Desastre,

Fuerte del Temor.

Tommy la miró fijamente. Luego, comprendió lo que la señorita Collodon estaba pensando: que le estaba exponiendo un problema de tipo poético para ser investigado. Seguramente se imaginaba que él deseaba la cita completa y el nombre del poeta, autor de la misma. Lo malo de la señorita Collodon era que sus actividades abarcaban un campo de gran amplitud.

—Estaba acordándome de mi esposa —declaró Tommy, en tono de excusa.

—¡Ah! —exclamó simplemente su interlocutora.

En sus ojos apareció ahora otra expresión, al mirar a Tommy. Un problema matrimonial, estaba deduciendo. Luego, probablemente, le ofrecería las señas de un centro asesor, donde podrían darle orientaciones para solucionar sus dificultades familiares.

Tommy preguntó apresuradamente:

—¿Ha sacado usted algo en concreto de la gestión que le confié anteayer?

—¡Oh, sí! No ha sido muy difícil. En Somerset House todo son facilidades, generalmente. No creo que vea nada de particular en mis datos, pero tomé notas relativas a nombres y direcciones de ciertos nacimientos, enlaces matrimoniales y muertes.

—¿Llevan todos el apellido Jordan?

—Jordan, sí. Hay una Mary. Está María y Polly Jordan. Y también una Mollie Jordan. No sé si uno de estos nombres será el que le interesa. Es para usted...

La señorita Collodon alargó a Tommy una hoja de papel mecanografiado.

—Gracias. Muchísimas gracias.

—Hay varias señas también. Las que me pidió. No he sido capaz de dar con las del comandante Dalrymple. En la actualidad, la gente cambia de domicilio con frecuencia. Dos días más y esta información quedaría confirmada. He aquí las señas del doctor Heseltine. Ahora vive en Surbiton.

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