La Regenta (104 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con el Marqués y los curas en el palacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de la
mesa de aldea
, aún vestida de aldeana del país, y colorada, echando chispas de oro de los rizos de la frente, y chispas de brasa de los ojos vivos, elocuentes, llenos de una alegría maligna que robaba los corazones de los aldeanos y de algunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resistir más, se escapó como pudo y volvió a la casa nueva, donde la algazara había llegado a ser estrépito de los diablos. En el momento de entrar él, don Víctor (con una montera
picona
en la cabeza) cantaba un dúo con Ripamilán, rejuvenecido, junto al piano, que tocaba como sabía don Álvaro, con un puro en la boca, zarandeando el cuerpo y cerrando y abriendo los ojos brillantes que el humo del cigarro cegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa, la gobernadora y la Baronesa paseaban por la huerta; la gente
joven
, Obdulia, Visita, Ana, Edelmira y la niña del Barón, corrían solas por el bosque.

Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres.

Así lo comprendió Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto de Quintanar y don Cayetano y correr detrás de
aquellas
.

—Deja, luego—decía Paco, que gozaba mucho con las canciones antiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se quedaron roncos, que fue pronto, se dejó el piano y se cumplieron los deseos de Orgaz. Él, Paco, Mesía y Bermúdez salieron de la casa y entraron en el bosque. «Ya no se oían los gritos de
aquellas
». «¿Se habrían escondido?». «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».

«¡Magnífico! ¡magnífico!».

Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.

Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó sobre la yerba. Un encuentro a solas con cualquiera de aquellas señoras y señoritas en un bosque espeso de encinas seculares, le parecía una situación que exigía una oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y, sin embargo, ¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntima con Obdulia o con Ana
sobre la verde alfombra
!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buen cigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudo oír el diálogo que entablaron.

—¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.

—¿A mí, don Víctor?

—Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, los nervios... las locuras... como aquella de la procesión.... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?

—Sí señor—dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.

—¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?... ¿radicalmente?...

—Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no era enfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado... por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que el reverso de la misma medalla.

—¿Cómo? usted me asusta.

—Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa... viva... exaltada... necesita mucha actividad, algo que la estimule... necesita....

Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.

—¿Qué necesita?—Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... que es extremosa por temperamento.... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de la salud....

—Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.

—¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?

—¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita....

—¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso....

—¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en su espíritu en cierto sentido?...

—Justo. Es muy probable. Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabra del diálogo del balcón.

—¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?

—Sí señor; es un aforismo médico:
ubi irritatio ibi fluxus
.

—¡Perfectamente! ¡
Ubi irritatio
... justo,
ibi
...
fluxus
!

¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva
irritatio
que pudiéramos decir?...

—Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.

—Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!

—Sí señor.—¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:

—A nada.—¡Santa Bárbara!—gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto.

Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.

Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua a torrentes. Allá al extremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañaban refugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia.

—¿Y los chicos?—preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.

Llamaba
los chicos
a los que habían salido al bosque.

—¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos.... Se van a poner perdidos—exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos.... ¡A qué cosas no estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».

—Es preciso ir a buscarlos—decía el gobernador.

—Hay que llevarles paraguas...—Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer....

—Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir y mandar....

Y se deliberó largamente qué se haría.

—Hay que salvar a los náufragos—dijo el Barón a guisa de chiste.

El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:

—Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.

—¡Bravo, bravo!—gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmo ajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casa y puso pálidos a los más valientes.

—¡Vamos, vamos, pronto!—gritó el Magistral, cuya palidez no la causaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condición de clérigo.

—Pero... don Fermín—se atrevió a decir Quintanar—por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro.... El árbol atrae el rayo.... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!...

—¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana....

—Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana....

—¡Al monte! ¡don Víctor, al monte!—rugió el Provisor.

Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que los anteriores.

—Señores—dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba—. No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.

—¿Cómo a techo?...—Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa del leñador que usted no conoce; es una cabaña rústica, que el Marqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lo más espeso del monte....

El Magistral no quiso oír más. Salió con un paraguas bajo el brazo y dejó caer el otro a los pies de don Víctor.

El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para sus adentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sin explicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a la Regenta y no los criados.

Tampoco los señores del salón comprendían aquello; y sonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que era un misterio la conducta del Magistral.

—Tenía razón don Víctor—advirtió el barón—¿por qué no habían de haber ido los criados?

—Además—dijo el gobernador—eso parece una lección a todos nosotros, especialmente a usted que tiene por allá a su hija....

El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilán que había metido cien rayos en la casa.

El miedo ya era general.—Ea, ea, señores—dijo el Arcipreste desde la alcoba—a rezar tocan; yo voy a rezar con permiso de ustedes...
In nomine Patris
...

—XXVIII—

—¿Adónde van ustedes?—gritaba la Marquesa desde el
Belvedere
al Magistral y a don Víctor que uno tras otro, a veinte pasos de distancia, corrían por el bosque, calados ya hasta los huesos, chorreando el agua por todos los pliegues de la ropa y por las alas del sombrero.

—¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas.

La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.

—Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿a dónde me lleva usted?

Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porque continuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás un momento.

De rama a rama, de tronco a tronco, en todas direcciones subían y bajaban hilos de araña que se le metían por ojos y boca al ex-regente, que escupía y se sacudía las telas sutilísimas con asco y rabia.

—¡Esto es un telar!—gritaba, y se envolvía en los hilos como si fueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hinojos, blasfemando, contra su costumbre.

—También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse.... Si no hay más que arañas y espinas.... Don Fermín, espere usted por las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.

Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.

No osó blasfemar otra vez.—¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad!

De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima y disimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se le ocurría:

—Parece mentira que sea usted cazador.

—Soy cazador en seco, compadre, pero esto es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas se me meten en el estómago... y sobre todo a mí me gustan las acciones heroicas que tienen alguna utilidad.
Nisi utile est id quod facimus, stulta est gloria
ha dicho Baglivio. ¿A dónde vamos nosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?

—A buscar a doña Ana que estará... poniéndose perdida....

—¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están a techo.... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadando como nosotros? ¿Además no tienen pies para volverse a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿y para qué sirven los paraguas?

El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas no servían de nada en el bosque.

—Haga usted lo que quiera—dijo—yo sigo.

—Eso es darme una lección—replicó don Víctor algo picado y continuando también la ascensión penosa.

—No señor.—Sí señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece a mí que mi mujer me importa más a mí que a nadie.... Y usted dispense este lenguaje... pero, francamente, esto ha sido una quijotada.

Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, pero estaba furioso y no quiso recogerla.

El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño del paraguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojaba idiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud de consideraciones... y continuó subiendo en silencio.

A lo que iba, iba; todos aquellos insultos le sonaban como le sonarían a un náufrago los que le arrojasen desde tierra.... Dos ideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos de fuego:
Ubi irritatio ibi fluxus
decía una; y la otra: ¡estarán en la casa del leñador! No creía el Provisor en una Providencia que aprovecha juegos de la suerte, combinaciones de teatro para dar lecciones, pero supersticiosamente enlazaba el recuerdo de la mañana, de su paseo y conversación con Petra, con las escenas también campestres en que temía groseramente ver enredada a la Regenta.

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