Authors: Leopoldo Alas Clarin
—¿Para quién es esto?—Para don Álvaro—contestó Petra.
—Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda—añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en lontananza.
Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.
Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.
Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sin vergüenza.
«¡También esto era cosa de la salud!».
La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos los señores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a la parroquia rural de San Pedro de Santianes; Pepe el casero era aquel año factor de la fiesta de la parroquia, y pensaba echar la casa por la ventana, «para no dejar mal al señor Marqués».
Anita, en la postdata de su última carta decía al confesor:
«El Marqués me ha dicho que piensa invitar a usted a la romería de San Pedro. Somos nosotros
los factores
... Supongo que no faltará usted. Sería un solemne desaire».
«No, no faltaré, pensaba don Fermín dando vueltas en la cama. Ojalá tuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlo todo... pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesión que me vence siempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy seguro de que al fin he de tomar el camino del Vivero, más vale ahorrarme el tormento de la batalla y declararme vencido. Iré».
Y no pudo dormir una hora seguida en toda la noche. Pero esto era achaque antiguo ya. Desde que Anita «
había vuelto a engañarle
» don Fermín no gozaba hora de sosiego.
Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en su coche, lo cual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que De Pas fingía no sentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona a alquilar una berlina. Mandó que le esperase fuera del Espolón a las diez en punto. Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humor de mil diablos.
«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas de impaciencia. Por fin llegó el coche destartalado, sucio, a paso de tortuga.
—¡Al Vivero, a escape!—gritó don Fermín dejándose caer como un plomo sobre el asiento duro que crujió.
Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al aire, el caballo extenuado saltó sobre la carretera dos o tres minutos, y como si aquello fuese una falta de formalidad indigna de sus años, que eran muchos, volvió al paso perezoso sin protesta de nadie.
El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otro coche de la misma casa por lo menos, pocas semanas antes iba él llorando de alegría, llena el alma de esperanzas, de proyectos que le hacían cosquillas en los sentidos y en lo más profundo de las entrañas. Y ahora un presentimiento le decía que todo había acabado, que Ana ya no era suya, que iba a perderla, y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que si estaba allí Mesía, como era casi seguro, todas las ventajas eran del petimetre. Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago. Tenía algo su traje del que luce Mefistófeles en el
Fausto
en el acto de la serenata. Había deliberado mucho tiempo a solas: ¿qué ropa llevaría? Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo. El sombrero de teja larga era odioso; demasiado corto era cursi, ridículo, parecía cosa de don Custodio; muy cerrado, antiguo, muy abierto, indigno de un Vicario general. ¿Iría de levita? ¡Vade retro! No, el cura de levita se convierte por fuerza en cura de aldea o en clérigo liberal. El Magistral muy pocas veces recurría a tal indumentaria. Oh, si le fuera lícito vestir su traje de cazador, su zamarra ceñida, su pantalón fuerte y apretado al muslo, sus botas de montar, su chambergo, entonces sí, iría de paisano, y la vanidad le decía que en tal caso no tendría que temer el parangón con el arrogante mozo a quien aborrecía. Sí, a quien aborrecía. Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No daba nombre a su pasión, pero reconocía todos sus derechos y estaba muy lejos de sentir remordimientos. «Él era cura, cura, una cosa ridícula, puestas las cosas en el estado a que habían llegado». Había comprendido que Ana sentía repugnancia ante el canónigo en cuanto el canónigo quería demostrarle que además era hombre. «¡Y sí era hombre vive Dios que era hombre, y tanto y más que el otro; capaz de deshacerle entre sus brazos, de arrojarle tan alto como una pelota!...». Dejaba de pensar en sus tristezas y en su cólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje, los palos del telégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvo que levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba. El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacía interminable. Aquella media legua se había estirado indefinidamente. «El Marqués se había portado como un grosero no ofreciéndole un asiento en su coche. La culpa la tenía él que había aceptado el convite. ¿Pero qué remedio?».
Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la grava reciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galope de dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.
Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y no repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.
Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningún convidado en la casa, ni los Marqueses, ni los de Quintanar estaban tampoco.
Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello. Sonrió al Magistral, y dijo:
—Los señores están en San Pedro.
—Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y....
La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte.
—Dios te lo pague, Petrica. Y hablaron. Hablaron de la vida que hacían allí los señores.
Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre! ¡qué revoltosa! nada de encerrarse en la capilla horas y horas, nada de rezar siglos y siglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades.... Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un roble.
—¿El señorito Paco vino?—preguntó de repente De Pas.
—Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señorito Álvaro, a caballo, a escape; tomaron un refresco como usted, y corrieron a San Pedro.... Creo que no habían oído misa y quisieron coger la de la fiesta....
En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitosos estallidos de cohetes cargados de dinamita.
—Ya están al alzar—dijo la doncella.
Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia del Magistral, que preguntó:
—¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí por el bosque, verdad?
—Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darse en el río en vez de... si quiere usted ir, le acompañaré yo misma; ahora no tengo nada que hacer allá dentro....
—Si eres tan amable.... Petra echó a andar delante del Magistral. Por un postigo salieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentas encinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque las laderas de una loma y el altozano, que era lo más espeso. Subía un repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de seda calada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picante atractivo.
—¡Qué calor, don Fermín!—decía la rubia, enjugando el sudor de la frente con pañuelo de batista barata.
—Mucho, rubita, mucho—respondía el Magistral, desabrochándose el maldito balandrán y soplando con fuerza.
—Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá en Matalerejo tengo entendido que corre como un gamo por los vericuetos....
—¿Quién te lo ha dicho a ti?
—¡Bah! Teresina...—¿Sois amigas, eh?—Mucho. Silencio. Los dos meditan. El canónigo reanuda el diálogo.
—No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a los bolos que ya ya....
Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín que hacía el ademán de arrojar una bola de roble por la cóncava bolera adelante....
Rió la doncella y continuando la marcha, dijo:
—No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vista está.
Callaron otra vez. Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetes de dinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso, apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de la hojarasca del bosque.
La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambos aldeanos. Volvieron a mirarse y a sonreírse.
—Ya vuelven—dijo Petra, deteniéndose de nuevo.
—¿Llegamos tarde?
—Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajo y cuando lleguemos nosotros a la iglesia, ya estarán en el Vivero....
—De modo....
—De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín, perdóneme usted este paseo... esta molestia!...
—No, hija, no hay de qué... al contrario.... Aquí se está bien... esta sombra... pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso... entre aquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerba segada... ¿eh? ¿qué te parece? voy a sentarme un rato....
Y lo hizo como lo dijo. Petra, sin atreverse a sentarse y sin querer dejar el puesto, miró al suelo ruborosa, hizo movimientos felinos, y se puso a retorcer una punta del delantal....
—¿Cansado? ¡bah!—se atrevió a decir—un mozo como usted....
La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con sus chorretadas, alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siempre de ideales perfumes campestres, de recuerdos amables.
El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba con una sonrisa amarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que se ofrecía, que le caía en la boca, allí... despreciado... y el imposible codiciado... cuanto más imposible, más codiciado.... Sin embargo, para que fuese menos ridícula su situación en el Vivero, le parecía muy oportuno poner por obra lo que meditaba. Y además, a él le convenía tener de su parte a la doncella de la Regenta, hacerla suya, completamente suya...».
—Petra....
—¿Señor?—gritó ella fingiendo susto.
—¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, no seas tonta... si no tienes prisa... puedes sentarte.... Así como así, yo quisiera preguntarte... algunas cositas respecto de....
—Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasa nadie; porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir a la iglesia, los que van siguen la trocha casa del leñador; es muy fresca y tiene asientos muy cómodos.
—Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.
Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. El monte se hacía más espeso.
La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como una aprensión de ruido.
Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre la yerba, algo distante de don Fermín; y encarnada como su saya bajera, se atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.
El Magistral se sentó dentro de la cabaña.
Hablaron. Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con la comitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entraba solo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro que se defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próxima pomarada de Pepe el casero.
El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:
—¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros, que destrozáis la yerba de Pepe.... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos!...—Pepe, no lejos del pozo, vestido con los trapos de cristianar, más una corbata negra que había creído digna de un factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba la cabeza y sonreía gozoso....
—Deje, señor, deje que
rebrinquen
los señoritos, que la
erba
yo la apañaré... en sin perjuicio....
La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos medio cerrados, no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma y le tocó salir del pozo... con ayuda de don Álvaro y los que estaban fuera.
No se avergonzó de que su confesor la hubiera visto en tal situación.... Le saludó amable, bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visita y con Edelmira a correr por la huerta, seguidas de Paco, Joaquín, don Álvaro y don Víctor.
Del Magistral se apoderó el Marqués que le llevó al salón donde estaban la Marquesa, la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que no quería correr con
aquellos locos
; el Barón, Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería correr, Benítez el médico de Anita, y otros vetustenses ilustres.
—Mire usted, señor Provisor—dijo Vegallana—; la fiesta se ha dividido en dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado a todos los curas de la comarca, catorce salvo error; yo les he propuesto venirse a comer aquí con nosotros, pero como algunos de ellos son cerriles, comprendí que preferían verse libres de damas y caballeretes de la ciudad y se les ha puesto su mesa en el palacio viejo, donde yo pienso acompañarlos. Ahora bien, yo proponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él no quiere.... Si usted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenos párrocos se creerían honrados infinitamente... ¡ya ve usted, como usted es el señor Vicario general!...