Authors: Leopoldo Alas Clarin
Con toda el alma había creído Ana que iba a volverse loca. A una exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultades morales se separaban, que dentro de ella ya no había nadie que fuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo, el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».
Por muchos días lo olvidó todo para no pensar más que en su salud; la horrorizaba la idea de la locura y el miedo del dolor desconocido, extraño, del cerebro descompuesto. Llamó a Benítez con toda el alma, y principio de la cura fue este mismo afán y el obedecer ciegamente las prescripciones del médico.
Si algo dijo este de alimentos, ejercicio y hasta baños, lo más y lo principal lo encomendó al cambio de vida, a la distracción, al aire libre, a la alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al campo, al campo! fue el grito de salvación, y Ana y Quintanar (que buen susto había llevado también), gritaron sin cesar desde la mañana a la noche: ¡Al campo, al campo!
Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no tenían en la provincia de Vetusta una quinta de recreo. Don Víctor continuaba siendo propietario en Aragón.
Ana en un arranque de valor, de un valor mucho más heroico de lo que podía suponer su marido, se atrevió a decir:
—Quintanar, ¿qué te parece esta idea...? irnos a pasar unos meses, hasta que vuelva el invierno....
—¿A dónde?—A tu tierra, a la Almunia de don Godino.
Don Víctor dio un salto.—¡Hija, por Dios!... ya soy viejo para un traqueteo tan grande de mis pobres huesos.... ¡La Almunia!... ¡con mil amores... en otro tiempo, pero ahora! Yo amo la patria, es claro, soy aragonés de corazón, y digo lo que el poeta, que es muy feliz el que no ha visto
más río que el de su patria;
pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache:
Porque es la patria al que dichoso fuere donde se nace no, donde se quiere.
¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar.... Y además separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡imposible!
No se pensó más en ello. Ana en el fondo del alma, se alegró de lo muy vetustense que era aquel aragonés.
Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyó haber cumplido con su deber en este punto.
Pero ¿a dónde irían a pasar aquellos meses de campo que Benítez exigía como condición indispensable para la salud de Ana?
Un día se hablaba de esto en casa de Vegallana. Estaban presentes a más de Quintanar y los Marqueses, Álvaro y Paco.
—El médico—decía el ex-regente—exige que la aldea a donde vayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.
—Veamos—dijo de Marqués.—Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas... ¡qué sé yo!
Don Álvaro tuvo una inspiración en aquel momento. Se acercó al oído de Paco y dijo:
—¡El Vivero! Paco adivinó y admiró. «¡Sólo el genio tenía aquellas revelaciones!».
Sin pensar en que secundaba planes mefistofélicos, dijo en voz baja:
—Papá, no conozco más quinta que reúna las condiciones de Benítez que una... que está a nuestra disposición....
Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron los Marqueses y su hijo:
—¡El Vivero!—¡Bravo, bravo, eureka!—repetía el Marqués—. Paco tiene razón, ¡al Vivero! se van ustedes al Vivero.
Y la Marquesa:—¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes de irnos a baños....
Don Víctor protestó.—¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes?
—Nosotros no vamos este año.—O iremos mucho más tarde.—Y cuando vayamos cabremos todos.—Allí hemos dormido, cada cual con entera independencia, más de veinte personas—advirtió Álvaro.
—Es claro; aquello es un convento.—No se hable más, no se hable más.
—¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi delicadeza?
A pesar de la delicadeza de don Víctor, quedó decretado que su mujer y él y los criados que quisieran llevar, irían a pasar aquellos meses que pedía Benítez en el Vivero, donde serían dueños absolutos.... Nada, nada, los Marqueses no admitieron objeciones.
—«¿No eran parientes?».
—«Cierto que sí»—tuvo que responder, muy orgulloso, Quintanar.
Ana al saber la noticia, comprendió que aquello era todo lo contrario de irse a la Almunia de don Godino. Pero no quiso pensar en los peligros que la estancia en el Vivero podía tener. Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin embargo, sin investigar las causas de ello, sintió durante todo aquel día una alegría de niña satisfecha en sus gustos más vivos, y aún más intenso fue su placer al despertar a la mañana siguiente con este pensamiento: «Voy al Vivero a hacer vida de aldeana, a correr, respirar, engordar... alegrar la vida... allí el sol, el agua corriente, el follaje... la salud...» y como un acompañamiento musical que encantaba toda aquella perspectiva, Ana sentía una indecisa esperanza que era como un sabor con perfumes... una esperanza... no quería pensar de qué... Pero ello era que el mundo parecía alegrarse, que la idea del Vivero la fortificaba como un placer positivo, de los que se gozan cuando duran las ilusiones. «Aquel Benítez la estaba rejuveneciendo».
Después de las hojas del libro de memorias que se referían, a su modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero en un día de Abril que parecía de Junio, alegre, ardiente, despejado.
Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo, sino en los recuerdos. Decía:
«El Romero y el Clavel torcieron de repente; el landó se dobló sin ruido, nos sacudió un poco, dejamos la carretera de Santianes y las ruedas rebotaron sobre la grava nueva de la carretera estrecha del Vivero; los sauces, como una lluvia de yerba suspendida en el aire, nos hacían cosquillas con las puntas de sus ramas, flotando sobre la frente como cabello movido por el viento. Se abrió la gran puerta de la cerca vieja, y los caballos arrancaron chispas del piso empedrado de la
quintana
vieja, despertando con el ruido resonancias en el silencio del
palación
cerrado y vacío. Por mi gusto nos hubiéramos quedado a vivir en aquella casa inmensa, con dos torres de piedra parda y soportales con columnas... pero el coche siguió al trote; el Marqués tiene la vanidad de hacer que la entrada al Vivero
habitable
sea por aquí, por delante de la antigua mansión señorial.... Las ruedas vuelven a callar, como enfundadas, Romero y Clavel machacan sin estrépito con los cascos briosos la arena tersa, blanca y blanda de la avenida ancha y flanqueada de pretil de mármol con macetas y rosetones de verdura exótica.
La
casa nueva
nos sonríe enfrente y delante de la coquetona marquesina de la entrada nos detenemos; silencio general... un momento. Habla el sol... nosotros gozamos; la limpieza, la corrección, la elegancia parecen allí obra de la naturaleza, y el follaje, el esplendor de su verdura, los susurros del aire discreto, la hermosura de la perspectiva, los vuelos graciosos de miles de pájaros, parecen importación del lujo; riqueza y naturaleza se juntan allí; el sol, cortesano del
confort
, alumbra más.... ¡Cosa extraña! Yo no había visto el Vivero hasta ahora, lo que se llama ver, hasta ahora nunca había comprendido esta armonía íntima del lujo y del campo. Está bien así. Debe haber rincones en la tierra en que no haya nada feo, ni pobre ni triste.
Paco y la Marquesa, que han venido a darnos posesión del Vivero, comen con nosotros y de tarde, al caer el sol, se vuelven a Vetusta.
Ya estamos solos. Examino toda la casa. En el piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín, rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores, plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros. Lo que me agrada más es el capricho del Marqués en el piso principal; una galería con cierre de cristales rodea todo el edificio. He dado dos vueltas a todo el corredor como si nunca hubiera visto el Vivero. ¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor, más elegante, más poético? Quintanar está encantado, y se me figura que tiene un poco de envidia.
Vida excelente. La primavera entró en mi alma. Madrugo. El baño me fortifica y me alegra el espíritu. Tendida en la pila, con la mano en el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, y la fantasía como en sopor se detiene en imágenes plásticas tranquilas y suaves. Después tiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa al calor de mi cuerpo, contenta de la vida que siento circular por mis venas. La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideas sutiles, alambicadas.... Pienso poco, vagamente, y los pormenores de los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor de mi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar al sol.
Y sin embargo hay horas en que las vibraciones de las cosas me hablan de una música recóndita de ideas sentimientos. ¿Qué es esta esperanza de un bien incierto? A veces se me antoja todo el Vivero escenario de una comedia o de una novela.... Entonces me parece más solitario el bosque, más solitario el palacio. Esta soledad parece meditabunda. Está todo en silencio reflexivo, recordando los ruidos de la alegría y del placer que latieron aquí, o preparándose a retumbar con la algazara de fiestas venideras.... Insisto en ello, hay aquí algo de escenario antes de la comedia. Los vetustenses que tienen la dicha de ser convidados a las excursiones del Vivero son los personajes de las escenas que aquí se representan.... Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito, Álvaro... y tantos otros han hablado aquí, han cantado, corrido, jugado, bailado... reído sobre todo.... Y algo olfateo de la alegría pasada o algo presiento de la alegría futura. Sí, Quintanar dice bien, esto es el paraíso, ¿qué nos falta a nosotros en él? Según Quintanar, nada más que música.... Oh, pues por música que no quede. Corro al salón a tocar
la donna é movile
, con el dedo índice, mi único dedo músico. ¡Qué cursi es esto según Obdulia!... ¡Una dama que no sabe tocar el piano más que con un dedo!
Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómo me cuida! ¡qué agasajos, qué mimos! Parece otro. Piensa más en mí que en la marquetería. ¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay alma que no tenga su poesía en el fondo. Su alegría es demasiado bulliciosa, pero es sincera. Yo no podría vivir aquí sin él. Imagínole ausente, me veo aquí sola y tengo miedo y siento la soledad.... Luego no me estorba, luego su compañía me agrada.
Petra, la misma Petra, me gusta aquí en el campo.
Se viste como las aldeanas del país, canta con ellas en la
quintana
, se mete en la danza y toca la
trompa
con maestría. Ayer, al morir el día, junto a la Puerta Vieja tocaba, con la lengüeta de hierro vibrando entre sus labios, los aires del país monótonos y de dulce tristeza. Pepe, el casero, cantaba cantares andaluces convertidos en vetustenses... y Petra tañía la
trompa
quejumbrosa, y yo sentía lágrimas dulces dentro del pecho... y la vaga esperanza volvía a iluminar mi espíritu. Cuanto más triste la lengüeta de la
trompa
, más esperanza, más alegría dentro de mí. Todo esto es salud, nada más que salud.
He traído al Vivero algunos libros de mi padre. Hacía muchos años que no los había abierto. Quintanar los tenía en los cajones más altos de sus estantes.
¡Qué impresiones! He encontrado entre las hojas de una
Mitología ilustrada
, pedacitos de yerba de Loreto... eran polvo; papeles escritos en que reconocí mis garabatos de niña... y un marinero dibujado por mi pluma que, según la leyenda que tiene al pie, era
Germán
.
Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto! Los dioses, los héroes, la vida al aire libre, el arte por religión, un cielo lleno de pasiones humanas, el contento de este mundo... el olvido de las tristezas hondas, del porvenir incierto... un pueblo joven, sano en suma.... Quisiera saber dibujar para dar formas a estas imágenes de la Mitología que me asedian».
Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió sus impresiones de aquellos días. Don Víctor vino a interrumpirla para anunciarle que ya había instalado su tienda de campaña a la orilla del río, en el paraje más ameno y fresco, junto a una mancha de sombra en el agua, donde infaliblemente habría truchas.
Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muy alabado. Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.
Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta en compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia....
Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India, o bien navegando en el barco prodigioso de cuyo mástil floreciente pendían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltar de repente a la prosaica orilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente que gritaba:
—¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!
No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Parece otro!» se decía ella. «¡Parece otra!» pensaba él.
El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano es una Andalucía en primavera. Ana todas las mañanas,
por la fresca
recorría la huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezas acompañada de don Víctor, Pepe el casero y Petra; llenaban grandes cestas, forradas con hojas de higuera, de aquellos corales húmedos y relucientes; y la Regenta sentía singular voluptuosidad sana y risueña al pasar la finísima mano blanca por las cerezas apiñadas sobre la verdura de las hojas anchas y bordadas. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa del Marqués y a veces a las de sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo: