La Rosa de Asturias (58 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
3.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

En el cielo aparecieron las primeras estrellas, pero Konrad ni siquiera alzó la vista. Como el sol le había abrasado sobre todo la espalda, permaneció tendido boca abajo anhelando que el sueño le permitiera olvidar su sufrimiento y el recuerdo de la catástrofe.

A los dolores empezó a sumarse el frío: aunque de día el sol era abrasador, de noche la temperatura bajaba extraordinariamente. Como estaba desnudo, no tardó en empezar a temblar. Después de un rato le castañeteaban los dientes y cuando alzó la vista vio la mirada desconcertada de los perros. Por fin cayó en un duermevela en el que no dejó de sentir el dolor de su cuerpo martirizado, atormentado por extrañas pesadillas en las que por más que intentaba salvar a Ermengilda, no lo conseguía. En algún momento notó que ya no tenía tanto frío y comprendió que algunos perros se habían acurrucado junto a él y le daban calor. Pensando que esos animales eran más misericordiosos que sus amos, volvió a dormirse.

Cuando despertó, ya reinaba una gran actividad en el patio. Konrad se sentía aún más dolorido y débil que el día anterior, y la idea de que volvieran a obligarlo a ponerse de pie para atarlo a la cola del caballo lo llenaba de terror. Sin embargo, nadie fue a buscarlo. Ignoraba que el bereber había decidido disfrutar de la hospitalidad de Yussuf Ibn al Qasi un día más y asistir a las oraciones prescritas en la mezquita de Zaragoza.

Como nadie le prestó atención, Konrad permaneció tendido hasta que uno de los mozos limpió el bebedero y lo llenó de agua limpia. Esa vez el contenido ya no sabía a lodo, y Konrad sació su sed con la esperanza de que también le dieran algo de comer. Sin embargo, solo alimentaron a los perros.

Poco después, una criada entró al patio con una fuente en la cabeza y se acercó a la perrera.

—¿Qué quieres? —preguntó uno de los guardas.

—Traigo comida para el prisionero. El insigne Fadl Ibn al Nafzi no desea verlo morir antes del momento en que Alá decida.

—¡Serás tonta! Por supuesto que el franco morirá en el preciso momento en que Alá decida.

El hombre rio, pero de todas formas dio un paso a un lado.

—¡Cuidado, que los perros no vayan a tomarte por un bocado sabroso! —gritó el hombre a espaldas de la criada.

Konrad estaba sumido en su dolor y al principio no se dio cuenta de que una mujer entraba en la perrera y se detenía a su lado. Solo cuando lo rozó con la punta del pie alzó la vista y fue como si una mano helada le estrujara el corazón: por encima de él se erguía un ser tan negro como la noche o el pecado. El cuerpo de la criatura, que llevaba una sencilla túnica, parecía femenino, y el rostro, por más extraño que fuera, también se asemejaba al de una mujer. No obstante, Konrad estaba convencido de encontrarse frente a uno de los demonios de Lucifer que lo arrastraría hasta los abismos en llamas del infierno.

Así que había muerto durante la noche. Comprenderlo le causó menos dolor que su cuerpo, que aún parecía muy vivo. Konrad había creído que con la muerte todo dolor llegaba a su fin, pero por lo visto se había equivocado.

Entonces el demonio femenino se inclinó para sujetarle la cabeza, y Konrad creyó que le retorcería el pescuezo. En vez de eso, el negro fantasma le sostuvo la cabeza con una mano, con la otra le limpió la suciedad de los labios y cogió un objeto alargado de aroma maravilloso de la fuente.

—Has de comer despacio. Es pan —dijo la criatura en la lengua del norte de España. Aunque no hablaba con fluidez, Konrad notó que la voz pertenecía a una mujer.

Entonces la observó más minuciosamente. Como se inclinaba hacia delante, vio que por el escote de la túnica asomaban dos bonitos pechos oscuros, y entonces recordó lo que Philibert había dicho: que en una tierra situada aún más al sur que España vivían los descendientes de Cam, a quienes Dios castigó oscureciéndoles la piel porque se negaron a obedecer a su padre Noé. Así que esa criatura era una hija de aquellos desgraciados.

Konrad abrió la boca; como ya había saciado la sed, pese a su boca lastimada logró masticar el delgado rollo de pan que la negra le metía entre los dientes y cuyo sabor era más maravilloso que todas las manzanas del paraíso. Al mismo tiempo notó que el rollo contenía pequeños trocitos de carne y estaba empapado en una salsa. Dadas las miradas temerosas que la mujer lanzaba en derredor concluyó que no la había enviado Fadl Ibn al Nafzi o que, en todo caso, no hacía lo que él había mandado, y consideró que estaba siendo muy valiente.

—¡Gracias! —susurró entre dos bocados.

Ella se limitó a sonreír y le secó la salsa que le manchaba el mentón.

7

Al principio de su viaje, el temor a ser descubiertos y asesinados por patrullas vasconas no dejó de atenazar a Just y Philibert. El muchacho no tenía edad suficiente para defenderse de un adulto, mientras que el guerrero se veía afectado por el dolor de la herida en el muslo, que había vuelto a abrirse debido al esfuerzo. Como la pierna no lo sostenía, se apoyaba en Just; así se abrieron paso entre los cadáveres expoliados. Debido a sus rostros quemados por el sol, los muertos cruelmente mutilados se asemejaban y por eso pasaron tropezando junto a Eward e Hildiger sin reconocerlos ni sospechar la tragedia ocurrida en aquel lugar.

Por fin alcanzaron la salida del desfiladero, donde se toparon con monstruosas pilas formadas por los caídos que se habían lanzado inútilmente contra los parapetos vascones. Los muertos estaban tan trabados entre sí que los saqueadores solo habían expoliado a los que pudieron alcanzar sin esfuerzo. La barricada que impidió la huida de los francos aún seguía en pie, de ahí que Just y Philibert tuvieran que trepar por encima de una montaña de cadáveres para finalmente poder abandonar el desfiladero, que allí se convertía en una estrecha grieta de paredes abruptas. Cuando lograron superar el obstáculo, Philibert volvía a sangrar y estaba tan pálido que Just temió que moriría aquella misma noche.

Presa de la desesperación abandonó el camino y buscó un escondite en el bosque. Como el guerrero ardía de fiebre, Just siguió el curso de un arroyo y se alegró de encontrar en la abrupta orilla un hueco que les ofrecería protección durante la noche. Luego le llevó agua al herido ahuecando las manos y tuvo que repetir la acción varias veces hasta saciar la sed de Philibert. Por fin él también bebió y se acurrucó junto a su acompañante, tanto para abrigarlo como para entrar en calor él mismo.

A la mañana siguiente Philibert se encontraba un poco mejor, pero ambos sabían que no aguantarían mucho más si no conseguían algo de comer. Entonces aprovecharon la experiencia que Just había adquirido durante sus años de vagabundeo y este no tardó en formar un lazo con una flexible rama de sauce con el que atrapó un conejo. Luego, con la ayuda de un cuchillo, una piedra y un trozo de madera seca el muchacho incluso logró encender un fuego. Se encargó de que las llamas no sobrepasaran el hueco en el que lo encendió y las alimentó con leña seca y piñas para que no hicieran humo. Los piñones y el conejo asado les proporcionaron fuerza suficiente para seguir caminando.

Debían avanzar con mucha cautela porque las comarcas ocupadas por las aldeas vasconas se extendían hacia el norte. Por eso esquivaron las poblaciones y los asentamientos por desvíos en parte aventurados. Allí en las montañas había agua en abundancia, pero el hambre era constante. A la hora de comer Just no siempre lograba atrapar una presa mediante sus primitivas trampas. Al igual que cuando vagabundeaba, el muchacho se apoderaba de los huevos que encontraba en los nidos y los asaba en la arcilla, y a veces también los pichones. No disponían de sal, y las únicas especias a las que podían recurrir procedían de las hierbas que crecían al margen del camino.

El quinto día, cuando empezaba a oscurecer, Philibert se apoyó en un árbol y sacudió la cabeza con aire resignado.

—No podemos seguir así, muchacho. No puedes cargar conmigo y además ocuparte de conseguir comida.

—Entonces, ¿qué hemos de hacer? —preguntó Just.

Philibert señaló un pequeño árbol cuyo tronco se abría en dos ramas casi iguales.

—Coge el cuchillo y corta ese árbol.

—¡Pretendéis usarlo como muleta!

—¡Eres listo, muchacho! —Philibert sonrió, pero enseguida esbozó una mueca cuando una nueva oleada de dolor le atravesó el muslo—. Si no mejora pronto tendrás que volver a abrir la herida. Creo que está supurando —dijo, soltando un gemido.

Just lo contempló con expresión espantada.

—¡Esperemos que no! ¡No soy médico! Solo puedo vendaros, e incluso para hacerlo necesito trozos de tela limpios. Simon, el médico judío, dijo que la suciedad es mala porque conlleva infecciones. Pero si fuera necesario, no podré cortaros la pierna.

—No quiero perder la pierna —dijo Philibert, quien procuró acomodarse y se quitó la venda del muslo. La tela se había pegado a la sangre seca y el dolor era insoportable. Por fin se inclinó hacia atrás y llamó a Just.

—Tú habrás de hacer el resto, pero primero dame algo que pueda morder.

Just dejó el arbolito que debía cortar y se acercó.

—¿Os duele mucho?

—¿Acaso crees que las lágrimas que derramo son de alegría? Es como si una docena de águilas me clavaran el pico y las garras en el muslo.

Philibert respiró hondo y luego soltó un alarido cuando Just arrancó el último trozo de venda.

—¡Si alguna vez necesito un torturador pensaré en ti, muchacho! Ayúdame a ponerme de pie. Quiero echar un vistazo —dijo.

Tendió la mano a Just y con su ayuda logró incorporarse. Al contemplar su pierna herida sintió náuseas. La lesión estaba muy hinchada y reluciente. Un hilillo de pus se derramaba del orificio de bordes enrojecidos y había manchado la venda. Asqueado, Philibert arrojó la tela a un lado.

—¡Esa es nuestra única venda, señor! —lo regañó Just.

—¿Qué era eso de maese Simon y la suciedad? ¡Maldita sea! En aquel entonces el judío me parecía un fastidio, pero ahora daría cualquier cosa por verlo aquí.

—Pues resulta que no se encuentra aquí y que hemos de arreglárnoslas solos.

Just se puso de pie y corrió al arroyo en busca de agua para lavar la herida. Primero quiso usar las manos, pero al ver las grandes hojas de una planta que crecía en la orilla se le ocurrió una idea. Cortó una de las hojas y la usó como recipiente.

Exhausto, Philibert se había adormilado cuando Just volvió y vertió el agua gota a gota sobre la llaga. Entonces pegó un respingo y se retorció de dolor.

—Eres un auténtico torturador. ¡Cómo duele, por Jesucristo!

—Lo siento, pero tengo que lavar la herida. Y luego también tendré que abrirla para que el pus pueda fluir —dijo Just, quien prosiguió con su tarea sin dejarse amedrentar por los lamentos de Philibert. Cuando las quejas fueron ya demasiado chillonas, contempló al guerrero.

—¿No decíais que queríais conservar la pierna?

—¡Sí, porque me niego a que seas tú quien me la corte! —dijo Philibert haciendo una mueca que pretendía ser una sonrisa, aunque acabó apretando los dientes.

Entre tanto, Just había recordado otra enseñanza del médico judío y, aunque ignoraba el efecto, sostuvo la hoja de su cuchillo en las llamas. Cuando se dispuso a separar los bordes de la herida para dejar salir el pus, Philibert le pegó un empellón.

—¡Por los clavos de Cristo! La hoja está al rojo vivo. ¿Es que quieres quemarme?

—¡Si me veo obligado a quemaros la herida será aún peor! —contestó Just, y continuó con lo que hacía. Puesto que ya no podía utilizar la venda, cogió varias de las grandes hojas, cubrió la herida y las fijó con la rafia del arbolito; después aprovechó el tronco para tallar una muleta para Philibert.

8

Los días siguientes fueron duros. A pesar de la muleta, Philibert tuvo que recurrir a la ayuda de Just una y otra vez para cruzar arroyos o superar tramos abruptos del camino. Todavía se encontraban en lo alto de las montañas, pero ante sí ya se extendían las tierras llanas del norte.

—Pronto lo habremos logrado, señor —dijo Just, procurando animar a Philibert, que resolló y soltó una carcajada.

—Aquello es Gascuña, muchacho. Es verdad que forma parte de nuestro reino, pero dicha circunstancia no impidió que el duque Lupus y sus hombres nos atacaran en el desfiladero de Roncesvalles. Si caemos en manos de esos canallas nos degollarán.

—Pues entonces hemos de avanzar con mucho sigilo —contestó Just.

—No será necesario. El rey Carlos nombró a buenos condes francos en esas tierras y estoy seguro que sabrán imponerse. Lo único que hemos de hacer es abrirnos paso hasta la corte de uno de esos señores. Entonces estaremos a salvo.

A Just le pareció más fácil de decir que de hacer, pero asintió para no desanimar a Philibert. La comarca era demasiado extensa y no pudieron preguntar a nadie por esas casas señoriales francas.

Ya al día siguiente, los temores de Just se confirmaron. Se toparon con una aldea y se vieron obligados a tomar un desvío que resultó ser un callejón sin salida. Se perdieron mientras buscaban un sendero transitable y al mirar hacia el norte se percataron que la llanura se encontraba más alejada que la noche anterior.

Philibert se dejó caer y cerró los ojos mientras Just lloraba, embargado por la decepción.

—¡Hemos caminado un día entero en vano! Además, aquí no hay ningún camino que conduzca al norte. Debemos regresar e intentar rodear la aldea por el otro lado.

La desilusión había acabado con las fuerzas de Philibert. La pierna le dolía tanto que cada paso y cada roce suponía un suplicio, sentía la cabeza a punto de estallar y ya no podía pensar con claridad. Solo era consciente de que mientras él erraba a través de esas montañas, Ermengilda era arrastrada al reino de los sarracenos para convertirse en la esclava de un infiel.

—Debería haberla protegido —gritó.

Just dio un respingo y echó una apresurada mirada en torno.

—¡Callad, señor! Alguien podría oíros.

Philibert se cubrió el rostro con las manos.

—No merezco ser llamado hombre y guerrero. ¡He fracasado! Konrad y todos los demás están muertos y Ermengilda es prisionera de los sarracenos.

—Creo que los vascones también la mataron a ella.

—No —dijo Philibert, sacudiendo la cabeza—, oí que daban la orden de dejarla con vida para llevársela al emir de Córdoba como botín. ¡Hemos de salvarla, vive Dios!

Como Philibert hizo ademán de volverse y encaminarse directamente al sur, Just lo sujetó.

Other books

The Settlers by Jason Gurley
The Killing Club by Angela Dracup
Teaching Patience (Homespun) by Crabapple, Katie
Texas Angel, 2-in-1 by Judith Pella
High Seduction by Vivian Arend
WiredinSin by Lea Barrymire
Devotion by Marianne Evans