Sparhawk y los otros alzaron con asombro la mirada hacia aquel cielo tan súbitamente revelado y, como sucede a veces con los niños, vieron dragones y grifos rosados prendidos de algún modo a la maravilla de las nubes que se separaban y se unían, apilándose unas sobre otras para después despegarse al tiempo que los espíritus del aire, de la tierra y del cielo se unían para dar la bienvenida a aquella primavera que el mundo había temido que no llegara jamás.
La diosa niña Aphrael se puso en pie y se mantuvo erguida sobre el prominente lomo del ruano, con el reluciente pelo negro ondeando tras ella y el sonido de su flauta elevándose para saludar la salida del sol. Después, sin dejar de tocar, se puso a bailar, girando y oscilando y moviendo velozmente los piececillos manchados de hierba al ritmo de su alegre canción.
La tierra y el cielo y el lomo de
Faran
eran, mientras danzaba, una misma cosa para Aphrael y por ello tan pronto daba vueltas en el aire como en la ahora verde hierba o encima del caballo.
Paralizados de admiración, seguían mirando desde la casa que realmente no se hallaba en aquel lugar, y su sombría melancolía se disipó. Sus corazones se ensancharon, llenándose de la alegría de la siempre novedosa canción de redención y renovación que la diosa niña interpretaba para ellos, pues por fin el temible invierno había acabado y la primavera había regresado de nuevo.